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El gorrión

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Cuentos del hogar
El gorrión

de Teodoro Baró



Nací debajo del alero de un tejado. Cuando rompí el cascarón y miré por la abertura del nido, todo me pareció muy bonito: deseaba llegase el momento de echar a volar, pero mis padres contuvieron mi impaciencia y la de mis hermanitos con sus buenos consejos. La alimentación era abundante y sana, y gracias a ella nuestras fuerzas se iban desarrollando. Por último llegó el momento tan deseado de echar a volar. La inquietud hacía que mi madre piara quejumbrosamente temiendo un accidente cualquiera, pero la nota triste convertíase en alegre cuando veía a mis hermanitos sostenerse en el espacio. Llegome la vez; extendí las alas y...

¿Adivinan lo que me sucedió? Pues voy a decírselo. No me faltaron las alas; pero la curiosidad, que es causa de tantos males, hizo que parara el vuelo en un prado en vez de detenerme en un árbol; y como en aquel prado había chiquillos y me vieron, tras de mí echaron a correr. Yo quise escapar; pero enredeme entre la hierba, no pude huir por no saber dar con la salida, que buscaba por todas partes menos donde hubiera debido buscarla, que era volando otra vez; y como a correr me ganaban los chiquillos, héteme convertido en su prisionero.

Por fortuna no di en manos de esos niños que tienen la mala y punible costumbre de martirizar a los pobres pájaros, y mis dueños me llevaron a su casa. Metiéronme en una jaula, donde colocaron algodón para que no tuviera frío. He de confesar que no estaba del todo mal. Pusieron pan en remojo y quisieron que comiera aquellas migas. No me hice de rogar; y como los niños se empeñaban en que siempre estuviera comiendo, porque les divertía verme abrir el pico y agitar las alitas, y a mí no me disgustaba atracarme, padecí una indigestión que por poco me mata; pero logré escapar de ella, si bien estuve alicaído durante tres días.

Todo marchaba a pedir de boca. A los pocos días me sacaron de la jaula y me permitieron correr por la casa. No digo volar porque me cortaron las alas. Esto me disgustó mucho, pero mi contrariedad subió de punto cuando a uno de los niños se le ocurrió recortar un pedazo de grana, dándole la forma de cresta y luego me la pegó a la cabeza con engrudo o no sé qué cosa; y héteme convertido en gallo. Ellos reían, pero a mí me hacía muy poca gracia su alegría. Traté de quitarme la cresta, pero convencime de que todos mis esfuerzos resultarían inútiles, pues en cuanto lograba desprenderme de ella, me la volvían a poner.

Revestime de paciencia y formé mi plan, que consistía en evadirme. Cuando los niños no me veían probaba la fuerza de mis alas, y cuando creí que las plumas habían vuelto a crecer lo bastante para sostenerme, eché a volar, salí por la abierta ventana y me detuve en el repecho de otra para quitarme la cresta, restregando la cabeza contra un rosal que había en un tiesto. No logré mi propósito, pero en cambio la grana quedó clavada en una espina del rosal y yo me encontré aprisionado, pues a cada esfuerzo por librarme, la sujeta cresta tiraba de las plumas de mi cabeza, siendo tanto el dolor que era irresistible. Comencé a chillar como chillan los gorriones; y en esto se abrió la ventana, me cogieron y una voz dijo con dulzura:

-¡Pobrecito! ¡Cómo te han puesto!

Para retirarme del rosal me cortaron con mucho cuidado las plumas a que estaba adherida la cresta. Luego se cerró la ventana.

Por segunda vez caí prisionero; y como la primera no me fue del todo mal, he de confesar que no me asusté gran cosa. Cuando me di cuenta de mi situación, me hallé encima de una mano blanca, tan fina que parecía de terciopelo, mientras la otra me estaba acariciando alisándome las plumas. Sobre la mano cayó una gotita, y como tenía sed, la bebí. No puede imaginarse bebida más dulce. Una vez los niños me dieron miel y creí que era lo más dulce que había, pero era amarga la miel comparada a aquella gota. Después supe que era una lágrima, y no hay que añadir que era una lágrima de amor, de ángel, porque las que hace derramar la envidia o el orgullo o el odio, estas son lágrimas del demonio y, por lo tanto, son amargas.

Quise saber quién era mi dueña y la miré. Vi una joven morenita, de ojos grandes, con dos pupilas que brillaban como dos luces, una frente que me pareció el pedazo de cielo que veía por el agujero de mi nido y unos labios que asemejaban el color de la aurora, que a mí me gustaba tanto contemplar, que todas las mañanitas dispertaba antes de salir el sol, y asomando la cabeza por debajo del ala, con la que me abrigaba mi madre, me extasiaba viendo cómo las nubes se teñían de rojo. Los cabellos de la joven eran negros como la noche, que a mí me daba miedo; pero aquella cabellera no me asustaba. Hubiera jugado con ella.

La joven se llamaba Manuelita. A la primera lágrima siguió otra; y yo, al verla llorar, agité las alas y sentí no saber cantar como los ruiseñores, porque hubiera deseado consolarla. Ella comprendió mi intento, pues aproximó la mano a sus labios y me dio un beso.

-Hermanita, murmuró una voz más melodiosa que la del jilguero.

La joven al oírla saltó de su asiento y corrió hacia la cama donde había una niña de cuatro a cinco años que en aquel momento acababa de despertar.

-Buenos días, Conchita, le dijo dándole un beso. Mira qué pajarito tan mono.

-¡Qué lindo es! exclamó la niña. Quiero tenerlo.

-Cuidado con hacerle daño.

-¡Pobrecito! Le querré mucho.

Manuelita me puso encima de la cama y su hermanita me acarició. Yo salté sobre su hombro; después pasé a la almohada, y luego me coloqué sobre su cabeza. Conchita estaba loca de contento.

-Ahora a vestir, le dijo Manuelita.

Cuando estuvo vestida se arrodilló sobre la cama y rezó guiándola su hermana. «Señor, dijeron: dignaos conceder la gloria del Paraíso a nuestra madre.» Los ángeles debieron recoger aquella plegaria y llevarla al cielo, porque de ángeles procedía.

Voy a contar la historia de Manuelita. Su padre era marinero y navegaba en un buque que debía dar la vuelta al mundo. Hacía dos años que estaba ausente, y durante este tiempo habían pasado muchas cosas y muy tristes. La casa donde el marinero tenía depositada la pequeña cantidad, fruto de sus ahorros para que su mujer y sus hijas estuviesen a cubierto de la miseria, quebró; y la miseria llamó a la puerta del modesto hogar y moviendo su lengua de hielo, dijo:

-¡Aquí estoy!

Manuelita abrazó a su madre para dominar con el fuego de su amor el frío de la desgracia y murmuró besándola:

-Madre, Dios es bueno y nos protegerá. Yo trabajaré.

Trabajó Manuelita mucho para que su madre no tuviera que trabajar tanto. Tenía la casa muy aseada y cuidaba a su hermanita con cariño. Procuraba sonreír siempre. A veces había lágrimas detrás de las sonrisas, pero cuidaba de que su madre no la viera, porque la pobre se hubiera puesto triste; y Manuelita se reservaba la tristeza para ella: la alegría era para aquellos seres tan queridos.

Vivieron con algunas privaciones, alentándoles la resignación que nacía de su confianza en Dios. Los días pasaban y aún faltaban muchos para el regreso del marinero. Hubieran deseado empujar el tiempo, pero el tiempo es un caballero que por nadie ni por nada sale de su paso y cuya presencia debe aprovecharse, porque en cuanto se ha ido ya no vuelve aunque le llamemos con lágrimas de desesperación.

Mientras esperaban al padre llamó a la puerta la enfermedad y dijo con su acento que abate:

-¡Aquí estoy!

Manuelita se sentó al lado de la cama de su madre. Tantos fueron los sufrimientos y tantas las penas de la hija, que si las ángeles no la hubiesen visitado hubiera acabado por sentirse abatida. Siguió sonriendo para impedir que su madre llorara. Un día ya no contuvo las lágrimas, porque la muerte llamó a la puerta de la casa y dijo con su voz de tristeza:

-¡Aquí estoy!

La madre dio a Dios su alma cristiana. Conchita tuvo otra madre: Manuelita, que quedó sola en el mundo. No quedó sola, porque también ella tenía su madre: la Virgen, que lo es de todos los afligidos.

Manuelita olvidó su orfandad para que no la sintiera Conchita. Pasaba todo el día trabajando y algunas veces parte de la noche, pero con el dinero que ganaba nada faltaba a su hermanita, que iba muy aseada; y ella, aunque se veía privada de todas las distracciones de su edad, se daba por muy satisfecha cuando Conchita la recompensaba con sus caricias. Cuando los días festivos, Manuelita llevaba a su hermana a paseo al salir de misa; la gente se detenía a mirarlas y todos pensaban:

-¡Qué buena es!

Yo procuré distraer a Manuelita y creo que más de una vez contribuí a que sonriera. Pude recobrar la libertad, pero sólo la aproveché para permitirme unos cuantos paseos por el espacio, con descansos en las ramas de los árboles del paseo vecino. Al volver al lado de mis amas me acariciaban y me decían:

-¿Ya estás aquí? ¿Qué has charlado con tus compañeros?

Cada día las quería más y prefería su casa al campo. Como en ella no había gato, estaba completamente tranquilo y era muy dichoso.

Una tarde, después de haber picoteado las migajas de pan que quedaron sobre la mesa, arranqué el vuelo y salime a dar mi acostumbrado paseo. Hallé la gente de la ciudad muy animada como si algo extraordinario ocurriera, y en verdad que extraordinaria era la cosa, pues el hijo del rey quería casarse y su padre había mandado pregonar que la elegida sería la más guapa y la más rica, convidando a un baile a todas las muchachas casaderas de sus Estados, para que el príncipe las viera y escogiera entre ellas a su esposa.

Las modistas trabajaron noche y día y también los molineros, pues todas querían empolvarse, con lo cual escaseó la harina y aumentó el precio del pan aquellos días. Yo quise saber a quién elegiría el príncipe y me metí en el salón del palacio real donde debía darse la fiesta. A la hora fijada acudieron tantas jóvenes y caballeros que llenaron todas las salas. A la mitad del baile el príncipe, que era muy guapo, se sentó en un sillón dorado al lado del trono donde estaban los reyes, y fueron pasando todas las jóvenes haciendo una gran reverencia. Cuando hubieron pasado yo me acerqué al hijo del rey y le dije:

-Príncipe: falta una joven.

Volvió la cabeza para ver quién le hablaba, pero yo ya había salido del salón. El príncipe llamó en el acto a su mayordomo y le preguntó si faltaba alguna joven en el baile.

-Falta una, señor, le contestó el mayordomo.

-¿Por qué no ha venido?

-Ha dicho que vistiendo luto, más su corazón que su cuerpo, por la muerte de su madre, no podía asistir a un baile.

-¿Sabía que en esta fiesta debía elegir esposa?

-Se lo hice presente y me contestó: «Ah, señor: el príncipe ha resuelto escoger a la más guapa y rica y yo no soy rica ni guapa. Además, yendo al baile quedaría sola en casa mi hermanita, y como soy para ella una madre, debo cuidarla.»

Oyó con mucha atención el príncipe lo que le dijo su mayordomo; y cuando llegó la hora en que debía pronunciar el nombre de la que elegía por esposa, anunció con gran sorpresa de todos que ya se sabría su resolución.

Yo conté a Manuelita lo que había visto en palacio y ella me dijo:

-¡Quiera Dios que la compañera que el príncipe elija sea digna de él, porque es muy bueno!

Por la mañana llamaron a la puerta y entró el príncipe, quien al ver a Manuelita lanzó una exclamación de sorpresa. La joven no acertaba a reponerse de su asombro y no sabía cómo recibir en casa tan humilde a personaje tan elevado; pero el hijo del rey se encontraba en situación de ánimo parecida, pues no había visto mujer tan bella como Manuelita, belleza aumentada por los relatos que al príncipe habían hecho de su abnegación y cariño filial. El caso fue que porque ella no sabía cómo hablar a un príncipe, y porque él no sabía qué decir a una mujer tan hermosa, la conversación tuvo más pausas que palabras. Aquella misma tarde el pregonero anunció que Manuelita era la elegida por esposa del hijo del rey. Éste preguntó al príncipe por qué había dado la preferencia a una joven que, si bien era muy bella, era muy pobre, y su hijo le contestó:

-Señor; dije que me casaría con la más hermosa y la más rica y cumplo mi promesa, pues si en belleza no hay quien iguale a Manuelita, tampoco hay quien la supere en riqueza, porque tiene la riqueza del alma.

El rey abrazó al príncipe y le dijo:

-Buena elección has hecho, hijo mío, porque la riqueza del alma es la mejor de las riquezas.

Celebrose la boda con mucha pompa. La carroza donde iba Manuelita la tiraban gorriones, pues yo conté lo sucedido a mis compañeros y quisieron para ellos el honor de llevar a la joven a la iglesia. Los reyes obsequiaron al pueblo con una comida compuesta de sopa, en la que se emplearon 400,000 panes, y para el caldo 100,000 gallinas y 2,000 vacas; pescado frito y en salsa, consumiéndose 80,000 merluzas, 40,000 anguilas, 150,000 salmonetes y 200,000 lenguados; y después hasta 5,000 cabritos, 100,000 terneras y 300,000 pavos asados. A cada convidado se le dio un queso de Holanda y una botella de vino. Manuelita, ya princesa, mandó socorrer a todos los pobres.

Grande fue la tristeza del marinero cuando al regresar de su viaje alrededor del mundo supo que su esposa había muerto, pero extremado fue también su júbilo al hallar a su hija convertida en princesa y a Conchita instalada en palacio al lado de su hermana. Los príncipes fueron muy dichosos y el hijo del rey nunca se arrepintió de haber preferido a todas las riquezas las del alma. El marinero fue nombrado capitán de uno de los mejores barcos del rey. Conchita fue creciendo y casó con un sobrino del monarca; y también a mí me alcanzó la felicidad, pues la princesa quiso tenerme a su lado y me conservó el mismo cariño que cuando vivía en su aseada y pobre casita. Dicho esto, sólo me queda deciros:


 ¡Colorado colorín!
 aquí tiene el cuento fin.