El gran crisol

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Los milagros de la Argentina
El gran crisol

de Godofredo Daireaux


Antes de que naciera la Argentina, la formidable extensión de tierra, casi toda fértil, que debía ser un día su lote en la América del Sur, no era más que un desierto. Tanto en la Pampa como en los bosques y en las cordilleras, no había más que unas cuantas tribus de indios, astutos y valerosos, pero vagabundos e incapaces de mejorar nada.

En la costa de los ríos se asentaron los españoles conquistadores, andaluces en su mayor parte, muy mezclados de sangre árabe, de gesto noble y mano abierta, orgullosos y gastadores, más amantes de las peripecias del juego que de los esfuerzos del trabajo, y de la guerra que de la quietud del hogar; grandes habladores, a menudo pomposos en el decir y de repente soltando sin contar graciosos chistes y conceptuosas o picantes alusiones.

Estos guerreros habían traído consigo pocas mujeres y tuvieron a la fuerza, la mayor parte de ellos, que improvisar familias con las de la Pampa. De ello resultó el gaucho.

Valiente y audaz, tanto por el tronco de sus antepasados indios cuanto por la rama de los aventureros españoles en él injertada; tan jinete y andariego como los primeros, pero con un cariño a ese suelo donde había nacido, que ignoraban los que lo habían conquistado, pronto lo reclamó por suyo, y declarándose independiente, obligó a todos a reconocer la soberanía de la Argentina, la nueva patria creada por él, y a quien entregó los vastos dominios recuperados.

Pero por fértil que sea un desierto, siempre es desierto, y se encontró la Argentina, con esa dote, casi tan pobre como si no hubiera tenido nada joven y sin experiencia, pero deseosa de adelantar, pidió consejos a algunos venerables tíos que se los dieron más o menos buenos y la ayudaron a cumplirlos lo mejor que pudieron. No todos acertaron, por supuesto, pero todos acabaron por convenir que, para que la Argentina gozase tranquila de su magnífica situación y fortuna, era indispensable poblarla.

Hubiera sido fácil, si los mismos tutores que daban ese consejo hubiesen repartido entre todos los habitantes, para que la ocupasen y cultivasen como propia, una buena extensión de los dominios de su pupila; pero ni se acordaron siquiera de ello, y después de servirse ellos mismos y sus amigos buenas tajadas de la Pampa, dejaron el resto tirado y sin dueño, contentándose con abrir de par en par la puerta a todos los hombres que de cualquier parte del orbe quisiesen venir a poblarla.

Indios, españoles y criollos vieron entonces con cierto asombro llegar a las playas donde iban formando juntos con su mezcla una raza bastante pareja, moral y físicamente, unos caballeros rubios, pocos, pero de los que en una sociedad no pasan inadvertidos. Eran ingleses, de los que habían venido antes en son de conquista para apoderarse de esas comarcas, entonces bajo el dominio de sus contrarios, los españoles, y que, rechazados por los valientes criollos, volvían a ver si pacíficamente lograban lo que no habían podido conseguir por las armas.

Echaron así, desde ya, las bases de toda una invasión de progreso práctico y de riqueza para sí y para el país, dejándose voluntariamente conquistar algunos de ellos, hombres de cutis blanco y de cabellera algo más que rubia, por las hermosas criollas de ojos y de cabello negros.

Y cayó así en el crisol donde la Argentina empezaba a elaborar la naciente nacionalidad un elemento tan distinto de los demás que, por poco que hubiera de él, fueron modificándose ya insensiblemente el color y el valor de la masa.

Luego vinieron, y siguen desde entonces viniendo sin cesar, otros españoles, de España, pero de otras comarcas que los andaluces conquistadores, y completamente distintos bajo todo, concepto. Fueron primero los vascos, de raza muy antiguamente noble también, pero más práctica, como de invasores comerciales y colonizadores que siempre fueron sus probables antepasados los fenicios; raza algo entorpecida asimismo por la secular necesidad de un trabajo arduo entre las ásperas y rudas montañas de los Pirineos, pero lista para dejar pronto caer al fondo del crisol su rugosa cáscara y mezclar en la masa así mejorada sus hábitos de trabajo, con su sangre sana y sus fuertes músculos; y también acudieron en gran número los gallegos, de ingenua y pedante materialidad, pero de honradez intachable, aunque algo fácil de diluir al contacto de la viveza indígena.

Hubo también catalanes duros de amansar y asturianos testarudos, pero que al calor de la masa, removida por la Argentina en su crisol, se confundieron con el resto sin mayor trabajo.

Y mientras hervía todo esto, la Argentina tuvo que mezclar en la pasta un buen puñado de irlandeses, modesto pero poderoso elemento de progreso material y de prosperidad campestre, si bien no ensalzó mayormente la mentalidad general. Para esto, la Argentina tuvo buen cuidado de condimentar de vez en cuando la mezcla con algunos hijos de Francia, venidos todos con la cabeza llena de ideas, con más ganas de hacerlas conocer que de ponerlas en práctica, con algún libro en los bolsillos; y daba gusto ver los borbotones que producían en la masa, haciéndola en seguida menos opaca y espesa, más fluida y más clara.

De repente, aparecieron en cantidad asombrosa los italianos: piamonteses bonachones y pesados, y genoveses ágiles y listos, dispuestos para todo, capaces de hacerse ricos ganando y economizando en cualquier parte, en mar o en tierra, de comerciante lo mismo que de cocinero; y muchos napolitanos y calabreses, cada uno con un par de brazos, no muy fuertes los brazos ni muy activos, ni muy hábiles; pero tantos eran que, al echarlos al crisol, al momento notó la Argentina que aumentaba mucho la masa, y que aunque no se pusiera con ello de mucho mejor calidad, por lo menos, no se echaba a perder del todo, gracias a que removiéndola bien, todo esto se mezclaba íntimamente y bastante para que lo bueno de un elemento contrarrestase lo malo de otro.

Y hasta se pudo dar cuenta de que tendía a predominar siempre lo mejor, precipitándose al fondo lo inservible. La pereza de unos en presencia del ardor al trabajo de otros mejoraba de aspecto, lo mismo que la mezquindad de ciertas razas secularmente miserables con la generosidad de otras muy nobles; y esta misma generosidad en sus exageraciones era combatida por el espíritu de economía de algunas otras. La charlatanería andaluza, al mezclarse con la seriedad medio muda del inglés, se aminoraba, no dejando el conjunto de adquirir gracia y amabilidad; y si algo del espíritu heroico y peleador de los antepasados iba quedando y hasta de vez en cuando reventaba en súbitas erupciones, había mermado bastante para dejar de ser plaga como antes, cuando a cada rato amenazaba quebrar el crisol.

Ideas de alta cultura y civilización prosperaban, a pesar de la pesadez de ciertos ingredientes de que se componía la pasta y se infiltraban en ella; tanto que hasta el mismo elemento negro que desde un principio le había sido incorporado había perdido su aspecto algo bestial, para dejar sólo en el conjunto, como un rayo dorado de alegría retozona y de ideal infantil.

Y revolviendo y mezclando defectos y calidades, con paciencia y mucho fuego, podía ya la Argentina calcular más o menos lo que, con el tiempo, daría la simiente que iba a desparramar en sus inmensos dominios, modificada, por supuesto, por el ambiente de bienestar y de trabajo productivo en que la podría cultivar, cuando se vio obligada -y esto es ayer-, a mezclar con, ella precipitadamente, por no permitir su rechazo imprudentes compromisos anteriores de hospitalidad, una cantidad de elementos nuevos, desconocidos de ella y de sus consejeros y que, francamente, a primera vista, no parecen todos prometer resultados muy halagüeños.

Una vez ya, le había sucedido que para aumentar rápidamente el bulto de inmigración europea que debía facilitarle la tarea de poblar sus desiertos dominios, uno de sus tutores había hecho venir a fuerza de pesos mucha gente, pero gente cualquiera, sin fijarse en la calidad, y de allá le habían mandado todo el residuo de vagabundos, de atorrantes y de estropeados que se habían ofrecido para venir a mendigar en América, y había sido después un trabajo infernal para eliminarlos del crisol, porque, aunque, por sus condiciones, fueran elementos poco asimilables, se habían deslizado en la masa y trataban de quedarse pegados en ella.

El peligro actual quizás es mayor, pues la invasión amenaza tomar proporciones, proviniendo por diversos motivos de diversas partes y nada más que porque una era de inaudita prosperidad en el país coincide, con perturbaciones también inauditas, en varias regiones del orbe.

La Argentina es hospitalaria, a tal punto que admite, se puede decir, cualquier individuo, cualquier tipo, que le venga de cualquier parte y tira todo junto, con confianza algo desprendida, al crisol grande ¡y déle menear! Pero hay elementos nocivos o peligrosos o refractarios a toda clase de asimilación, y esto no dejará de ser una rémora para la marcha y el buen fin de la operación. Está bien poblar, pero es preciso poblar bien.

Pronto, si sigue descuidándose, podrá ver que se le va formando en la superficie una espuma colorada que la enturbia con visos de sangre, y en el fondo del crisol un sedimento negro, untuoso, que todo lo atrae a sí y que más tarde le dará mucho que hacer. No debe seguir creyendo que todo lo que desecha Europa sea bueno para ella, ni que esté ya tan fuerte su temperamento que pueda resistir mucho tiempo los efectos de la invasión continua de microbios anarquistas o sacerdotales; pues cruzados con los de acá le van a dar unas crías terriblemente devoradoras, tanto los que predican la fraternidad con bombas en la mano, como los que quieren que sean hermanos todos los hombres, con condición de ser reconocidos ellos como los únicos padres de la gran familia. Y también, con el tiempo, verá que entre la masa elaborada andan sueltos ciertos elementos agrupados que no se mezclan con los demás y que van a constituir, con su crecimiento natural, otro peligro. Ciertas razas convertidas en sectas por el fanatismo, ciertos turcos, y ciertos rusos y ciertos judíos, son de pasta tan viscosa, que no se deshace ni se deja penetrar y por mucho que se remueva quedarán los montones como lunares en el amasijo general haciéndole vidrioso donde se fije.

Seguramente no pasará lo mismo con la mezcla provechosa de los boers, heroicos y trabajadores, ni de los dinamarqueses y escandinavos, insuperables elementos de mejora y de adelanto; y si -como es probable-, no entran a figurarse los alemanes que también caen al crisol de la Argentina, de un tiempo a esa parte, en mangas, que aquí vienen a conquistar... sino a ser conquistados, pronto quedará agregado otro elemento de gran valía a los que poco a poco van modificando de tal modo la nacionalidad argentina, que de aquí a algunos años -no muchos-, será absolutamente distinta de la que es hoy, lo mismo que hoy empieza a ser ya, en sus generaciones nuevas, completamente distinta de la que ha sido hace apenas treinta años.

Es que basta que, en esta tierra de libertad y de trabajo, se encuentren y se conozcan razas enemistadas hasta no perder ocasión, en su patria, de degollarse mutuamente, para que se estimen y hasta se quieran, fraternicen y se mezclen, como los armenios, musulmanes y cristianos que aquí venden en pacífica sociedad las mismas inofensivas chucherías.

Y la formación de esta raza compleja, llamada por su misma diversidad de condiciones y de elementos a ser una de las primeras del mundo, no será seguramente el menor de los milagros de la Argentina.



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