El gran simpático: 10

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El gran simpático de Felipe Trigo
Capítulo X
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Capítulo X

Gabriel llegó a Madrid el lunes a las cuatro de la tarde. A las cinco se había plantado su huit reflets y estaba en el hotel de Josefina... que no le recibió. El martes no le recibió tampoco y dejó una carta. El miércoles se la devolvieron sin abrir. Y el jueves, finalmente, la doncella que estuvo en el Palmar, le advirtió, por encargo de su ama, «que no volviera a molestarse».

Mas he aquí que el jueves también recibió una carta tremebunda: era de su padre, que noticioso de la falta del pago, por el dueño de las tierras, imprecaba al hijo duramente. En vez de mandarle la mensualidad, le remitía diez duros para el tren - advirtiéndole que si pensaba seguir en Madrid lo hiciese por cuenta propia; y Gabriel, con toda su alma tierna enternecida, lloró el disgusto de su casa y reconoció como harto justa semejante decisión.

Le mataba la amargura. Hizo balance, y se encontró, de las dos mil, con mil cincuenta y cinco pesetas... Y la idea fue súbita, en uno de sus bravos arranques de nobleza: cogió un papel, confesó breve su culpa, prometió vivir de su trabajo, y aun restituir «la diferencia» pronto; y metiendo en el sobre todos los billetes, incluso el que acababan de enviarle, se marchó a escape al correo para enviárselo a su padre en valores declarados...

A la media hora, con su levita y su huit reflets, volvía por la Puerta del Sol con tres pesetas cincuenta en el chaleco. Su orgullo de Cortés que quema sus naves... se había quebrantado un tanto.

«¡Se vende el perro, se vende!» -podría pregonar también, si no se le hubiese olvidado el sétter allá por campos del Palmar.

En último resultado, y para un apremio, quedábanle la escopeta marca Jabalí y demás arreos de caza.

Mas no se imaginó que los tuviese que vender tan pronto. Al segundo día dejaba por perfectamente averiguado que, entre sus valiosas relaciones con literatos, con directores de periódicos y con altos personajes, no había uno que le pudiese proporcionar un mal destino, ni una plaza de redactor... al menos con la prisa deseada. Por todos los chirimbolos le dieron treinta duros; esto es, la quinta parte de lo que le costaron hacía un mes.

Su esperanza se volvió hacia Josefina. El frac hizo en el Español y en el Real sus últimos prodigios... La encontró una vez, por fin; la asaeteó con los gemelos, y ella no le hizo durante toda la noche caso alguno... ni para mal ni para bien. ¡Oh, ella que podría hacerle estrenar en la Princesa!

Un fatídico domingo, vio dejarse empeñar la levita: nueve duros.

Al jueves próximo, el frac... cinco duros... ¡y este sí que fue el último desastre!... «De... sastre» -sonrió Gabriel, haciendo todavía un chiste bien amargo.

Y se encerró en la fonda. El chiste era macabro. Arrancados la levita y el frac, de su elegancia de Apolo, era como si le hubiesen cortado a un águila las alas. Se sentía en derrota irremediable. En definitiva derrota, ante un triste porvenir. Veía sólo en derredor la hipocresía y la falsedad humanas -en amigos, en mujeres... Odió entonces su hermosura. Recordó a la Doria, y no podía olvidar a la marquesa... a la Matilde... Luego fueron por su mente desfilando todas las demás mujeres a quienes había servido de más o menos vivo capricho en una suerte de sensual prostitución... ¡en baja prostitución asquerosa y miserable, sin el grande amor siquiera, ni una vez, que era la vida y que yacía enterrado en su alma de poeta; sin otra dignidad, en él mismo, que la de la ramera de burdel a quien se busca en bestia hermosa para un simple placer de los sentidos!... Así le habían tenido su marquesa, su Matilde, su Doria, su Carola, su Bicharraquito y su maestra y sus criadas del hotel...; así le habían sorbido los sesos y el tiempo, por guapo él... ¡oh, el Gran simpático!, mientras que el feo Alfredo conquistábase nombre y fortuna, y el feo e insignificante Rigoleto, director de baños, fuerte propietario a la vez, se llevaba con la Concha alma y amor que él no quiso... ¡Lloraba, lloraba el in feliz sobre una carta de su madre... única verdad de amor que le quedaba a él sobre la tierra!... « Vente, hijo mío... te puedes colocar de titular en cualquier pueblo de aquí cerca...» ¡Oh!

Mas ¿qué hacía en Madrid, ni cómo estarse? ¿Su carrera? Literato... Por hábito, desdichadamente, no era capaz de meterse a ganar tiempo, de mancebo de botica, y menos de lanzarse a una bohemia destrozada. En cambio, por nobleza, sería más incapaz aun, como quizás tanto granuja, de convertirse en chulo de la Doria, de otras, si no, por su estilo..., o de explotar en chantages a Josefina, aprovechando sus retratos y recuerdos...

Bien. Se iría a Villaleón. Refugiaría su derrota en cualquier inmediato pueblecillo, y en la boda con cualquier aldeana con borregos...



A la otra tarde, un destartalado simón le conducía con un baúl menos que cuando entró en Madrid, y sin sombrerera de copa. Maldito si necesitaría frac ni levita para titular de un pueblecillo. A fin de comprar el billete siquiera de segunda, había vendido las obras completas de D'Annunzio... Iba dulcemente resignado; pero la fatalidad hizo, cruel, que encontrase en un soberbio milord a Doria con... Alfredo...! por la calle de Alcalá...

Sintió en el corazón la puñalada... ¿Le vieron?... Él se escondió... cual si esquivara de la mirada de ambos fealdades repulsivas.

«¡Infeliz del que nace hermoso!» -murmuró.

Y mientras el viejo cochecete siguió arrastrando con sus ruidos de herrería, él pensaba hasta qué punto no le hubieran de creer, allá en su futuro pueblecillo (adonde iba a enterrarse a los veintitrés años de por vida), cuando contase que había sido en este enorme Madrid el amante de celebridades y marquesas...