El hampón: 7

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Desde aquella noche, y por caminos de curiosidad, fue a la Cañas el enamoramiento. ¿Quién era aquel hombre? ¿Por qué llegó a la mina? ¿Por qué ocultaba en el más profundo misterio su existencia anterior? ¿A qué vivía al presente lejos de todo trato, haciendo alcoba de una galería abandonada? ¿Por qué la primera noche la dijo y le demostró después con su conducta que las mujeres sólo eran para él un remate del vino; que nunca, nunca, pondría en la posesión de una hembra el interés de su alma?

Lo último tenía que verse. Se le metió a la Cañas en el caletre ser algo más que el remate del vino para el desdelloso minero, y, o poco valía, o salía avante con la suya. ¡Faltaba que a ella, a ella, por quien se pirraban los parroquianos de La Buena Sombra y todos los galanes que con ella entraban en diálogo una vez, la tomara y dejara a su gusto un haraposo, con más pelos que una zalea y más churretes de polvillo mineral en la cara que una vagoneta en su fondo!...

Claro que, aun así y todo, cuando en los días de cobranza, pasaba el hampón por casa del barbero, dejando que éste le cortara las greñas y que agua y jabón libraran de suciedades a su piel, era todo un buen mozo con sus ojos verdes y sus rizos del color de las moras. Como dos corales relucían sus labios entre las negruras del bigote y la barba: sus dientes, como cuadradillos de nieve al sonreír la boca. ¡Y no se diga si el hampón, enderezando el cuerpo y tirando contra el respaldo de un diván su chaqueta, se ponía en pie y gallardeaba su herculiana figura, sus anchos hombros, su pecho en curva dibujado, su esbelta cintura prisionera en la faja y sus piernas duras, potentes, que hacía restallar con la pana del ajustado pantalón! Arrogante era la figura de Jorge, si para con testar un reto se adelantaba hacia el contrario; seductora, si con rendimiento varonil se inclinaba hacia las mujeres en demanda de una caricia.

Esto no había que negarlo; pero tampoco era para despreciada ella, para tomada como función de títeres, donde se paga, y al salir si te vi no me acuerdo. La mano derecha se dejaba cortar la Cañas si a poco andar no estaba el hampón perdidito por su persona, y si no estaba su persona al tanto de la vida y milagros de aquel murciélago revoloteador de pozos. Su esclavo sería; así como así, otros de más valer y más «postines» lo fueron.

Mientras llegaba la hora de la esclavitud del hampón, era la Cañas quien por él se iba esclavizando; ella, quien el día correspondiente al cobro de quincena, se emperejilaba como para una boda y se pasaba las horas muertas enfrente del espejo; ella quien desfloraba los tiestos para adornarse el moño, y contaba minuto a minuto los que faltaban para ir al turno del café y ceñirse el delantal de picos y lustrar cucharillas y tazas y dar comienzo a su faena. Distraídamente servía su turno, descuidando la conversación con la parroquia, contestando a medias palabras los requiebros y hasta desdeñando invitaciones, con grave disgusto del amo del café.

Al sonar las doce iba y venía inquieta, dirigiendo al reloj nerviosas ojeadas, sacudiendo con el pie las maderas del piso, restregándose fuertemente las manos sin temor al daño que le causaban las sortijas.

Al entrar el hampón, que siempre venía a medios pelos, un gran suspiro dilataba el pecho de la Cañas, palidecía unas miajas su cutis bajo el colorete, sus ojos relampaguean; con la boca hecha sonrisa, llegaba a la mesa del aguardado parroquiano, y lleno el acento de temblor le preguntaba: «¿Qué va a ser?»

Poco importaban a la Cañas desde aquel momento La Buena Sombra y la parroquia y el propio amo.

Sentada junto a Jorge, sirviéndole una y otra y otra botella, dejaba transcurrir las horas; ¡ya vendría la de irse con él, la de tenerle en su cuartito, la de apurar solo, al lado de ella, el vaso de Cazalla con que el minero ponía prólogo al deleite!

¿Que la murmuraban? ¿Y qué? Ella hacía su gusto. El que no estuviese conforme que buscase otra camarera y otra mesa; demás las había. ¿Que ya no eran tan abundantes los regalos y los convites? Paciencia. Sarna a gusto no pica. ¿Que Román se hacía el desdeñoso desde la noche que se negara a servirle y aun la amenazaba a la encubierta, anunciando un desquito próximo? Allá él con sus acciones. No era Jorge de los que hincan ante el matón. Tampoco ella era de las cobardes. Si el Román llegaba a las malas, ya vería quien envidaba el resto.

Y la Cañas pensaba en el hampón cada vez con más cariño.

Vivir juntos, ser el uno del otro sin reservas y sin egoísmos, era en los días aquellos toda su ambición. En la camarera-cupletista, mujer pronta a servir a todos si la paga corría tan abundante como el deseo, aquello era una sensación nueva; algo que nacía imponiéndose, venciéndola, sin que fuese arbitrio de su voluntad evitarlo: deseos de regeneración, anhelos de una vida nueva que ni de referencia conociera.

¿Lograría sus intentos? No era fácil tarea la de hallar una cabal respuesta. ¿Qué sabía ella de afectos? Entregada desde rapaza a quien diera buen precio por su carne, la era, más que difícil, imposible medir el alcance con llaneza o dificultad de su propósito.