El hampón: 9

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El primer día de feria ganó Román una crecida suma. Llamado al casino para un asunto, del máximo cacique, tomó café con él en la sala de juego; recibió órdenes, y cuando ya, sombrero en mano, se despedía del ricacho e influyente señor, éste hubo de decirle:

-Está prohibido a los no socios apuntar una carta; pero en los ojos te relumbra el deseo de probar fortuna. Si quieres, y por una vez, puedes hacerlo con permiso de estos señores. Yo lo pido en tu nombre. ¿Hay dificultad, caballeros?

Nadie contestó, y fue el silencio muestra precisa de que, si no aplaudían, toleraban aquel capricho del cacique. No era cuestión de ponerse a malas con él por cosa de tan poca importancia.

Román jugaba de prisa el dinero, y si el azar venía en su ayuda, a pocos lances realizaba una buena ganancia. Esto le ocurrió en el casino; cinco o seis cartas acertadas le bastaron para alzarse con unos miles de pesetas.

Era de justicia mojar aquel dinero. El Zurdo, cuando en su partida menguaron «los puntos» y la media noche sonó, dio por seguro que no vendría gente de refresco en gran número, y menos con sumas de cuantía a arriesgar, dejó a cargo de su alter ego la vigilancia del salón, y fuese con varios amigos a «Los Montañeses», colmado famoso donde había a toda hora seguridad de tener excelentes manjares. De vinos no se diga, porque las mejores marcas presidían los estantes de roble o tomaban fuerza y aroma en botas de muy respetable vejez.

Fue abundante la cena, y las libaciones copiosas. A los postres se descorchó el champagne; al cosquilleo de su espuma se desataron intenciones y lenguas, no faltando quien hablase a Román de la Cañas y del desvío que por Román mostraba de algún tiempo a entonces la que antes le servía en esclava y estaba pronta a todos sus deseos, mandatos y caprichos.

-¡Dejarla! -respondió Román-, ¿a qué mentar esa escoria aquí? No es prenda de mérito; si lo fuese hubiera puesto los medios pa que no tendiese las alas hacia otro palomar.

-Hacia el palomar del hampón echó el vuelo y de allí no hay fuerza que la arranque.

-¡No me dieran más trabajo! -exclamó Román-. Vaya -siguió diciendo-, ¿queréis que os lo pruebe? Así como así, aún tengo cuentas a arreglar con ella y con ese haraposo. Precisamente día es hoy de quincena; quizá el hampón vaya por el café. Aquella noche porque la Cañas estaba en su obligación y porque la Cañas no se me importa el canto de una perra chica, no armó la de Dios en el camarote de arriba. Ea, caballeros, ahí va un cigarro y a tomar café aquí -el de La Buena Sombra está colao por borras-; tomaremos con el café una copa de «Tres Estrellas»; luego a las camareras, y que verán cómo esta noche torna la moza a su redil sin necesidad de echarle los perros.

Rebosaba en gente el café. Las mesas del turno de la Cañas no ofrecían lugar vacío; en una de ellas, y platicando con Irene, estaban el hampón y tres o cuatro cortadores. Preciso les fue a Román y sus acompañantes tomar asiento en un velador próximo a la mesa de los mineros.

-Ni siquiera te ha hecho así con la mano -dijo a Román uno de sus amigos.

-Ya hará, ya hará -respondió el jugador-. ¡Amo!

-¿Qué se ofrece? -preguntó desde el mostrador el amo del café.

-¿Está el camarote disponible?

-Pa usté siempre, Román.

-Gracias. Pues que nos suban allá arriba una caja de vino y que desenfunde la sonanta el Manitas. ¡Ah! Quiero que nos sirva la Cañas.

-Como lo mande usted.

-¿Has oído, prenda? -dijo Román encarándose con Irene-. Y esta noche no pués negarte, ni pué nadie impedirlo, porque esta noche, como aquella de marras, has de cumplir tu obligación.

-Anda -murmuró el hampón por lo bajo-. Otra noche será conmigo; esta noche con él.

-Ni esta ni ninguna. Viene con mala entraña y no se lo cuajará el gusto.

-¿Has oído? -volvió a decir Román.

-Sí, señor. Pero el caso es que no voy a ser yo quien le sirva.

-Obligación tuya es.

-Mientras llevo el delantal puesto -contestó fieramente la Cañas-, sólo que mira, Román, ya está quitao, y no soy más que una parroquiana, y los parroquianos no sirven al público. Alternan con quien los parece, y en paz.

-Eso sí que no te lo aguanto -exclamó Román sordamente-. Eso, mala persona, es hacerme de menos en presencia del público, y tal acción, ni a ti ni a nadie.

Alzándose de la silla, el Zurdo enderezó hacia donde estaba la Cañas.

-Mire lo que hace -habló el hampón, medio incorporándose en el diván-; antes, bien; la mujer era una camarera; ahora es una mujer y tié más gusto de estar con nosotros que de ir con usté allá arriba, y sa menester respetarla en su gusto.

-¡Respetarla! Ni a ella ni a ti.

Y Román, cogiendo a la Cañas por un brazo, la sacó bruscamente del diván y la hizo ir rodando a cuatro pasos de distancia.

No tuvo tiempo para más; de un salto el hampón cayó sobre el Zurdo, lo sujetó por las solapas de la americana, lo agarró con la mano libre por la pretina del campanudo pantalón, y alzándolo en el aire lo dejó caer con golpe sordo contra el piso.

El caído trató de incorporarse, esgrimiendo un cuchillo; la faca relumbró en la diestra de Jorge, pero la gente se interpuso y los amigos de Román sacaron a empujones al aporreado del café, mientras los cortadores llevaban al hampón hacia el cuarto de arriba.

-Nos veremos -barboteó con rabia Román.

-Cuando quieras. Ya sabes donde vivo -respondió con feroz sonrisa el minero-. Y que yendo a mi casa en mi busca no hay cuidiao, como aquí, de que puea estorbar la gente.