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El hombre mediocre (1926)/Capítulo III

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CAPÍTULO III

LOS VALORES MORALES



I. LA MORAL DE TARTUFO

La hipocresía es el arte de amordazar la dignidad; ella hace enmudecer los escrúpulos en los hombres incapaces de resistir la tentación del mal. Es falta de virtud para renunciar a éste y de coraje para asumir su responsabilidad. Es el guano que fecundiza los temperamentos vulgares, permitiéndoles prosperar en la mentira: como esos árboles cuyo ramaje es más frondoso cuando crecen a inmediaciones de las ciénagas.

Hiela, donde ella pasa, todo noble germen de ideal: zarzagán del entusiasmo. Los hombres rebajados por la hipocresía viven sin ensueño, ocultando sus intenciones, enmascarando sus sentimientos, dando saltos como el eslizón; tienen la certidumbre íntima, aunque inconfesa, de que sus actos son indignos, vergonzosos, nocivos, arrufianados, irredimibles. Por eso es insolvente su moral: implica siempre una simulación.

Ninguna fe impulsa a los hipócritas; no sospechan el valor de las creencias rectilíneas. Esquivan la responsabilidad de sus acciones, son audaces en la traición y tímidos en la lealtad. Conspiran y agreden en la sombra, escamotean vocablos ambiguos, alaban con reticencias ponzoñosas y difaman con afelpada suavidad. Nunca lucen un galardón inconfundible: cierran todas las rendijas de su espíritu por donde podría asomar desnuda su personalidad, sin el ropaje social de la mentira.

En su anhelo simulan las aptitudes y cualidades que consideran ventajosas para acrecentar la sombra que proyectan en su escenario. Así como los ingenios exiguos mimetizan el talento intelectual, embalumándose de refinados artilugios y defensas, los sujetos de moralidad indecisa parodian el talento moral, oropelando de virtud su honestidad insípida. Ignoran el veredicto del propio tribunal interior; persiguen el salvoconducto otorgado por los cómplices de sus prejuicios convencionales.

El hipócrita suele aventajarse de su virtud fingida, mucho más que el verdadero virtuoso. Pululan hombres respetados en fuerza de no descubrírseles bajo el disfraz; bastaría penetrar en la intimidad de sus sentimientos, un solo minuto, para advertir su doblez y trocar en desprecio la estimación. El psicólogo reconoce al hipócrita; rasgos hay que distinguen al virtuoso del simulador, pues mientras éste es un cómplice de los prejuicios que fermentan en su medio, aquél posee algún talento que le permite sobreponerse a ellos.

Todo apetito numulario despierta su acucia y le empuja a descubrirse. No retrocede ante las arterías, es fácil a los besamanos femeninos, sabre oliscar el deseo de los amos, se da al mejor oferente, prospera a fuerza de marañas. Triunfa sobre los sinceros, toda vez que el éxito estriba en aptitudes viles: el hombre leal es con frecuencia su víctima. Cada Sócrates encuentra su Mélitos y cada Cristo su Judas.

La hipocresía tiene matices. Si el mediocre moral se aviene a vegetar en la penumbra, no cabe bajo el escalpelo del psicólogo: su vicio es un simple reflejo de mentiras que infestan la moral colectiva. Su culpa comienza cuando intenta agitarse dentro de su basta condición, pretendiendo igualarse a los virtuosos. Chapaleando en los muladares de la intriga, su honestidad se mancilla y se encanalla en pasiones innoblemente desatadas. Tórnase capaz de todos los rencores. Supone simplemente honesto, como él, a todo santo o virtuoso; no descansa en amenguar sus méritos. Intenta igualar abajo, no pudiendo hacerlo arriba. Persigue a los caracteres superiores, pretende confundir sus excelencias con las propias mediocridades, desahoga sordamente una envidia que no confiesa, en la penumbra, ensalobrándose, babeando si morder, mintiendo sumisión y amor a los mismos que detesta y carcome. Su malsinidad está inquietada con escrúpulos que le obligan a avergonzarse en secreto; descubrirle es el más cruel de los suplicios. Es su castigo.

El odio es loable si lo comparamos con la hipocresía. En ello se distinguen la subrepticia medrosidad del hipócrita y la adamantina lealtad del hombre digno. Alguna vez éste se encrespa y pronuncia palabras que son un estigma o un epitafio; su rugido es la luz de un relámpago fugaz y no deja escorias en su corazón, se desahoga por un gesto violento, sin envenenarle. Las naturalezas viriles poseen un exceso de fuerza plástica cuya función regeneradora cura prontamente las hondas heridas y trae el perdón. La juventud tiene entre sus preciosos atributos la incapacidad de dramatizar largo tiempo las pasiones malignas; el hombre que ha perdido la aptitud de borrar sus odios está ya viejo, irreparablemente. Sus heridas son tan imborrables como sus canas. Y como éstas, puede teñirse el odio: la hipocresía es la tintura de esas canas morales.

Sin fe en creencia alguna, el hipócrita profesa las más provechosas. Atafagado por preceptos que entiende mal, su moralidad parece un pelele hueco; por eso, para conducirse, necesita la muleta de alguna religión. Prefiere las que afirman la existencia del purgatorio y ofrecen redimir las culpas por dinero. Esa aritmética de ultratumba le permite disfrutar más tranquilamente los beneficios de su hipocresía; su religión es una actitud y no un sentimiento. Por eso suele exagerarla: es fanático. En los santos y en los virtuosos, la religión y la moral pueden correr parejas; en los hipócritas, la conducta baila en compás distinto del que marcan los mandamientos.

Las mejores máximas teóricas pueden convertirse en acciones abominables; cuanto más se pudre la moral práctica, tanto mayor es el esfuerzo por rejuvenecerla con harapos de dogmatismo. Por eso es declamatoria y suntuosa la retórica de Tartufo, arquetipo del género, cuya creación pone a Moliére entre los más geniales psicólogos de todos los tiempos. No olvidemos la historia de ese oblicuo devoto a quien el sincero Orgon recoge piadosamente y que sugestiona a toda su familia. Cleanto, un joven, se atreve a desconfiar de él; Tartufo consigue que Orgon expulse de su hogar a ese mal hijo y se hace legar sus bienes. Y no basta: intenta seducir a la consorte de su huésped. Para desenmascarar tanta infamia, su esposa se resigna a celebrar con Tartufo una entrevista, a la que Orgon asiste oculto. El hipócrita, creyéndose solo, expone los principios de su casuística perversa; hay acciones prohibidas por el cielo, pero es fácil arreglar con él estas contabilidades; según convenga pueden aflojarse las ligaduras de la conciencia, rectificando la maldad de los actos con la pureza de las doctrinas. Y para retratarse de una vez, agrega:

En fin, votre scrupule est facile á détruire:
Vous étes assurée ici d'un plein secret,
Et le anal n'est jamais que dans l'éclat qu'on fait; Le
scandale du monde est ce que fait l'offenre
Et ce n'est pas pécher que pécher en silence.[1]

Ésa es la moral de la hipocresía jesuítica, sintetizada en cinco versos, que son su pentateuco.

La del hombre virtuoso es otra: está en la intención y en el fin de las acciones, en los hechos mejor que en las palabras, en la conducta ejemplar y no en la oratoria untuosa. Sócrates y Cristo fueron virtuoso, contra la religión de su tiempo; los dos murieron a planos de fanatismos que estaban ya divorciados de toda moral. La santidad está siempre fuera de la hipocresía colectiva. La exageración materialista de las ceremonias suele coincidir con la aniquilación de todos los idealismos en las naciones y en las razas; la historia la señala en la decadencia de las castas gobernantes y dice que el loyolismo apuntala siempre su degeneración moral. En esas horas de crisis, la fe agoniza en, el fanatismo decrépito y alienta formidablemente en los ideales que renacen frente a él, irrespetuosos, demoledores, aunque predestinados con frecuencia a caer en nuevos fanatismos y a oponerse a ideales venideros.

El hipócrita está constreñido a guardar las apariencias, con tanto afán como pone el virtuoso en cuidar sus ideales. Conoce de memoria los pasajes pertinentes del Sartor Resartus; por ellos admira a Carlyle, tanto como otros por su culto a Los héroes. El respeto de las formas hace que los hipócritas de cada época y país adquieran rasgos comunes; hay una "manera" peculiar que trasunta el tartufismo en todos sus adeptos, como hay "algo" que denuncia el parentesco entre los afiliados a una tendencia artística o escuela literaria. Ese estigma común a los hipócritas, que permite reconocerlos no obstante los matices individuales impuestos por el rango o la fortuna, es su profunda animadversión a la verdad.

La hipocresía es más honda que la mentira: ésta puede ser accidental, aquélla es permanente. El hipócrita transforma su vida entera en una mentira metódicamente organizada. Hace lo contrario de lo que dice, toda vez que ello le reporte un beneficio inmediato; vive traicionando con sus palabras, como esos poetas que disfrazan con largas crenchas la cortedad de su inspiración. El hábito de la mentira paraliza los labios del hipócrita cuando llega la hora de pronunciar una verdad.

Así como la pereza es la clave de la rutina y la avidez es móvil del servilismo, la mentira es el prodigioso instrumento de la hipocresía. Nunca ha escuchado la Humanidad palabras más nobles que algunas de Tartufo; pero jamás un hombre ha producido acciones más disconformes con ellas. Sea cual fuere su rango social, en la privanza o en la proscripción, en la opulencia o en la miseria, el hipócrita está siempre dispuesto a adular a los poderosos y a engañar a los humildes, mintiendo a entrambos. El que se acostumbra a pronunciar palabras falsas, acaba por faltar a la propia sin repugnancia, perdiendo toda noción de lealtad consigo mismo. Los hipócritas ignoran que la verdad es la condición fundamental de la virtud. Olvidan la sentencia multisecular de Apolonio: "De siervos es mentir, de libres decir verdad". Por eso el hipócrita está predispuesto a adquirir sentimientos serviles. Es el lacayo de los que le rodean, el esclavo de mil amos, de un millón de amos, de todos los cómplices de su mediocridad.

El que miente es traidor: sus víctimas le escuchan suponiendo que dice la verdad. El mentiroso conspira contra la quietud ajena, falta al respeto a todos, siembra la inseguridad y la desconfianza. Con mirar ojizaino persigue a los sinceros, creyéndolos sus enemigos naturales. Aborrece la sinceridad. Dice que ella es la fuente de escándalo y anarquía, como si pudiera culparse a la escoba de que exista la suciedad.

En el fondo sospecha que el hombre sincero es fuerte e individualista. fincando en ello su altivez inquebrantable, pues su oposición a la hipocresía es una actitud de resistencia al mal que le acosa por todas partes. Se defiende contra la domesticación v el descenso común. Y dice su verdad como puede, cuando puede, donde puede. Pero la sabe decir. Muchos santos enseñaron a morir por ella.

El disfraz sirve al débil; sólo se finge lo que se cree no tener. Hablan más de la nobleza los nietos de truhanes; la virtud suele danzar en labios desvergonzados; la altivez sirve de estribillo a los envilecidos; la caballerosidad es la ganzúa de los estafadores; la temperancia figura en el catecismo de los viciosos. Suponen que de tanto oropel se adherirá alguna partícula a su sombra. Y, en efecto, ésta se va modificando en la constante labor; la máscara es benéfica en las mediocracias contemporáneas, magüer los que la usen carezcan de autoridad moral ante los hombres virtuosos. Éstos no creen al hipócrita, descubierto una vez; no le creen nunca. ni pueden dejar de creerle cuando sospechan que miente: quien es desleal con la verdad no tiene por qué ser leal con la mentira.

El hábito de la ficción desmorona a los caracteres hipócritas, vertiginosamente, como si cada nueva mentira los empujara hacia el precipicio; nada detiene a una avalancha en la pendiente. Su vida se polariza en esa abyecta honestidad por cálculo que es simple sublimación del vicio. El culto de las apariencias lleva a desdeñar la realidad. El hipócrita no aspira a ser virtuoso, sino a parecerlo; no admira intrínsecamente la virtud, quiere ser contado entre los virtuosos por las prebendas y honores que tal condición puede reportarle. Faltándole la osadía de practicar el mal, a que está inclinado, conténtase con sugerir que oculta sus virtudes por modestia; pero jamás consigue usar con desenvoltura el antifaz. Sus manejos asoman por alguna parte, como las clásicas orejas bajo la corona de Midas. La virtud y el mérito son incompatibles con el tartufismo; la observación induce a desconfiar de las virtudes misteriosas. Ya enseñaba Horacio que "la virtud oculta difiere poco de la oscura holgazanería" (Od. IV, 9, 29).

No teniendo valor para la verdad es imposible tenerlo para la justicia. En vano los hipócritas viven jactándose de una gran ecuanimidad y procurando prestigios catonianos: su prudente cobardía les impide ser jueces toda vez que puedan comprometerse con un fallo. Prefieren tartajear sentencias bilaterales y ambiguas, diciendo que hay luz y sombra en todas las cosas; no lo hacen, empero, por filosofía, sino por incapacidad de responsabilizarse de sus juicios. Dicen que éstos deben ser relativos, aunque en lo íntimo de su mollera creen infalibles sus opiniones. No osan proclamar su propia suficiencia; prefieren avanzar en la vida sin más brújula que el éxito, ofreciendo el flanco y bordejeando, esquivos a poner la proa hacia el más leve obstáculo. Los hombres rectos son objeto de su acendrado rencor, pues con su rectitud humillan a los oblicuos; pero éstos no confiesan su cobardía y sonríen servilmente a las miradas que los torturan, aunque sienten el vejamen: se contraen a estudiar los defectos de los hombres virtuosos para filtrar pérfidos venenos en el homenaje que a todas horas están obligados a tributarles. Difaman sordamente; traicionan siempre, como los esclavos, como los híbridos que traen en las venas sangre servil. Hay que temblar cuando sonríen: vienen tanteando la empuñadura de algún estilete oculto bajo su capa.

El hipócrita entibia toda amistad con sus dobleces: nadie puede confiar en su ambigüedad recalcitrante. Día por día afloja sus anastomosis con las personas que le rodean; su sensibilidad escasa impídele caldearse en la ternura ajena y. su afectividad va palideciendo como una planta que no recibe sol, agostado el corazón en un invierno prematuro. Sólo piensa en sí mismo, y ésa es su pobreza suprema. Sus sentimientos se marchitan en los invernáculos de la mentira y de la vanidad. Mientras los caracteres dignos crecen en un perpetuo olvido de su ayer y piensan en cosas nobles para su mañana, los hipócritas se repliegan sobre si mismos, sin darse, sin gastarse, retrayéndose, atrofiándose. Su falta de intimidades les impide toda expansión, obsesionados por el temor de que su conciencia moral asome a la superficie. Saben que bastaría una leve brisa para descorrer su livianísimo velo de virtud. No pudiendo confiar en nadie, viven cegando las fuentes de su propio corazón: no sienten la raza, la patria, la clase, la familia, ni la amistad, aunque saben mentirlas para explotarlas mejor. Ajenos a todo y a todos, pierden el sentimiento de la solidaridad social, hasta caer en sórdidas caricaturas del egoísmo. El hipócrita mide su generosidad por las ventajas que de ella obtiene; concibe la beneficencia como una industria lucrativa para su reputación. Antes de dar, investiga si tendrá notoriedad su donativo; figura en primera línea en todas las suscripciones públicas, pero no abriría su mano en la sombra. Invierte su dinero en un bazar de caridad, como si comprara acciones de una empresa; eso no le impide ejercer la usura en privado o sacar provecho del hambre ajena.

Su indiferencia al mal del prójimo puede arrastrarle a complicidades indignas. Para satisfacer alguno de sus apetitos no vacilará ante grises intrigas, sin preocuparse de que ellas tengan consecuencias imprevistas. Una palabra del hipócrita basta para enemistar a dos amigos o para distanciar a dos amante. Sus armas son poderosas por lo invisibles; con una sospecha falsa puede envenenar una felicidad, destruir una armonía, quebrar, una concordancia. Su apego a la mentira le hace acoger benévolamente cualquier infamia, desenvolviéndola hasta lo infinito, subterráneamente, sin ver el rumbo ni medir cuán hondo, tan irresponsable como esas alimañas que cavan al azar sus madrigueras, cortando las raíces de las flores más delicadas.

Indigno de la confianza ajena, el hipócrita vive desconfiando de todos, hasta caer en el supremo infortunio de la susceptibilidad. Un terror ansioso le acoquina frente a los hombres sinceros, creyendo escuchar en cada palabra un reproche merecido; no hay en ello dignidad, sino remordimiento. En vano pretendería engañarse a sí mismo, confundiendo la susceptibilidad con la delicadeza; aquélla nace del miedo y ésta es hija del orgullo.

Difieren como la cobardía y la prudencia, como el cinismo y la sinceridad. La desconfianza del hipócrita es una caricatura de la delicadeza del orgulloso. Este sentimiento puede tornar susceptible al hombre de méritos excelente toda vez que desdeña dignidades cuyo precio es el servilismo y cuyo camino es la adulación; el hombre digno exige entonces respeto para ese valor moral que no manifiesta por los modos vulgares de la protesta estéril, pero ello le aparta para siempre de los hipócritas domesticados. Es raro el caso. Frecuentísima es, en cambio, la susceptibilidad del hipócrita, que teme verse desenmascarado por los sinceros.

Sería extraño que conservara esa delicadeza, única sobreviviente al naufragio de las demás. El hábito de fingir es incompatible con esos matices del orgullo; la mentira es opaca a cualquier resplandor de dignidad. La conducta de los tartufos no puede conservarse adamantina; los expedientes equívocos se encadenan hasta ahogar los últimos escrúpulos. A fuerza de pedir a los demás sus prejuicios, endeudándose moralmente con la sociedad, pierden el temor de pedir otros favores y bienes materiales, olvidando que las deudas torpemente acumuladas esclavizan al hombre. Cada préstamo no devuelto es un nuevo eslabón remachado a su cadena; se les hace imposible vivir dignamente en una ciudad donde hay calles que no pueden cruzar y entre personas cuya mirada no sabrían sostener. La mentira y la hipocresía convergen a estos renunciamientos, quitando al hombre su independencia. Las deudas contraídas por vanidad o por vicio obligan a fingir y engañar; el que las acumula renuncia a toda dignidad.

Hay otras consecuencias del tartufismo. El hombre dúctil a la intriga se priva del cariño ingenuo. Suele tener cómplices, pero no tiene amigos; la hipocresía no ata por el corazón, sino por el interés. Los hipócritas, forzosamente utilitarios y oportunistas, están siempre dispuestos a traicionar sus principios en homenaje a un beneficio inmediato; eso les veda la amistad con espíritus superiores. El gentil hombre tiene siempre un enemigo en ellos, pues la reciprocidad de sentimientos sólo es posible entre iguales; no puede entregarse nunca a su amistad, pues acecharán la ocasión para afrentarlo con alguna infamia, vengando su propia inferioridad. La Bruyére escribió una máxima imperecedera: "En la amistad desinteresada hay placeres que no pueden alcanzar los que nacieron mediocres"; éstos necesitan cómplices, buscándolos entre los que conocen esos secretos resortes descritos como una simple solidaridad en el mal. Si el hombre sincero se entrega, ellos aguardan la hora propicia para traicionarlo; por eso la amistad es difícil para los grandes espíritus y éstos no prodigan su intimidad cuando se elevan demasiado sobre el nivel común. Los hombres eminentes necesitan disponer de infinita sensibilidad y tolerancia para entregarse; cuando lo hacen, nada pone límites a su ternura y devoción. Entre nobles caracteres la amistad crece despacio y prospera mejor cuando arraiga en el reconocimiento de los méritos recíprocos; entre hombres vulgares crece inmotivadamente, pero permanece raquítica, fundándose a menudo en la complicidad del vicio o de la intriga. Por eso la política puede crear cómplices, pero nunca amigos; muchas veces lleva a cambiar éstos por aquéllos, olvidando que cambiarlos con frecuencia equivale a no tenerlos. Mientras en los hipócritas las complicidades se extinguen con el interés que las determina, en los caracteres leales la amistad dura tanto como los méritos que la inspiran.

Siendo desleal, el hipócrita es también ingrato. Invierte las fórmulas del reconocimiento: aspira a la divulgación de los favores que hace, sin ser por ello sensible a los que recibe. Multiplica por mil lo que da y divide por un millón lo que acepta. Ignora la gratitud –virtud de elegidos-, inquebrantable cadena remachada para siempre en los corazones sensibles por los que saben dar a tiempo y cerrando los ojos. A veces resulta ingrato sin saberlo, por simple error de su contabilidad sentimental. Para evitar la ingratitud ajena sólo se le ocurre no hacer el bien: cumple su decisión sin esfuerzo, limitándose a practicar sus formas ostensibles, en la proporción que puede convenir a su sombra. Sus sentimientos son otros: el hipócrita sabe que puede seguir siendo honesto aunque practique el mal con disimulo y con desenfado la ingratitud.

La psicología de Tartufo sería incompleta si olvidáramos que coloca en lo más hermético de sus tabernáculos todo lo que anuncia el florecer de pasiones inherentes a la condición humana. Frente al pudor instintivo, casto por definición, los hipócritas han organizado un pudor convencional, impúdico y corrosivo. La capacidad de amar, cuyas efervescencias santifican la vida misma, eternizándola, les parece inconfesable, como si el contacto de dos bocas amantes fuera menos natural que el beso del sol cuando enciende las corolas de las flores. Mantienen oculto y misterioso todo lo concerniente al amor, como si el convertirlo en delito no acicateara la tentación de los castos; pero esa pudibundez visible no les prohibe ensayar invisiblemente las abyecciones más torpes. Se escandalizan de la pasión sin renunciar al vicio, limitándose a disfrazarlo o encubrirlo. Encuentran que el mal no está en las cosas mismas, sino en las apariencias, formándose una moral para sí y otra para los demás, como esas casadas que presumen de honestas aunque tengan tres amantes y repudian a la doncella que ama a un solo hombre sin tener marido.

No tiene límites esta escabrosa frontera de la hipocresía. Celosos catones de las costumbres, persiguen las más puras exhibiciones de belleza artística. Pondrían una hoja de parra en la mano de la Venus Medicea, como otrora injuriaron telas y estatuas para velar las más divinas desnudeces de Grecia y del Renacimiento. Confunden la castísima armonía de la belleza plástica con la intención obscena que los asalta al contemplarla. No advierten que la perversidad está siempre en ellos, nunca en la obra de arte.

El pudor de los hipócritas es la peluca de su calvicie moral.

II. EL HOMBRE HONESTO

La mediocridad moral es impotencia para la virtud la cobardía para el vicio. Si hay mentes que parecen maniquíes articulados con rutinas, abundan corazones semejantes a mongolfieras infladas de prejuicios. El hombre honesto puede temer el crimen sin admirar la santidad: es incapaz de iniciativa para entrambos. La garra del pasado ásele el corazón, estrujándole en germen todo anhelo de perfeccionamiento futuro. Sus prejuicios son los documentos arqueológicos de la psicología social: residuos de virtudes crepusculares, supervivencias de morales extinguidas.

Las mediocracias de todos los tiempos son enemigas del hombre virtuoso: prefieren al honesto y lo encumbran como ejemplo. Hay en ello implícito un error, o mentira, que conviene disipar. Honestidad no es virtud, aunque tampoco sea vicio. Se puede ser honesto sin sentir un afán de perfección; sobra para ello con no ostentar el mal, lo que no basta para ser virtuoso. Entre el vicio, que es una acra, y la virtud, que es una excelencia, fluctúa la honestidad.

La virtud eleva sobre la moral corriente: implica cierta aristocracia del corazón, propia del talento moral; el virtuoso se anticipa a alguna forma de perfección futura y le sacrifica los automatismos consolidados por el hábito.

El honesto, en cambio, es pasivo, circunstancia que le asigna un nivel moral superior al vicioso, aunque permanece por debajo de quien practica activamente alguna virtud y orienta su vida hacia algún ideal. Limitándose a respetar los prejuicios que le asfixian, mide la moral con el doble decímetro que usan sus iguales, a cuyas fracciones resultan irreducibles las tendencias inferiores de los encanallados y las aspiraciones conspicuas de los virtuosos.

Si no llegara a asimilar los prejuicios, hasta saturarse de ellos, la sociedad le castigaría como delincuente por su conducta deshonesta: si pudiera sobreponérseles, su talento moral ahondaría surcos dignos de imitarse. La mediocridad está en no dar escándalo ni servir de ejemplo.

El hombre honesto puede practicar acciones cuya indignidad sospecha, toda vez que a ello se sienta constreñido por la fuerza de los prejuicios, que son obstáculos con que los hábitos adquiridos estorban a las variaciones nuevas. Los actos que ya son malos en el juicio original de los virtuosos, pueden seguir siendo buenos ante la opinión colectiva. El hombre superior practica la virtud tal como la juzga, eludiendo los prejuicios que acoyundan a la masa honesta; el mediocre sigue llamando bien a lo que ya ha dejado de serlo, por incapacidad de entrever el bien del porvenir. Sentir con el corazón de los demás equivale a pensar con cabeza ajena.

La virtud suele ser un gesto audaz, como todo lo original; la honestidad es un uniforme que se endosa resignadamente. El mediocre teme a la opinión pública con la misma obsecuencia con que el zascandil teme al infierno; nunca tiene la osadía de ponerse en contra de ella, y menos cuando la apariencia del vicio es un peligro ínsito en toda virtud no comprendida. Renuncia a ella por los sacrificios que implica.

Olvida que no hay perfección sin esfuerzo: sólo pueden mirar al sol de frente los que osan clavar su pupila sin temer la ceguera. Los corazones menguados no cosechan rosas en su huerto, por temor a las espinas; los virtuosos saben que es necesario exponerse a ellas para recoger las flores mejor perfumadas.

El honesto es enemigo del santo, como el rutinario lo es del genio; a éste le llama "loco" y al otro lo juzga "amoral". Y se explica: los mide con su propia medida, en que ellos no caben. En su diccionario, "cordura" y "moral" son los nombres que él reserva a sus propias cualidades. Para su moral de sombras, el hipócrita es honesto; el virtuoso y el santo, que la exceden, parécenle "amorales", y con esta calificación les endosa veladamente cierta inmoralidad...

Hombres de pacotilla, diríanse hechos con retazos de catecismos y con sobras de vergüenza: el primer oferente los puede comprar a bajo precio. A menudo mantiénense honestos por conveniencia; algunas veces por simplicidad, si el prurito de la tentación no inquieta su tontería. Enseñan que es necesario ser como los demás; ignoran que sólo es virtuoso el que anhela ser mejor. Cuando nos dicen al oído que renunciemos al ensueño e imitemos al rebaño, no tienen valor de aconsejarnos derechamente la apostasía del propio ideal para sentarnos a rumiar la merienda común.

La sociedad predica: "no hagas mal y serás honesto". El talento moral tiene otras exigencias: "persigue una perfección y serás virtuoso". La honestidad está al alcance de todos; la virtud es de pocos elegidos. El hombre honesto aguanta el yugo a que le uncen sus cómplices; el hombre virtuoso se eleva sobre ellos con un golpe de ala.

La honestidad es una industria; la virtud excluye el cálculo. No hay diferencia entre el cobarde que moder a sus acciones por miedo al castigo y el codicioso que las activa por la esperanza de una recompensa; ambos llevan en partida doble sus cuentas corrientes con los prejuicios sociales. El que tiembla ante un peligro o persigue una prebenda es indigno de nombrar la virtud: por ésta se arriesgan a la proscripción o la miseria. No diremos por eso que el virtuoso es infalible. Pero la virtud implica una capacidad de rectificaciones espontáneas, el reconocimiento leal de los propios errores como una lección para sí mismo y para los demás, la firme rectitud de la conducta ulterior. El que paga una culpa con muchos años de virtud, es como si no hubiera pecado: se purifica. En cambio, el mediocre no reconoce sus yerros ni se avergüenza de ellos, agravándolos con el impudor, subrayándolos con la reincidencia, duplicándolos con el aprovechamiento de los resultados.

Predicar la honestidad sería excelente si ella no fuera un renunciamiento a la virtud, cuyo norte es la perfección incesante. Su elogio empaña el culto de la dignidad y es la prueba más segura del descenso moral de un pueblo. Encumbrando al intérlope se afrenta al severo; por el tolerable se olvida al ejemplar. Los espíritus acomodaticios llegan a aborrecer la firmeza y la lealtad a fuerza de medrar con el servilismo y la hipocresía.

Admirar al hombre honesto es rebajarse; adorarlo es envilecerse. Stendhal reducía la honestidad a una simple forma de miedo; conviene agregar que no es un miedo al mal en sí mismo, sino a la reprobación de los demás; por eso es compatible con una total ausencia de escrúpulos para todo acto que no tenga sanción expresa o pueda permanecer ignorado. "J'ai vu le fond de ce qu'on appelle les honnétes gens: c'est hideux", decía Talleyrand, preguntándose qué sería de tales sujetos si el interés o la pasión entraran en juego. Su temor del vicio y su impotencia para la virtud se equivalen. Son simples beneficiarios de la mediocridad moral que les rodea. No son asesinos, pero no son héroes; no roban, pero no dan media capa al desvalido; no son traidores, pero no son leales; no asaltan en descubierto, pero no defienden al asaltado; no violan vírgenes, pero no redimen caídas; no conspiran contra la sociedad, pero no cooperan al común engrandecimiento.

Frente a la honestidad hipócrita -propia de mentes rutinarias y de caracteres domesticados-, existe una heráldica moral cuyos blasones son la virtud y la santidad. Es la antítesis de la tímida obsecuencia a los prejuicios que paraliza el corazón de los temperamentos vulgares y degenera en esa apoteosis de la frialdad sentimental que caracteriza la irrupción de todas las burguesías. La virtud quiere fe, entusiasmo, pasión, arrojo: de ellos vive. Los quiere en la intención y en las obras. No hay virtud cuando los actos desmienten las palabras, ni cabe nobleza donde la intención se arrastra. Por eso la mediocridad moral es más nociva en los hombres conspicuos y en las clases privilegiadas. El sabio que traiciona su verdad, el filósofo que vive fuera de su moral y el noble que deshonra su cuna, descienden a la más ignominiosa de las villanías; son menos disculpables que el truhán encenagado en el delito. Los privilegios de la cultura y del nacimiento imponen al que los disfruta una lealtad ejemplar para consigo mismo. La nobleza que no está en nuestro afán de perfección es inútil que perdure en ridículos abolengos y pergaminos; noble es el que revela en sus actos un respeto por su rango y no el que alega su alcurnia para justificar actos innobles. Por la virtud, nunca por la honestidad, se miden los valores de la aristocracia moral.

III. LOS TRÁNSFUGAS DE LA HONESTIDAD

Mientras el hipócrita merodea en la penumbra, el inválido moral se refugia en la tiniebla. En el crepúsculo medra el vicio, que la mediocridad ampara; en la noche irrumpe el delito, reprimido por leyes que la sociedad forja. Desde la hipocresía consentida hasta el crimen castigado, la transición es insensible; la noche se incuba en el crepúsculo. De la honestidad convencional se pasa a la infamia gradualmente, por matices leves y concesiones sutiles. En eso está el peligro de la conducta acomodaticia y vacilante.

Los tránsfugas de la moral son rebeldes a la domesticación; desprecian la prudente cobardía de Tartufo. Ignoran su equilibrismo, no saben simular, agreden los principios consagrados; y como la sociedad no puede tolerarlos sin comprometer su propia existencia, ellos tienden sus guerrillas contra ese mismo orden de cosas cuya custodia obsesiona a los mediocres.

Comparado con el inválido moral, el hombre honesto parece una alhaja. Esa distinción es necesaria; hay que hacerla en su favor, seguros de que él la reputará honrosa. Si es incapaz de ideal, también lo es de crimen desembozado; sabe disfrazar sus instintos, encubre el vicio, elude el delito penado por las leyes. En los otros, en cambio, toda perversidad brota a flor de piel, como una erupción pustulosa; son incapaces de sostenerse en la hipocresía, como los idiotas lo son de embalsarse en la rutina. Los honestos se esfuerzan por merecer el purgatorio; los delincuentes se han decidido por el infierno embistiendo sin escrúpulos ni remordimientos contra la armazón de prejuicios y leyes que la sociedad les opone.

Cada agregado humano cree que "la" verdadera moral es "su moral", olvidando que hay tantas como rebaños de hombres. Se es infame, vicioso, honesto o virtuoso, en el tiempo y en el espacio. Cada "moral" es una medida oportuna y convencional de los actos que constituyen la conducta humana; no tiene existencia esotérica, como no la tendría la "sociedad" abstractamente considerada.

Sus cánones son relativos y se transforman obedeciendo al enmarañado determinismo de la evolución social. En cada ambiente y en cada época existe un criterio medio que sanciona como buenos o malos, honestos o delictuosos, permitidos o inadmisibles, los actos individuales que son útiles o nocivos a la vida colectiva. En cada momento histórico ese criterio es la subestructura de la moral, variable siempre.

Los delincuentes son individuos incapaces de adaptar su conducta a la moralidad media de la sociedad en que viven. Son inferiores; tienen el "alma de la especie", pero no adquieren el "alma social". Divergen de la mediocridad, pero en sentido opuesto a los hombres excelentes, cuyas variaciones originales determinan una desadaptación evolutiva en el sentido de la perfección.

Son innúmeros. Todas las formas corrosivas de la degeneración desfilan en ese calidoscopio, como si al conjuro de un maléfico exorcismo se convirtieran en pavorosa realidad los más sórdidos ciclos de un infierno dantesco: parásitos de la escoria social, fronterizos de la infamia, comensales del vicio y de la deshonra, tristes que se mueven acicateados por sentimientos anormales, espíritus que sobrellevan la fatalidad de herencias enfermizas y sufren la carcoma inexorable de las miserias ambientes.

Irreductibles e indomesticables, aceptan como un duelo permanente la vida en sociedad. Pasan por nuestro lado impertérritos y sombríos, llevando sobre sus frentes fugitivas el estigma de su destino involuntario y en los mudos labios la mueca oblicua del que escruta a sus semejantes con ojo enemigo. Parecen ignorar que son las víctimas de un complejo determinismo, superior a todo freno ético; súmanse en ellos los desequilibrios transfundidos por una herencia malsana, las deformes configuraciones morales plasmadas en el medio social y las mil circunstancias ineludibles que atraviésanse al azar en su existencia. La ciénaga en que chapalean su conducta asfixia los gérmenes posibles de todo sentido moral, desarticulando los últimos prejuicios que los vinculan al solidario consocio de los mediocres. Viven adaptados a una moral aparte, con panoramas de sombrías perspectivas, esquivando los valores luminosos y escurriéndose entre las penumbras más densas; fermentan en el agitado aturdimiento de la grandes ciudades modernas, retoñan en todas las grietas del edificio social y conspiran sordamente contra su estabilidad, ajenos a las normase de conducta características del hombre mediocre, eminentemente conservador y disciplinado. La imaginación nos permite alinear sus torvas siluetas sobre un lejano horizonte donde la lobreguez crepuscular vuelca sus tonos violentos de oro y de púrpura, de incendio y de hemorragia: desfile de macabra legión que marcha atropelladamente hacia la ignominia.

En esa pléyade anormal culminan los fronterizos del delito, cuya virulencia crece por su impunidad ante la ley.

Su débil sentido moral les impide conservar intachable su conducta, sin caer por ello en plena delincuencia: son los imbéciles de la honestidad, distintos del idiota moral que rueda a la cárcel. No son delincuentes. pero son incapaces de mantenerse honestos; pobres espíritus de carácter claudicante y voluntad relajada, no saben poner vallas seguras a los factores ocasionales, a las sugestiones del medio, a la tentación del lucro fácil, al contagio imitativo. Viven solicitados por tendencias opuestas, oscilando entre el bien y el mal, como el asno de Buridán. Son caracteres conformados minuto por minuto en el molde inestable de las circunstancias. Ora son auxiliares a medias por incapacidad de ejecutar un plan completo de conducta antisocial, ora tienen suficiente astucia y previsión para llegar al borde mismo del manicomio y de la cárcel, sin caer. Estos sujetos de moralidad incompleta, larvada, accidental o alternante, representan las etapas de la transición entre la honestidad y el delito. la zona de interferencia entre el bien y el mal, socialmente considerados. Carecen del equilibrismo oportunista que salva del naufragio a otros mediocres.

Un estigma irrevocable impídeles conformar sus sentimientos a los criterios morales de su sociedad. En algunos es producto del temperamento nativo; pululan en las cárceles y viven como enemigos dentro de la sociedad que los hospeda. En muchos la degeneración moral es adquirida, fruto de la educación; en ciertos casos deriva de la lucha por la vida en un medio social desfavorable a su esfuerzo; son mediocres desorganizados, caídos en la ciénaga por obra del azar, capaces de comprender su desventura y avergonzarse de ella, como la fiera que ha errado el salto. En otros hay una inversión de los valores éticos, una perturbación del juicio que impide medir el bien y el mal con el cartabón aceptado por la sociedad: son invertidos morales; ineptos para estimar la honestidad y el vicio. Inestables hay, por fin, cuyo carácter revela una ausencia de sólidos cimientos que los aseguren contra el oscilante vaivén de los apremios materiales y la alternativa inquietante de las tentaciones deshonestas. Esos inválidos no sienten la coerción social; su moralidad inferior bordejea en el vicio hasta el momento de encallar en el delito.

Estos inadaptables son moralmente inferiores al hombre mediocre. Sus matices son variados: actúan en la sociedad como los insectos dañinos en la naturaleza.

El rebaño teme a esos violadores de su hipocresía. Los prudentes no les perdonan el impudor de su infamia y organizan contra ellos una compleja armazón defensiva de códigos, jueces y prestigios; a través de siglos y de siglos su esfuerzo ha sido ineficaz. Constituyen una horda extranjera y hostil dentro de su propio terruño, audaz en la asechanza, embozada en el procedimiento, infatigable en la tramitación aleve de sus programas trágicos. Algunos confían su vanidad al filo de la cuchilla subrepticia, siempre alerta para blandirla con fulgurante presteza contra el corazón o la espalda; otros deslizan furtivamente su ágil garra sobre el oro o la lema que estimulan su avidez con seducciones irresistibles; éstos violentan, como infantiles juguetes, los obstáculos con que la prudencia del burgués custodia el tesoro acumulado en interminables etapas de ahorro y de sacrificio; aquéllos denigran vírgenes inocentes para lucrar, ofreciendo los encantos de su cuerpo venusto a la insaciable lujuria de sensuales y libertinos; muchos succionan la entraña de la miseria, en inverosímiles aritméticas de usura, como tenias solitarias que nutren su inextinguible voracidad en los jugos icorosos del intestino social enfermo; otros captan conciencias inexpertas para explotar los riquísimos filones de la ignorancia y el fanatismo. Todos son equivalentes en el desempeño de su parasitaria función antisocial, idénticos en la inadaptación de sus sentimientos más elementales. Converge en ellos una inveterada promiscuación de instintos y de perversiones que hace de cada conciencia una pústula, arrastrándolos a malvivir del vicio y del delito.

Sea cual fuere, sin embargo, la orientación de su inferioridad biológica o social, encontramos una pincelada común en todos los hombres que están bajo el nivel de la mediocridad: la ineptitud constante para adaptarse a las condiciones que, en cada colectividad humana, limitan la lucha por la vida. Carecen de la aptitud que permite al hombre mediocre imitar los prejuicios y las hipocresías de la sociedad en que vegeta.

IV. FUNCIÓN SOCIAL DE LA VIRTUD

La honestidad es una irritación; la virtud es una originalidad. Solamente los virtuosos poseen talento moral y es obra suya cualquier ascenso hacia la perfección; el rebaño se limita a seguir sus huellas, incorporando a la honestidad trivial lo que fue antes virtud de pocos. Y siempre rebajándola.

Hemos distinguido al delincuente del honesto. Insistimos en que su honestidad no es la virtud; él se esfuerza por confundirlas, sabiendo que la segunda le es inaccesible. La virtud es otra cosa. Es activa; excede infinitamente en variedad, en derechez, en coraje, a las prácticas rutinarias que libran de la infamia o de la cárcel.

Ser honesto implica someterse a las convenciones corrientes; ser virtuoso significa a menudo ir contra ellas, exponiéndose a pasar como enemigo de toda moral el que lo es solamente de ciertos prejuicios inferiores. Si el sereno ateniense hubiera adulado a sus conciudadanos, la historia helénica no estaría manchada por su condena y el sabio no habría bebido la cicuta; pero no sería Sócrates. Su virtud consistió en resistir los prejuicios de los demás. Si pudiéramos vivir entre dignos y santos, la opinión ajena podría evitarnos tropiezos y caídas; pero es cobardía, viviendo entre atartufados, rebajarse al común nivel por miedo a atraer sus iras. Hacer como todos puede implicar avenirse a lo indigno; el proceso moral tiene como condición resistir al común descanso y adelantarse a su tiempo, como cualquier otro progreso.

Si existiera una moral eterna -y no tantas morales cuantos son los pueblos- podría tomarse en serio la leyenda bíblica del árbol cargado de frutos del bien y del mal. Sólo tendríamos dos tipos de hombres: el bueno y el malo, el honesto y el deshonesto, el normal y el inferior, el moral y el inmoral. Pero no es así. Los juicios del valor se transforman: el bien de hoy puede haber sido el mal de ayer, el mal de hoy puede ser el bien de mañana. Y viceversa.

No es el hombre moralmente mediocre -el honesto- quien determina las transformaciones de la moral.

Son los virtuosos y los santos, inconfundibles con él. Precursores, apóstoles, mártires, inventan formas superiores del bien, las enseñan, las predican, las imponen. Toda moral futura es un producto de esfuerzos individuales, obra de caracteres excelentes que conciben y practican perfecciones inaccesibles al hombre común. En eso consiste el talento moral, que forja la virtud, y el genio moral, que implica la santidad. Sin estos hombres originales no se concebiría la transformación de las costumbres: conservaríamos los sentimientos y pasiones de los primitivos seres humanos. Todo ascenso moral es un esfuerzo del talento virtuoso hacia la perfección futura; nunca inerte condescendencia para con el pasado, ni simple acomodación al presente.

La evolución de las virtudes depende de todos los factores morales e intelectuales. El cerebro suele anticiparse al corazón; pero nuestros sentimientos influyen más intensamente que nuestras ideas en la formación de los criterios morales. El hecho es más notorio en las sociedades que en los individuos. Ha podido afirmarse que, si resucitase un griego o un romano, su cerebro permanecería atónito ante nuestra cultura intelectual, pero su corazón podría latir al unísono con muchos corazones contemporáneos. Sus ideas sobre el universo, el hombre y las cosas contrastarían con las nuestras, pero sus sentimientos ajustaríanse en gran parte a las palpitaciones del sentir moderno. En un sigo cambian las ideas fundamentales de la ciencia y la filoso fía: los sentimientos centrales de la moral colectiva sólo sufren leves oscilaciones, porque los atributos biológicos de la especie humana varían lentamente. Nos fuerzan a sonreír los conocimientos infantiles de los clásicos; pero sus sentimientos nos conmueven, sus virtudes nos entusiasman, sus héroes nos admiran y nos parecen honrados por los mismos atributos que hoy nos harían honrarlos. Entonces, como ahora, los hombres ejemplares, aunque de ideas opuestas, practicaban análogas virtudes frente a los hipócritas de su tiempo. El fondo varía poco; lo que se transmuta incesantemente es la forma, el juicio de valor que le confiere fuerza ética.

Hay, sin embargo, un progreso moral colectivo. Muchos dogmatismos, que antes fueron virtudes, son juzgados más tarde como prejuicios. En cada momento histórico coexisten virtudes y prejuicios; el talento moral practica las primeras; la honestidad se aferra a los segundos. Los grandes virtuosos, cada uno a su modo, combaten por lo mismo, en la forma que su cultura y su temperamento les sugieren. Aunque por distintos caminos. y partiendo de premisas racionales antagónicas, todos se proponen mejorar al hombre: son igualmente enemigos de los vicios de su tiempo.

Los virtuosos no igualan a los santos; la sociedad opone demasiados obstáculos a sus esfuerzos. Pensar la perfección no implica practicarla totalmente; basta el firme propósito de marchar hacia ella. Los que piensan como profetas pueden verse obligados a proceder como filisteos en muchos de sus actos. La virtud es una tensión real hacia lo que se concibe como perfección ideal.

El progreso ético es lento, pero seguro. La virtud arrastra y enseña; los honestos se resignan a imitar alguna parte de las excelencias que practican los virtuosos. Cuando se afirma que somos mejores que nuestros abuelos, .sólo quiere expresarse que lo somos ante nuestra moral contemporánea. Fuera más exacto decir que diferimos de ellos. Sobre las necesidades perennes de la especie, organízanse conceptos de perfección que varían a través de los tiempos; sobre las necesidades transitorias de cada sociedad se elabora el arquetipo de virtud más útil a su progreso. Mientras el ideal absoluto permanece indefinido y ofrece escasas oscilaciones en el curso de siglos enteros, el concepto concreto de las virtudes se va plasmando en las variaciones reales de la vida social; los virtuosos ascienden por mil senderos hacia cumbres que se alejan, sin cesar, hacia el infinito.

Cada uno de los sentimientos útiles para la vida humana engendra una virtud, una norma de talento moral. Hay filósofos que meditan durante largas noches insomnes, sabios que sacrifican su vida en los laboratorios, patriotas que mueren por la libertad de sus conciudadanos, altivos que renuncian todo favor que tenga por precio su dignidad, madres que sufren la miseria custodiando el honor de sus hijos. El hombre mediocre ignora esas virtudes; se limita a cumplir las leyes por temor a las penas que amenazan a quien las viola, guardando la honra por no arrastrar las consecuencias de perderla.


V. LA PEQUEÑA VIRTUD Y EL TALENTO MORAL

Así como hay una gama de intelectos, cuyos tonos fundamentales son la inferioridad, la mediocridad y el talento -aparte del idiotismo y el genio, que ocupan sus extremos-, hay también una jerarquía moral representada por términos equivalentes. En el fondo de esas desigualdades hay una profunda heterogeneidad de temperamentos. La conformación a los catecismos ajenos resulta fácil para los hombres débiles, crédulos, timoratos, sin grandes deseos, sin pasiones vehementes, sin necesidad de independencia, sin irradiación de su personalidad; es inconcebible, en cambio, en las naturalezas idealistas y fuertes, capaces de pasiones vivas, bastante intelectuales para no dejarse engañar por la mentira de los demás. Aquéllos no sufren por la coacción moral del rebaño, pues la hipocresía es su clima propicio; éstos sufren, luchando entre sus inclinaciones superiores y el falseado concepto del deber que impone la sociedad. Se ajustan a él los hombres honestos, pero nunca se le esclaviza el hombre moralmente superior. "Puede acordársele -dice Remy de Gourmont- el valor de una moda a la que uno se resigna por no llamar la atención, pero sin interesar el ser íntimo y sin hacerle ningún sacrificio profundo". En esa disconformidad con la hipocresía colectivamente organizada consiste la virtud, que es individual, a la contra de sus caricaturas colectivas: en la caridad y en la beneficencia mundanas la miseria de los corazones tristes alimenta la vanidad de los cerebros vacíos.

Los temperamentos capaces de virtud difieren por su intensidad. El primer germen de perfección moral se manifiesta en una decidida preferencia por el bien: haciéndolo, enseñándolo, admirándolo. La bondad es el primer esfuerzo hacia la virtud; el hombre bueno, esquivo a las condescendencias permitidas por los hipócritas, lleva en sí una partícula de santidad. El "buenismo" es la moral de los pequeños virtuosos; su prédica es plausible, siempre que enseñe a evitar la cobardía, que es su peligro. Algunos excesos de bondad no podrían distinguirse del envilecimiento; hay falta de justicia en la moral del perdón sistemático. Está bien perdonar una vez y sería inicuo no perdonar ninguna; pero el que perdona dos veces se hace cómplice de los malvados. No sabemos qué hubiera hecho Cristo si le hubiesen abofeteado la segunda mejilla que ofreció al que le afrentaba la primera: los escolásticos prefieren no discutir este problema.

Enseñemos a perdonar; pero enseñemos también a no ofender. Sería más eficiente. Enseñémoslo con el ejemplo, no ofendiendo. Admitamos que la primera vez se ofende por ignorancia; pero creamos que la segunda suele ser por villanía. El mal no se corrige con la complacencia o la complicidad; es nocivo como los venenos y debe oponérsele antídotos eficaces: la reprobación y el desprecio.

Mientras los hipócritas recetan la austeridad, reservando la indulgencia para sí mismos, los pequeños virtuosos prefieren la práctica del bien a su prédica; evitan los sermones y enaltecen su propia conducta. Para el prójimo encuentran una disculpa, en la debilidad humana o en la tentación del medio: "tout comprendre c'est tout pardonner"; sólo son severos consigo mismos. Nunca olvidan sus propias culpas y errores; y si no justifican las ajenas, tampoco se preocupan de atormentarlas con su odio, pues saben que el tiempo las castiga fatalmente, por esa gravitación que abisma a los perversos como si fueran globos desinflados. Su corazón es sensible a las pulsaciones de los demás, abriéndose a toda hora para adulcir las penas de un desventurado y previniendo sus necesidades para ahorrarle la humillación de pedir ayuda; hacen siempre todo lo que pueden, poniendo en ello tal afán que trasluce el deseo de haber hecho más y mejor. Aprueban y estimulan cualquier germen de cultura, prodigando su aplauso a toda idea original y compadeciendo a los ignorantes sin reproches inoportunos: su cordialidad sincera con los espíritus humildes no está corroída por la urbanidad convencional.

Esas pequeñas virtudes son usuales, de aplicación frecuente, cotidiana; sirven para distinguir al bueno del mediocre y difieren tanto de la honestidad como el buen sentido difiere del sentido común. Importan una elevación sobre la mediocridad; los que saben practicarlas merecen los elogios que tan pródigamente se les tributan. Desde Platón y Plutarco está hecha su apología; ello no impide su asidua reiteración por escritores que glosan en estilo menos decisivo la socorrida frase de Hugo: "Il se fait beaucoup de grandes actions dans les petites luttes. Il y a des bravoures opiniatres et ignorées qui se défendent pied á pied dans l'ombre contre l'envahissement fatal des nécessités. Noble et mistérieux triomphe qu'aucun regard ne voit, qu'aucune renommée ne paye, qu'aucune fanfare ne salue. La vie, le malheur, l'isolement, l'abandon, la pauvreté, sont des champs de bataille que ont leurs héros; héros obscurs plus grands parfois que les héros ilustres".[2]

No olvidemos, sin embargo, que esas virtudes son pequeñas; es grave error oponerlas a las grandes. Ellas revelan una loable tendencia, pero no pueden compararse con el asiduo celo de perfección que convierte la bondad en virtud. Para esto se requiere cierta intelectualidad superior; las mentes exiguas no pueden concebir un gesto trascendente y noble, ni sabría ejecutarlo un carácter amorfo. A los que dicen: "no hay tonto malo", podría respondérseles que la incapacidad de mal no es bondad. Aún está por resolverse el antiguo litigio que proponía elegir entre un imbécil bueno y un inteligente malo; pero está seguramente resuelto que la imbecilidad no es una presunción de virtud, ni la inteligencia lo es de perversidad. Ello no impide que muchos necios protesten contra el ingenio y la ilustración, glosando la paradoja de Rousseau, hasta inferir de ella que la escuela puebla las cárceles y que los hombres más buenos son los torpes e ignorantes.

Mentira. Burda patraña esgrimida contra la dignificación humana mediante la instrucción pública, requisito básico para el enaltecimiento moral.

Sócrates enseñó -hace de esto algunos años- que la Ciencia y la Virtud se confunden en una sola y misma resultante: la Sabiduría. Para hacer el bien. basta verlo claramente; no lo hacen los que no lo ven; nadie sería malo sabiéndolo. El hombre más inteligente y más ilustrado puede ser el más bueno; "puede" serlo, aunque no siempre lo sea. En cambio, el torpe y el ignorante no pueden serlo nunca, irremisiblemente.

La moralidad es tan importante como la inteligencia en la composición global del carácter. Los más grandes espíritus son los que asocian las luces del intelecto con las magnificencias del corazón. La "grandeza del alma" es bilateral. Son raros esos talentos completos; son excepcionales esos genios. Los hombres excelentes brillan por esta o aquella aptitud, sin resplandecer en todas; hay asimismo talentos en algún género intelectual, que no lo son en virtud alguna, y hombres virtuosos que no asombran por sus dotes intelectuales.

Ambas formas de talento, aunque distintas y cada una multiforme, son igualmente necesarias y merecen el mismo homenaje. Pueden observarse aisladas; suelen germinar al unísono en hombres extraordinarios. Aisladas valen menos. La virtud es inconcebible en el imbécil y el ingenio es infecundo en el desvergonzado. La subordinación de la moralidad a la inteligencia es un renunciamiento de toda dignidad; el más ingenioso de los hombres sería detestable cuando pusiera su ingenio al servicio de la rutina, del prejuicio o del servilismo; sus triunfos serían su vergüenza, no su gloria. Por eso dijo Cicerón, ha muchos siglos: "Cuanto más fino y culto es un hombre, tanto más repulsivo y sospechoso se vuelve si pierde su reputación le honesto". (‘’De offic’’. II, 9). Verdad es que el tiempo perdona algunas culpas a los genios y a los héroes, capaces de exceder con el bien que hacen el mal que no dejaren de hacer; pero ellos son excepciones raras y en vida habría que medirlos con el criterio de la posteridad: la trascendente magnitud de su obra.

Esas nociones suprimen algunos problemas inocentes, como el de fallar si son preferibles los que crean, inventan y perfeccionan en las ciencias y en las artes, o los que poseen un admirable conjunto de energías morales que impulsan a jugar el porvenir y la vida en defensa de la dignidad y la justicia. Entre los talentos intelectuales y los talentos morales, estos últimos suelen ser preferidos con razón, conceptuándolos más necesarios. "El talento superior es el talento moral", ha escrito Smiles, glosando al inagotable Mr. de la Palisse. De este parangón está excluido a priori el hombre mediocre, pues sólo tiene rutinas en el cerebro y prejuicios en el corazón.

La apoteosis del tonto bueno encamínase, evidentemente, a protestar, como lo hacía Cicerón, contra los que pretenden consentir al ingenio un absurdo derecho a la inmoralidad. El sistema es equívoco; igualmente injusto sería desacreditar a los santos más ejemplares fundándose en que existen simuladores de la virtud.

Es capcioso oponer el ingenio y la moral, como términos inconciliables. ¿Sólo podría ser virtuoso el rutinario o el imbécil? ¿Sólo podría ser ingenioso el deshonesto o el degenerado? La humanidad debiera sonrojarse ante estas preguntas. Sin embargo, ellas son insinuadas por catequistas que adulan a los tontos; buscando el éxito ante su número infinito. El sofisma es sencillo. De muchos grandes hombres se cuentan anomalías morales o de carácter, que no suelen contarse del mediocre o del imbécil; luego, aquéllos son inmorales y éstos son virtuosos.

Aunque las premisas fuesen exactas, la conclusión sería ilegítima. Si se concediera -y es mentira- que los grandes ingenios son forzosamente inmorales, no habría por qué otorgar a los imbéciles el privilegio de la virtud, reservado al talento moral.

Pero la premisa es falsa. Si se cuentan desequilibrios de los genios y no de los papanatas, no es porque éstos sean faros de virtud, sino por una razón muy sencilla: la historia solamente se ocupa de los primeros ignorando a los segundos. Por un poeta alcoholista hay diez millonesa de lechuguinos que beben como él; por un filósofo uxorcida hay cien mil uxoricidas que no son filósofos; por un sabio experimentador, cruel con un perro o una rana, hay una incontable cohorte de cazadores que le aventajan en impiedad. ¿Y qué dirá la historia? Hubo un poeta alcoholista, un filósofo uxoricida y un sabio cruel; los millones de anónimos no tienen biografía. Moreau de Tours equivocó el rumbo; Lombroso se extravió; Nordau hizo de la cuestión una simple polémica literaria. No comulguemos con ruedas de molino; la premisa es falsa. Los que hemos visitado cien cárceles podemos asegurar que había en ellas cincuenta mil hombres de inteligencia inferior, junto a cinco o veinte hombres de talento. No hemos visto un solo hombre de genio.

Volvamos al sano concepto socrático, hermanando la virtud y el ingenio, aliados antes que adversarios. Una elevada inteligencia es siempre propicia al talento moral y éste es la condición misma de la virtud. Sólo hay una cosa más vasta, ejemplar, magnífica, el golpe de ala que eleva hacia lo desconocido hasta entonces, remontándonos a las cimas eternas de esta aristocracia moral: son los genios que enseñan virtudes no practicadas hasta la hora de sus profecías o que practican las conocidas con intensidad extraordinaria. Si un hombre encarrila en absoluto su vida hacia un ideal, eludiendo o constatando todas las contingencias materiales que contra él conspiran, ese hombre se eleva sobre el nivel mismo de las más altas virtudes. Entra en la santidad.

VI. EL GENIO MORAL: LA SANTIDAD

La santidad existe: los genios morales son los santos de la humanidad. La evolución de los sentimientos colectivos, representados por los conceptos de bien y de virtud, se opera por intermedio de hombres extraordinarios. En ellos se resume o polariza alguna tendencia inmanente del continuo devenir moral. Algunos legislan y fundan religiones, como Manú, Confucio, Moisés y Buda, en civilizaciones primitivas, cuando los Estados son teocracias; otros predican y viven su moral, como Sócrates, Zenón o Cristo, confiando la suerte de sus nuevos valores a la eficacia del ejemplo; los hay, en fin, que transmutan racionalmente las doctrinas, como Antistenes, Epicuro o Spinoza. Sea cual fuere el juicio que a la posteridad merezcan sus enseñanzas, todos ellos son inventores, fuerzas originales en la evolución del bien y del mal, en la metamorfosis de las virtudes. Son siempre hombres de excepción, genios, los que la enseñan. Los talentos morales perfeccionan o practican de manera excelente esas virtudes por ellos creadas; los mediocres morales se concretan a imitarlas tímidamente.

Toda santidad es excesiva, desbordante, obsesionadora, obediente, incontrastable: es genio. Se es santo por temperamento y no por cálculo, por corazonadas firmes más que por doctrinarismos racionales: así lo fueron casi todos. La inflexible rigidez del profeta o del apóstol, es simbólica; sin ella no tendríamos la iluminada firmeza del virtuoso ni la obediencia disciplinada del honesto. Los santos no son los factores prácticos de la vida social, sino las masas que imitan débilmente su fórmula. No fue Francisco un instrumento eficaz de la beneficencia, virtud cristiana que el tiempo reemplazará por la solidaridad social: sus efectos útiles son producidos por innumerables individuos que serían incapaces de practicarla por iniciativa propia, pero que del exaltado arquetipo reciben sugestiones, tendencias y ejemplos, graduándolos, difundiéndolos. El santo de Asís muere de consunción, obsesionado por su virtud. sin cuidarse de si mismo, y entrega su vida a su ideal; los mediocres que practican la beneficencia por él practicada cumplen una obligación, tibiamente, sin perturbar su tranquilidad en holocausto a los demás.

La santidad crea o renueva. "La extensión y el desarrollo de los sentimientos sociales y morales -dijo Eibot- se han producido lentamente y por obra de ciertos hombres que merecen ser llamados inventores en moral. Esta expresión puede sonar extrañamente a ciertos oídos de gente imbuida de la hipótesis de un conocimiento del bien y del mal innato, universal, distribuido a todos los hombres y en todos los tiempos. Si en cambio se admite una moral que se va haciendo, es necesario que ella sea la creación, el descubrimiento de un individuo o de un grupo. Todo el mundo admite inventores en geometría, en música, en las artes plásticas. o mecánicas; pero también ha habido hombres que por sus disposiciones naturales eran muy superiores a sus contemporáneos y han sido promotores, iniciadores. Es importante observar que la concepción teórica de un ideal moral más elevado, de una etapa a pasar, no basta; se necesita una emoción poderosa que haga obrar y, por contagio, comunique a los otros su propio élan. El avance es proporcional a lo que se siente y no a lo que se piensa".

Por eso el genio moral es incompleto mientras, no actúa; la simple visión de ideales magníficos no implica la santidad, que está en el ejemplo, más bien que en la doctrina, siempre que implique creación original. Los titulados santos de ciertas religiones rara vez son creadores son simples virtuosos o alucinados, a quienes el interés del culto y la política eclesiástica han atribuido una santidad nominal. En la historia del sentimiento religioso sólo son genios los que fundan o transmutan, pero de ninguna manera los que organizan órdenes, establecen reglas, repiten un credo, practican una norma o difunden un catecismo. El santoral católico es irrisorio. Junto a pocas vidas que merecen la hagiografía de un Fra Domenico Cavalca, muchas hay que no interesan al moralista ni al psicólogo; numerosas tientan la curiosidad de los alienistas y otras sólo revelan el interesado homenaje de los concilios al fanatismo localista de ciertos rebaños industrioso.

Pongamos más alta la santidad: donde señale una orientación inconfundible en la historia de la moral. Cada hora de la humanidad tiene un clima, una atmósfera y una temperatura, que sin cesar varían. Cada clima es propicio al florecimiento de ciertas virtudes; cada atmósfera se carga de creencias que señalan su orientación intelectual; cada temperatura marca los grados de fe con que se acentúan determinados ideales y aspiraciones. Una humanidad que evoluciona no puede tener ideales inmutables, sino incesantemente perfectibles, cuyo poder de transformación sea infinito como la vida. Las virtudes del pasado no son las virtudes del presente; los santos de mañana no serán los mismos de ayer. Cada momento de la historia requiere cierta forma de santidad que sería estéril si no fuera oportuna, pues las virtudes se van plasmando en las variaciones de la vida social.

En el amanecer de los pueblos, cuando los hombres viven luchando a brazo partido con la naturaleza avara, es indispensable ser fuertes y valientes para imponer la hegemonía o asegurar la libertad del grupo; entonces la cualidad suprema es la excelencia física y la virtud del coraje se transforma en culto de héroes, equiparados a los dioses. La santidad está en el heroísmo.

En las grandes crisis de renovación moral, cuando la apatía o la decadencia amenazan disolver un pueblo o una raza, la virtud excelente entre todas es la integridad del carácter, que permite vivir o morir por un ideal fecundo para el común engrandecimiento. La santidad está en el apostolado.

En las plenas civilizaciones más sirve a la humanidad el que descubre una nueva ley de la naturaleza, o enseña a dominar alguna de sus fuerzas, que quien culmina por su temperamento de héroe o de apóstol. Por eso el prestigio rodea a las virtudes intelectuales: la santidad está en la sabiduría.

Los ideales éticos no son exclusivos del sentimiento religioso; no lo es la virtud; ni la santidad. Sobre cada sentimiento pueden ellos florecer. Cada época tiene sus ideales y sus santos: héroes, apóstoles o sabios.

Las naciones llegadas a cierto nivel de cultura santifican en sus grandes pensadores a los portaluces y heraldos de su grandeza espiritual. Si el ejemplo supremo para los que combaten lo dan los héroes y para los que creen los apóstoles, para los que piensan lo dan los filósofos. En la moral de las sociedades que se forman, culminan Alejandro, César o Napoleón; y cuando se renuevan, Sócrates. Cristo o Bruno; pero llega un momento en que los santos se llaman Aristóteles, Bacon y Goethe. La santidad varía a compás del ideal.

Los espíritus cultos conciben la santidad en los pensadores, tan luminosa como en los héroes y en los apóstoles; en las sociedades modernas el "santo" es un anticipo visionario de teoría o profeta de hechos que la posteridad confirma, aplica o realiza. Se comprende que, a sus horas, haya santidad en servir a un ideal en los campos de batalla o desafiando la hipocresía como en los supremos protagonistas de una ‘’Iíada’’ o de un ‘’Evangelio’’; pero también es santo, de otros ideales, el poeta, el sabio o el filósofo que viven eternos en su ‘’Divina comedia’’, en su ‘’Novum organum’’ o en su ‘’Origen de las especies’’. Si es difícil mirar un instante la cara de la muerte que amenaza paralizar nuestro brazo, lo es más resistir toda una vida los principios y rutinas que amenazan asfixiar nuestra inteligencia.

Entre nieblas que alternativamente se espesan y se disipan, la humanidad asciende sin reposo hacia remotas cumbres. Los más las ignoran; pocos elegidos pueden verlas y poner allí su ideal, aspirando aproximársele. Orientadas por la exigua constelación de visionarios, las generaciones remontan desde la rutina hacia Verdades cada vez menos inexactas y desde el prejuicio hacia las Virtudes cada vez menos imperfectas. Todos los caminos de la santidad conducen hacia el punto infinito que marca su imaginaria convergencia.


Notas

[editar]
  1. Finalmente, vuestro escrúpulo es fácil de destruir:
    Estáis asegurada aquí de un pleno secreto,
    y el mal no está más que, en el ruido que se hace; el
    escándalo del mundo es lo que hace la ofensa
    y no, es pecar pecar en silencio.
  2. "Se hacen muchas grandes acciones en las pequeñas luchas, hay muchas intrepideces obstinadas e ignoradas que se defienden palrno a palmo en la sombra contra la invasión fatal de las necesidades. Noble y misterioso triunfo que ninguna mirada ve, que ninguna fama paga, que ninguna fanfarria saluda. La vida, la desgracia, la soledad, el abandono, la pobreza, son campos de batalla que tienen sus héroe; héroes oscuros algunas veces más grandes que los ilustres".