El ideal de España. Los tres dogmas nacionales
(Al aparecer en la tribuna el señor Vázquez de Mella, es acogido por una atronadora salva de aplausos.)
Señoras y señores:
Gracias rendidas, gracias de lo más íntimo del corazón por esos aplausos. Vosotros invertís, sin quererlo, el orden de las cosas, y ponéis el aplauso y la recompensa antes de la acción meritoria, y el galardón antes del triunfo, que yo no he contraído todavía. (Varias voces: Sí, sí.)
No me refiero a méritos pasados, si alguno hubiera contraído, sino a los méritos actuales en la empresa que voy a acometer esta tarde y que quisiera que estuviese a la altura de tan selecto auditorio y de la hora en que os hablo; porque son estos momentos críticos y solemnes para la Patria y para la Humanidad entera, y toda palabra que en estos instantes se pronuncie puede tener una gravedad extrema.
He de procurar que la prudencia sea mi consejera y no se aparte un momento de todo aquello que he de exponer ante vosotros; por que no sólo está la Humanidad en un instante crítico de su Historia, el más pavoroso de la Edad moderna, señalando la línea en que una Edad termina y otra comienza, sino que las consecuencias de esos hechos, que alcanzan a la Humanidad entera, no pueden quedar aisladas en otras naciones sin que repercutan en la nuestra. Por eso toda prudencia será poca para que las palabras no se conviertan en nuevos proyectiles que enciendan las almas.
Pero no quiere esto decir, de ninguna manera, que yo haya dejado a la puerta de este recinto mis ideas ni mis propósitos; que yo venga a hablar aquí con enigmas y confusiones, disfrazando las palabras y los pensamientos con nieblas. Nunca como en la hora presente es necesario exponer a la Patria con más claridad el pensamiento. Yo no vengo aquí por propio impulso, que fuera jactancia en mí: vengo por los requerimientos, no ya de amigos políticos, sino de muchos que no lo son, pero que comparten conmigo una tendencia que está por encima de todos los partidos, porque se refiere a las orientaciones futuras que ha de tener la política internacional de nuestra Patria.
Vengo aquí porque antes de hablar yo han pronunciado palabras elocuentes oradores ilustres, y lo han hecho casi todos en un cierto sentido que no puede responder más que a una determinada tendencia en el país, pero no seguramente a la más honda ni a la más fuerte.
La unión de las derechas y el programa de las izquierdas.
Habló el Conde de Romanones, habló el Sr. Maura, habló D. Melquíades Alvarez, y se refirieron lo mismo a la política interior de España que a la política exterior. Yo no voy a recoger todo lo que ellos han dicho, ni todas las alusiones que, indirectamente, al menos al referirse a extremas derechas, hayan podido dirigirme; pero he de recoger algunas brevemente, porque yo creo que la política interior de España depende de la política exterior, y, por lo tanto, no he de dar a la primera la importancia que requiere la segunda.
Así, sucintamente, me he de referir a algunos puntos culminantes formulados en esos discursos, y después he de tratar del principio fundamental que debe servir de norma a nuestras relaciones internacionales y de criterio para juzgar aquellos que yo considero objetivos permanentes de la política española.
Permitirme, pues, que brevemente me refiera a aquello que acerca de unión de las derechas y de unión de las izquierdas y del régimen y de la Constitución actual han dicho esos ilustres oradores.
Acerca de la unión de las derechas, muy pocas palabras y en una sucinta fórmula. Tratándose del orden religioso, los que como yo forman parte de esa extrema derecha aludida, no ponen condiciones: no se unen unos católicos con otros, sino todos con la Iglesia, y en ese punto ella define y nosotros obedecemos. (Muy bien; grandes aplausos.)
Si se trata de la acción social, de aquello en que principalmente se concreta ahora esa acción, los Sindicatos agrícolas y profesionales, aunque esa sea libre y haya dentro de la economía social cristiana escuelas y tendencias distintas, nosotros no ponemos obstáculo ninguno, y tendremos el mayor placer en converger con los demás en una acción de pensamiento común.
Pero cuando se trata de la acción meramente política, porque nosotros además de cristianos somos ciudadanos, y aunque se nos diera resuelta íntegramente y como nosotros deseamos la cuestión religiosa, todavía tendríamos que resolver una cuestión política, administrativa, económica, que se relaciona con todos los órdenes de la vida, en ese punto, en cuanto se refiere a la organización del Estado y a las relaciones varias que él tiene con todos los organismos sociales, en cuanto se refiere a esos múltiples problemas, nosotros, naturalmente, no estaremos conformes, ni de acuerdo, ni apoyaremos a aquellos que estén en contra de nuestro programa; pero en la medida en que a él se acerquen, o en la medida en que le combatan, así nos acercaremos nosotros, o así rechazaremos nosotros la unión con ellos.
Y hecha esta afirmación, diré poco de ese programa de las izquierdas que se presenta enfrente de las afirmaciones de las derechas.
Sabéis que con nombres diversos, desde las Cortes de Cádiz, tomando las cosas desde un poco lejos, hasta la hora presente, el anticlericalismo español no ofrece novedad ninguna: es un retoño del anticlericalismo galicano, y, con diferentes formas, no ha presentado nunca más que un programa de opresión más o menos franca a la Iglesia. Ahora se condensa en el estribillo perpetuo, constante, que ya nos aturde los oídos, que vemos en la Prensa y escuchamos en el mitin hace largos años, y que se compendia en aquellas cuatro afirmaciones: matrimonio civil, secularización del cementerio, libertad de cultos y escuela neutra; escuela neutra, secularización del cementerio, matrimonio civil y libertad de cultos. (Aplausos y risas.)
En otros países la pluralidad de cultos como un hecho social había precedido siempre a la libertad de cultos consignada como un hecho que registraba el Estado en la ley. Existía esa pluralidad de cultos en Italia, existía en Francia, existía en Bélgica, y el Estado consignaba el hecho. En España, cuando en la Constitución del 69 y en el artículo 21 quiso establecerse la libertad de cultos, como no había más culto que el católico, hubo de concederse a los extranjeros disidentes, y se añadió una segunda cláusula en que se venía a decir: Si algún español se encuentra en el caso de los extranjeros disidentes, será equiparado a ellos.
Y preguntándole a un doctrinario muy irónico y muy zumbón, uno de los padres de la Constitución del 69, el Sr. Posada Herrera, qué quería decir con esa de «si algún español», él explicaba la frase diciendo: «Si algún perdido...» (Grandes aplausos.)
Por una serie de interpretaciones arbitrarias y de Reales Ordenes, aparte del sentido iconoclasta de la Reforma, hoy se pueden poner toda clase de signos exteriores en los temples protestantes, y son los templos protestantes los únicos que se pueden establecer en España, en realidad, en competencia con los templos católicos, pues no cuento las sinagogas y mezquitas que existen en Marruecos. Aquí, fuera de algún cura renegado o de alguna institutriz extranjera, los españoles que no son católicos no profesan religión ninguna. El español, por atributo de la raza, tiende a una lógica radical y no se contiene jamás en términos medios. Un protestantismo que, por un lado, admite y afirma la revelación y la divinidad de Jesucristo, y, por otro, proclama el libre examen y pone la razón individual sobre esa revelación y esa divinidad, implica una contradicción que el entendimiento latino, y singularmente el español, rechazan.
Por esa razón aquí no hay más que una Religión que florezca y crezca: el Catolicismo, y todas las demás se extinguen y mueren, y no dejan lugar más que a un agnosticismo sombrío, o a un ateísmo más sombrío todavía. (Grandes aplausos.)
En España coexisten dos clases de Cementerios: para los creyentes y para los no creyentes, y, cosa singular, en ese programa de funeraria democrática se proclama como un principio salvador, y como solución de un problema palpitante, el que el hombre no tenga derecho a disponer de la propiedad de su cuerpo, aun que pueda disponer de todas las demás, y que no pueda pedir que una cruz esté sobre su tumba, y ésta se encuentre al lado de la de sus hermanos en la fe. Y cuando las almas, que son lo más importante, han estado separadas en la vida, y las conciencias han estado frente a frente en el hogar, ¿qué le importa, al que no cree en la vida futura, que se junten o se separen dos puñados de materia inorgánica debajo de una losa? Lo importante para el creyente es que se junten las almas, y negar el derecho sagrado a la tumba es un ataque y una tiranía, la más feroz, porque hiere a los vivos y persigue más allá del sepulcro a los muertos. Y cuando esa secularización se quiere trasladar a los matrimonios, no habría más que observar, para medir el grado de tiranía, la irritación que produciría en los hetorodoxos el hecho de que nosotros, los católicos, les exigiésemos que aceptasen nuestra fórmula canónica. Veríais entonces cómo gritaban, en nombre de la libertad de conciencia, que esa era una fórmula contraria a sus principios y a sus ideas; y cuando a la conciencia del católico se le impone una fórmula puramente laica, que su conciencia rechaza, ¡entonces tengo que aceptarla en nombre de una libertad que sólo sirve para rechazar la fórmula contraria! La mayor parte de los que propugnan la unidad y preeminencia del matrimonio laico, no practican, probablemente, más que aquel ayuntamiento con fembra de que hablaba el Arcipreste de Hita y que no tenía fórmula legal alguna. (Risas y aplausos.)
Y la escuela neutra, prólogo y pórtico de la escuela laica o atea, ¡ah!... Hay dos padres que no son católicos y cuyos hijos no son creyentes, o que los padres quieren que no lo sean, y para respetar el sagrado derecho de la conciencia de los padres y de esos hijos, es necesario que se prescinda en la escuela de toda enseñanza religiosa.
Figuraos, en sentido contrario, que se dice: la mayoría de los padres de los alumnos que van a la escuela son católicos; haced que la doctrina católica se imponga a los no creyentes; entonces viene la protesta en nombre de la libertad de conciencia. Yo he sostenido en el Parlamento, y fuera de él, la separación de escuelas, con la consiguiente separación de presupuestos, y he dicho: enseñemos los católicos en católico, y aquellos que no sean creyentes enseñen en la irreligión o en el ateísmo. Es claro que este no es mi ideal; pero acepto la hipótesis social presente, y digo: dividamos la escuela en relación con las creencias: a un lado los disidentes, a otro lado los ateos, a otro lado los creyentes: eso se practica en Alemania, aceptadlo; pero como la consecuencia inmediata sería repartir el pre supuesto de la enseñanza en proporción a los contribuyentes, y la inmensa mayoría es católica, ¡ah!, entonces se rechaza la fórmula, por que se quiere que los católicos paguen a los que no lo son, aunque sean los verdugos de la conciencia de sus hijos. (Aplausos.)
Y son esas las fórmulas de libertad con las que se va a regenerar esta Patria infeliz? ¿Y no tienen esas izquierdas otro programa que el de establecer la confusión de cementerios y la confusión de matrimonios y pedir la libertad de cultos para los que no tienen culto ninguno (risas), y amontonar a los alumnos en una escuela única, aunque estén se paradas las conciencias de los discípulos y se imponga al maestro neutro el silencio que su conciencia rechaza? Porque el maestro, en presencia de los alumnos que le preguntan por las cuestiones que se refieren al fin y al origen del hombre, que se refieren a las grandes cuestiones históricas, tendrá que permanecer impasible y callar, tendrá que violentar su con ciencia y hacer de la sinceridad una esclava de la secta.
Por eso no creo yo que con semejante programa, ya caduco, anodino, y, a fuerza de repetirlo, gastado, pueda ganarse ninguna talla importante contra la fe. ¿Y por qué no decirlo, señores, si es un hecho que cada día es más visible en nuestra historia? Si en España el catolicismo ha sido la idea directriz y suprema de nuestro pueblo, el aglutinante de todas las variedades étnicas; si él con sangre de mártires ha amasado el mismo suelo nacional; si él ha sido el motor de nuestra Historia y el cauce de los sentimientos nacionales; si ha sido la savia de todas las instituciones sociales; si la Iglesia, conforme a su jerarquía, moldeó las instituciones políticas y el orden de las clases; si ella iluminó con luces sobrenaturales el pensamiento ibérico, y encendió la llama del arte en los corazones más excelsos; si hasta aquellos que bajo otros cielos y en otras tierras recogen doctrinas e ideas extrañas y reniegan de la estirpe espiritual de su raza, cuando quieren pensar y discurrir, por la acción de esta atmósfera sobrenatural en que la Iglesia ha formado secularmente a la sociedad española, no pueden prescindir de la vocación teológica de su raza, y aunque no sean creyentes, aunque no lleven al altar el grano de incienso de la plegaria amo rosa, proclaman indirectamente el carácter nacional al poner, en forma de negación atea, la religión y la cuestión religiosa por encima de todas las cuestiones; y así, si no llevan el tributo de amor, estos teólogos invertidos, llevan el tributo del odio, pero de un odio que, por sus caracteres, resulta un homenaje involuntario a la fe de que reniegan. (Aplausos.)
Los dos sistemas: el Parlamentarismo y el Gobierno representativo.
Pero al lado de las cuestiones religiosas, esos oradores insignes han tratado las cuestiones políticas y han pintado con vivísimos colores los males de la hora presente. Y yo debo decir que entre las muchas cosas que va a liquidar la guerra actual, una de ellas, y esa será una de sus grandes ventajas, es el parlamentarismo que nosotros padecemos. (Risas.)
Decía Donoso que Dios había concedido el imperio a las razas guerreras y se lo había negado a las razas disputadoras. (Nuevas risas.) El parlamentarismo español, como repugna pro fundamente a nuestra constitución interna, es el más degradado de todos los parlamentarismos del Continente. Y el vicio no está en las personas, que no son peores que las de otras partes: el vicio radica en el sistema. Cuando se confunden aquellas dos soberanías, cuya diferencia he señalado tantas veces en el Parlamento, soberanía social, la que tiene sus órganos en todas las sociedades que se derivan de la familia, o la completan y llegan hasta la región, y la soberanía política, que se concentra en el Estado oficial; cuando esas dos soberanías se juntan en la unidad de una Constitución y de un solo Poder, como sucede en el parlamentarismo, la centralización resulta una necesidad y una consecuencia lógica del principio; y con la centralización viene la absorción de toda la política y de toda la dirección social en los partidos y en la oligarquía de los partidos. Y cuando esos partidos acaparan toda la soberanía, viene inexorablemente una consecuencia social, en la cual os suplico que reparéis un momento, porque produce los más terribles y funestos resultados.
Cuando la soberanía está concentrada en las oligarquías que forman el Estado Mayor de los partidos políticos, entonces toda dirección social está como vinculada en ellos, y los que gozan del privilegio de formar parte de esas oligarquías, tienen todas las preeminencias y derechos, y los que no forman parte de ellas o están sometidos, o están arrojados y proscritos. Y ¿qué sucede entonces? Que se ve el con traste entre los méritos ocultos en las capas inferiores de la sociedad y de las regiones, y la incapacidad que la intriga ha llevado al éxito y a las alturas del mando.
Entonces, todos los que están postergados del Poder, quieren participar de él, y al querer participar del Poder, el ingeniero, el médico, el abogado, el sacerdote, el militar, no se concretan a su especialidad ni a su esfera: todos quieren ser políticos, todos quieren tener alguna parte en el patrimonio común que está allá, en las alturas de la soberanía. Y entonces las vocaciones se tuercen; el motivo supremo, el que impera sobre todos los motivos de acción, es el goce de la soberanía política; el éxito de algunos aviva las concupiscencias de los otros, y así, torcidas las voluntades, dirigidas las vocaciones en un solo sentido, el trabajo intelectual que requería la especialidad en los diferentes órdenes de la vida, mengua, y con él menguan los entendimientos, y como las concupiscencias crecen, el enervamiento de los caracteres aumenta. Y así llegan aquellas épocas de corrupción social y política en que los más aptos, los políticos incontaminados y puros, las inteligencias elevadas y las voluntades no manchadas, se retiran de la política o son aban donados por los políticos. (Aplausos.)
Y hay hombres que, no habiéndose envenenado con ese ambiente, al ver la diferencia que hay entre el nivel social de un Parlamento corrompido que se convierte en una laguna pestilente, y el nivel moral de su conciencia, protestan airados y lanzan imprecaciones, y mal dicen el ambiente, y maldicen la laguna; pero como sus maldiciones nacen y brotan de quien no se ha apartado de ella, aunque permanezca incontaminado, sucede entonces que esas maldiciones son estériles, hasta que el espíritu no ble que las lanza no se convence de la imposibilidad de alternar en el mando y en la gobernación con los que continúan en la laguna, y por un impulso natural de hidalguía se aparta de ella y va a vivir en las orillas y a protestar fuera en nombre de sistemas radicales que niegan la laguna y los habitantes de la laguna. (Grandes aplausos.)
Por eso es en vano invocar, como centro de convergencia social, unas Constituciones que pueden ser alternativamente interpretadas con fórmulas de la izquierda y con fórmulas de la derecha. Una Constitución semejante, no es una Constitución: es un escenario por donde una vez pasan los actores que representan una tragedia, y otra los que representan un drama, cuando no representan un sainete. (Risas.)
El Estado no será nunca más que un poder trashumante si no expresa, en una unidad jurídica estable, los fundamentos en que la sociedad descansa y los cauces que han abierto los siglos para que discurra por ellos la tradición nacional. Por eso, en presencia de esa teoría vieja, doctrinaria y caduca de los partidos alternativos que turnan en el Poder, yo opongo otra doctrina que está en las entrañas de la sociedad y que va triunfando en el mundo.
El turno de los partidos y los partidos circunstanciales.
Cuando cayó la sociedad antigua, que no era, por cierto, la sociedad cristiana; cuando vino la Revolución francesa y se encontró, no un régimen cristiano, sino un absolutismo regalista y cesarista, que conservaba algunos principios católicos, abajo en el orden social, pero que no los expresaba en el orden político, ni por sus tendencias ni por sus pro pósitos, la sociedad nueva que se formaba por la Revolución en presencia del antiguo régimen, trató de establecer —como sucede cuando triunfa un principio radical en el mundo, que siempre va acompañado de un eclecticismo que le atenúa,— una doctrina sincrética que diera por un momento enlace, al menos aparente, a los representantes de los dos principios, el del régimen que caía y el del que se levantaba, y vino la teoría de las dos Cámaras, una que representaba el principio aristocrático, que llamaban arcaico, y otra que representaba el principio innovador y popular, y nacieron dos partidos, a semejanza de las dos Cámaras: uno que representaba los principios conservadores del antiguo régimen, y otro que representaba las reformas del nuevo.
El primero no tenía más misión que la de servir de escolta al segundo, llevar el registro de sus avances e ir consolidándolos, y, en ciertas ocasiones, servirle de freno para que no avanzara demasiado y los comprometiera; el segundo era el que avanzaba, y así sucedía que la Cámara alta, en realidad, era la Cámara baja, y la Cámara baja era la Cámara alta. (Risas.) De aquí nació la teoría de ese flujo y reflujo político que ha venido trascendiendo a todos los doctrinarismos, que en realidad habían muerto en las barricadas del 48, pero que, por lo visto, todavía subsisten en España. Según esta teoría, cada tres, cada cuatro años, por excepción cada cinco (es el término legal, al que ni una sola vez se ha llegado), cambia la opinión total mente en España; entonces se desmorona una torre administrativa, que empieza en el Presidente del Consejo de Ministros y acaba en el último Alcalde rural, y es sustituida por otra de iguales proporciones, y vienen unas afirmaciones contrarias a otras, a pasar por la cumbre del Estado. Ya sabemos que, periódicamente, tenemos que ser los españoles conservadores o liberales, liberales o conservadores, si es que no hay algún matiz conservador o algún matiz liberal que sirve de estrambote a los dos partidos. (Grandes aplausos y risas.)
Las escuelas y los partidos radicales somos la escolta de los dos partidos gobernantes; ellos nos invitan, lo mismo a los de la izquierda que a los de la derecha, a que los apoyemos, a que los secundemos, a que les demos nuestra fuerza y nuestra savia; en cambio, ellos gobernarán y nosotros presenciaremos cómo gobiernan, aplaudiendo o censurando desde lejos, pero no participando del Gobierno, que es un feudo de los dos partidos, sujeto a repartos periódicos.
Señores, esta teoría, que todavía impera en España, es absurda, repugna a la naturaleza de la sociedad, repugna a la naturaleza del Gobierno, y está en contradicción con todo aquello que debe integrar como base y como norma la ciencia política.
Por eso yo, en presencia de ella, y precisa mente recogiendo las enseñanzas y las consecuencias que se han derivado del parlamentarismo actual en los demás pueblos, afirmo, no la representación de los partidos, sino la representación de las clases sociales, que son permanentes. En toda sociedad que no se improvisa existen cinco clases como categorías que expresan los grandes intereses colectivos; existe un interés material, representado por la agricultura, por la industria, por el comercio —porque los obreros de los distintos órdenes, dentro de esas categorías, están comprendidos;— existe un interés intelectual, representado por las escuelas, por las Universidades, por las Corporaciones científicas; existe un interés moral y religioso, representado por el sacerdocio; existe un interés de la defensa, representado por la Marina y el Ejército; existe un interés histórico, de una clase que no es tan sólo la aristocracia de sangre, sino la que expresa todas las superioridades sociales; y cuando en una sociedad se afirman esas categorías, que son evidentes, si queréis hacer unas Cortes verdaderas, tenéis que hacer que todas esas fuerzas sociales estén condensadas y reproducidas en ellas como en un espejo. Quitad una, y la sociedad queda mutilada; quitadlas todas, y la sociedad queda suprimida. Suprimid uno de los partidos turnantes, suprimidlos todos, y la sociedad queda aligerada. (Risas y aplausos.)
¿Es que con esa representación por clases se suprime la representación de los partidos? No. Habrá partidos en el mundo mientras los hombres estén conformes en no estarlo (risas), y lo estarán hasta el fin de los tiempos.
Yo no pido la representación de dos partidos, sino de seis, de ocho, de diez. ¿Por qué? Porque alrededor de cada cuestión se puede formar un partido. Hay una cuestión internacional, y se forman dos partidos; hay una cuestión de enseñanza, y se forman dos partidos; hay una cuestión arancelaria, y desde el librecambio absoluto hasta la absoluta prohibición hay una gama y una gradación para todos los matices; hay una cuestión administrativa, y desde una centralización absurda hasta un separatismo completo, hay también otra gradación. Yo formo parte de uno de los grupos contendientes; uno de ellos sube al Poder y triunfa; el otro se deshace con el éxito del primero. Sucede lo contrario: fracasa uno, y el otro puede triunfar; triunfan los matices, triunfan los grupos, y se suceden según las necesidades sociales en las alturas del mando y del poder; pero no hay dos categorías políticas de ciudadanos, ni un jefe convertido en pontífice laico que tiene que variar cada trimestre su programa para que no se quiebre al contrastarlo con los problemas urgentes. (Aplausos.)
Así habrá sobre el fundamento común de las clases una serie de partidos circunstanciales y accidentales; pero no habrá el turno absurdo de los partidos permanentes. Y ved cómo, dentro del mismo régimen parlamentario, la naturaleza y la realidad histórica se imponen, y cómo Italia, a pesar de todas las divergencias de sus partidos, va teniendo por encima de ellos una tendencia común; ved cómo en Francia misma, siguiendo una política radical al través de todos sus grupos y matices, se impone una tendencia general; ved cómo sucede eso en Alemania, cómo sucede en Bélgica, donde un partido gobernaba, como en Colombia, durante treinta años.
¿Y sabéis por qué este hecho resalta cada vez más? Porque una de las cosas que han fracasado en el mundo (y que han puesto en evidencia hasta las declaraciones de la guerra actual hechas por unos pocos), y que era ya hora de que fracasase, es esa famosa democracia igualitaria, en la cual jamás he creído. En el mundo nunca han gobernado los más; siempre han gobernado los menos, cuando no ha gobernado uno detrás de los menos, que suele ser lo más frecuente. (Aplausos.)
Ya lo he dicho alguna vez: señaladme una sociedad en donde estén en mayoría la capacidad, la cultura, la rectitud y el valor cívico para no dejarse imponer por una turba y una minoría, y en ella seré demócrata; pero no he conocido en todas las latitudes de la historia una sociedad en donde hayan estado en mayo ría la capacidad, la cultura, la rectitud y el valor cívico; siempre los he encontrado en minoría; y si alguna vez estuvieran en mayoría, donde tal acaeciese desaparecería la sociedad apenas tuvieran conocimiento las otras de tales superioridades, porque sería una Universidad de estadistas y de gobernantes, vendrían a buscarlos y la sociedad quedaría despoblada. (Muy bien.)
No: la democracia triunfará siempre, sí; pero en forma de democracia jerárquica, no de democracia igualitaria, no de la democracia del polvo, no de la democracia del nivel común, no de soberanía de la cantidad, no de soberanía del vulgo sobre los que no son vulgo ni cantidad. La democracia jerárquica se funda, no en una voluntad colectiva, que rara vez se da y cuando se da es más bien como un eco y como una luna, y no como una voz o como un sol, sino en la necesidad social, no sentida por los más, pero sólo comprendida y remediada por los menos; y esa democracia tiende a concretar su dirección en varios prestigios, y por una selección natural que en la sociedad se forma, en un núcleo determinado de personas en donde el Poder parece que se vincula y se compendia; y cuando sucede que en una minoría social está como condensada la confianza pública, y que tiene la inteligencia suficiente para conocer todas las necesidades sociales y procurarlas el remedio, entonces abajo existe la fórmula de la verdadera democracia, que no es el derecho de gobernar, sino el derecho de ser bien gobernado y el de exigir que se gobierne bien.
Cuando el deber de gobernar conforme y en la medida en que las necesidades sociales lo requieran, se cumple arriba, los pueblos marchan por el camino de la civilización y progresan, porque esa minoría gobernante encarna verdaderamente, no la voluntad colectiva que el público no puede tener cuando no tiene conciencia completa de sus necesidades y de sus reme dios, pero sí su voluntad implícita al exponer sus necesidades y al verlas satisfechas por gobernantes que ponen la abnegación y el deber allí donde la masa social pone la carencia de esas cosas y la exigencia de ellas.
La Guerra Europea. Sus caracteres.
Por eso creo yo que se impone, hoy más que nunca, esta conclusión: la de que la guerra actual va liquidando muchas cosas: una, el parlamentarismo; otra, el concepto de la falsa democracia. Y ha llegado ya el momento en que, habiéndome extendido más de lo que quería en estas primeras afirmaciones, hablemos de la guerra misma y de sus consecuencias.
Para muchos políticos españoles —no os asombre la afirmación— parece que la guerra europea no existe todavía. Hay algunos que hablan y obran y formulan programas como si la guerra europea actual existiese en otro planeta y como si tuviésemos conocimiento de ella por algún teléfono sideral que nos fuese dando noticias, mediante Agencias como las que padecemos actualmente, de los sucesos que acaecieran allá en otras esferas. Y, sin embargo, la guerra es un hecho y un hecho de tal trascendencia y magnitud, que yo no conozco otro semejante en la Historia.
Ciertos filósofos menudos no la ven más que por un prisma, que tiene el don de empequeñecer las cosas, y aplicando a la guerra actual un criterio semejante al de Carlos Marx, no la miran sino por el aspecto económico, y quieren por él explicarla. Ven en la guerra una lucha de intereses, de mercados; según ellos, no hay nada más que el interés material que mueve a Inglaterra o que mueve a Alemania; no ven más que una lucha comercial que acabará con una revolución de tarifas y alguna revolución en las fronteras. ¡Menguada manera de mirar las cosas! Los pretextos, los motivos de las acciones humanas, cuando se trata de empresas colectivas, no sirven del todo para juzgar sus con secuencias, que frecuentemente los traspasan.
Un día, allá en la Antigüedad, un Imperio que se conservaba viril, el persa, va a dominar las dinastías gastadas del que había sido Imperio corrompido de Asiría, conquistando a Babilonia, sorprendida en una orgía, reuniendo bajo su cetro los restos de los cuatro imperios orientales demarcados entre el Eufrates y el Indo. ¿Era un móvil moral el que la dirigía? Era el móvil material de la conquista. Después, contra la sensual, intelectual y artística Atenas, se levanta un día la férrea Esparta, y la domina y avasalla. ¿Es que Esparta, que era una gran es cuela de gimnasia, que se mantuvo más pura en las costumbres que la corrompida Atenas, iba movida por un fin ético para ejercer una dictadura moral? No; la guerra era una rivalidad de pueblos movida por la ambición.
Otra región más ruda que Esparta, Beocia, domina un día a Esparta y a Atenas. ¿Es acaso que Epaminondas y los que la personifican se inspiraban para sojuzgarlas en algún principio moral? No; se inspiraban en el deseo de la dominación. Y Macedonia, más tarde, tan ruda que los Estados helénicos no quieren reconocerla como de la propia raza, domina a todas; y va después a Oriente, y lleva allí los gérmenes de la civilización helénica, y llega hasta el Hifasis y quiere establecer un Imperio universal. ¿Movió a Alejandro un principio moral o artístico para dominar al mundo? No; sus ambiciones fueron guerreras; tuvo el afán del Imperio único.
Y Roma, más ruda que los últimos Estados helénicos, hace que Grecia entera caiga de rodillas ante su espada, y la domina. ¿Es que lleva un principio espiritual? No; Roma, que es la organización de la conquista, que se establece en todas partes y en todas pone su planta de hierro, va movida de un interés material, de un deseo de dominación, como Cartago; pero no sabe que detrás de ella, y cuando haya llegado a la plenitud de una cultura decadente, se sacudirán las selvas germánicas y aparecerá un enjambre de pueblos bárbaros que no han podido pasar de la noción rudimentaria de la tribu, y que subirán jadeantes los Alpes blandiendo la lanza que atravesará su pecho y según la frase de un gran poeta español,
Amarrado a los pies de sus bridones,
Por las tierras de Oriente y Occidente
El cadáver de Roma pasearon.
¿Es que les ha movido un principio moral? Van a la conquista, al saqueo y al botín. Pero sobre la unidad artística de Grecia se establecerá la unidad dominadora y jurídica de Roma, y sobre la unidad material de Roma surgirá una unidad más alta, a la que le servirá de sede para cambiar la sociedad, y es que no importan los motivos ni los pretextos materiales; cuando en esos lagos humanos se rizan las ondas, hay una brisa que viene del cielo, que es la que mueve y agita las aguas. (Muy bien. Grandes aplausos.)
La guerra presente es universal, es la más vasta que han conocido los siglos. Desde que la protesta luterana estalló en el mundo, cada siglo parece que tiene como prólogo una guerra europea. En el siglo xvi, las guerras originadas por el protestantismo se extendieron a toda Europa y llegaron hasta los Estados escandinavos. En el xvii, las consecuencias de esas guerras siguieron, y la guerra de los Treinta Años ensangrentó a Europa. Al llegar el siglo xviii estalló la guerra de Sucesión, que era ya una guerra que se refería al equilibrio político de los Estados europeos, y el siglo xix se inaugure con las guerras napoleónicas. Pero ninguna, ninguna, ha tenido las proporciones de la presente.
La guerra actual es la más universal de todas las guerras. La misma guerra napoleónica no alcanzó directamente a todos los Estados europeos ni alcanzó directamente a América más que en las sacudidas coloniales. Por el espíritu de los pueblos y las tribus americanas pasó como una imagen de la leyenda de sus mitologías la sombra del guerrero inmortal que ensordeció al mundo y que avasallaba las naciones.
La solidaridad material de ahora, la red comercial que en todas partes está extendida, hace que las repercusiones de la guerra lleguen a todo el mundo. Estados neutrales o beligerantes, todos participan de ella, y aunque la guerra no esté moviendo todos los brazos, mueve en la hora actual todos los espíritus y además todos los intereses. Está América entera conmovida; repercute hasta en el corazón de China y en el centro de la Oceanía, y como toda África está compuesta de colonias europeas, allí repercutirán el éxito y la liquidación de la guerra, y cuando los hechos son universales están por encima de las voluntades de los hombres, porque los efectos son proporciona dos a las causas, y cuando los efectos son universales, es que el espíritu de Dios, como en el principio de los tiempos, flota sobre esas aguas ensangrentadas. (Aplausos.)
La guerra no vino de improviso. Profecías de la guerra.
Pero esa guerra, ¿ha venido de improviso? Para muchos varones prudentes y pensadores, sí; para otros que no lo somos tanto, no (Risas); y yo soy de aquellos que, viviendo en las regiones humildes, pero bastante humildes para que no lleguen a mi mente las nubes que suelen formarse en las alturas, he visto venir esa guerra, y la vaticiné tres veces, y lo recuerdo, aunque parezca vanagloria, porque, después de todo, los anuncios futuros en algo se fundan, cuando se ha acertado en los pasados. Voy a indicaros aquí, nada más que muy brevemente, algo de lo que yo he dicho en el Parlamento cuando todos negaban la guerra.
El 31 de enero de 1912 dije en el Congreso que, como consecuencia de la guerra en la Tripolitania, que llevaría consigo aparejada la guerra de los Balkanes, surgiría necesariamente la guerra europea, y el 17 de diciembre del mismo año lo formulé más clara y precisamente, anunciando que estaba próxima la guerra. Es claro que fui llamado falso vidente, iluso, soñador, idealista; lo había sido ya cuando dos años antes de la guerra de los Estados Unidos la había anunciado, y hasta había descrito cómo volverían nuestras tropas de aquel continente, sin saludar militarmente la sombra de Cortés en Veracruz. (Grandes aplausos.)
En octubre de 1913, cuando la visita de Poincaré, yo publiqué un largo artículo, que era un proceso de toda nuestra política internacional, y que fue profusamente repartido en toda España, y volví a insistir en la proximidad de la guerra. Pero llegó el 28 de mayo de 1914, y entonces, viendo que mis requerimientos anteriores, mis afirmaciones precisas y terminantes, no eran oídas, anuncié los sucesos ya como muy próximos, y dije algunas de las palabras que voy a tener el gusto de leer ante vosotros.
Decía yo entonces:
«Pero yo creo que me equivoco mucho si aquella guerra europea que yo os anuncié como una consecuencia de los conflictos balkánicos, y de lo que ellos llevan consigo, no es una cuestión que va a plantearse en el mundo.»
«Ved los enormes, cuantiosos aprestos marítimos y terrestres de Austria-Hungría; ved cómo Rusia espera tener el año 17 completos todos sus armamentos y sus principales líneas de invasión sobre las fronteras europeas, y cómo cuando Alemania lo sabe por los centros militares y diplomáticos, dice que Alemania no lo tolerará, que se llegará á ese punto, porque Alemania, el día de la contienda, no quiere ser atacada por la espalda, y que tendrá en el Ducado de Possen las fuerzas necesarias para resistir el empuje moscovita. Ved cómo todavía un ilustre Emperador, varón de dolores, Néstor de los Reyes, acaba de ver otra vez levantarse en torno de su lecho la sombra ensangrentada y trágica de su hermano, de su esposa y de su hijo, y avanzar ta enfermedad, ministro de la muerte, que le visita con demasiada frecuencia, como si llevase ya en su mano el símbolo que un artista esculpió en el monumento sepulcral de María Teresa en el panteón de los Capuchinos de Viena, para representar la vanidad humana: una corona imperial ciñendo una calavera amarillenta. Y ved cómo el noble anciano parece que retiene la vida como si quisiera pro longar la paz, porque sabe que el día que muera, o que no pueda prolongarla más, no por vanidad militar, no por instintos belicosos, sino por el mandato de la Geografía, de la raza, y del heterogéneo conglomerado de sus pueblos, tendrá que enrojecer las ondas del Danubio azul que baña los parques de Viena y el Parlamento magiar, y empujar sus legiones al choque terrible con los otros pueblos eslavos, al mismo tiempo que pelean latinos y germanos desde el Rhin al Sena, marcando con una hilera de huesos humanos, blanqueando al sol, una nueva edad en la historia.» (Muy bien.)
Y aun añadí:
«Eso está de tal manera sucediendo, que no se necesita ser vidente ni leer en el porvenir: basta deletrear los hechos; diré más: basta mirar al suelo y ver en él la sombra fugaz que pasa, para notar la nube cenicienta que asoma por el horizonte.»
Y la nube asomó, y estalló en terrible tempestad en Agosto de 1914, y todavía en el mo mento de estallar, muchos varones prudentes negaban que existiese el hecho y que viniese la guerra europea.
Entre quiénes está planeada la Guerra.
Permitidme que lo diga: el error no está sólo en los que se llaman en España francófilos o francófobos; el error, desgraciadamente, está en dos, por lo menos, de los pueblos latinos, que creen que la guerra está planteada entre Francia, de una parte, y Alemania, de otra; la guerra está planteada entre Alemania e Inglaterra. Si Rusia hiciese la paz después de las victorias alemanas, la guerra no concluiría, la guerra seguiría con más ímpetu contra Francia y contra Inglaterra. Si Francia hiciese la paz, la guerra continuaría contra Inglaterra y contra Rusia. Si Francia y Rusia hiciesen la paz, la guerra continuaría con mayor ardimiento contra Inglaterra. Pero si Inglaterra hiciese la paz con Alemania, ella, que es el banquero de las dos, habría terminado la guerra. (Aplausos.) Eso quiere decir que se plantea falsamente el problema al llamar francófilos a los que siguen una tendencia, y francófobos a los que siguen otra. Yo no he querido aceptarlo nunca, porque jamás he sido francófobo ni he sido francófilo. En el año 70, la cuestión estaba planteada entre Alemania, de una parte, y Francia, de otra; hoy, no; y uno de los más graves errores, que se hará patente el día de la liquidación de la guerra, es el enorme error de la política de Francia y de Italia, el de Delcassé y de Balandra, que no han comprendido cuáles eran los intereses de la raza llamada latina. Es un error en Italia hacer depender su política de la reivindicación de unos Estados que nunca fueron suyos. El Trentino jamás lo fue, porque desde el siglo XIV pertenece a Austria, y si los 800.000 italianos que viven en él sirven de motivo para anexionar el territorio, lo mismo pudiera servir para reivindicar la provincia de Constantina, en Argelia, que también está habitada por italianos; que, además, no se encuentran como los trientinos que están mezclados con la raza eslava. Italia tenía más interés que nadie, si consultara sus conveniencias geográficas, en que permaneciese el vasto y multiforme Imperio austríaco. El día en que Austria desapareciera, Italia se encontraría en las costas del Adriático con un inmenso imperio eslavo, que habría forzado los Dardanelos y que se habría establecido en Constantinopla, siendo la primera potencia del Mediterráneo oriental. (Aplausos.) ¿Y Francia? Francia, enemiga de Inglaterra desde la guerra de los Cien Años y las guerras napoleónicas hasta Fashoda, no tenía fortificados a Dunkerque y a Calais contra Alemania, sino contra Inglaterra, como ha fortificado las costas de Normandía contra las islas inglesas de Guernesey y de Jersey, avanzadas sobre ella porque tiene intereses antagónicos con Inglaterra. Alemania será siempre una potencia continental, en primer término, y sólo secundariamente una potencia marítima; y nosotros, los latinos, que tenemos el derecho sagrado de reivindicar el mar de la civilización, mare nostrum, ¿contra quién íbamos a reivindicarle, sino contra un intruso que le usurpa y le ha convertido en lago suyo? (Aplausos.) ¿Son las águilas germánicas las que se han posado en la roca de Calpe? ¿Son las águilas germánicas las que se han posado en Malta? ¿Son ellas las que se han posado en Chipre, en Alejandría y en Suez? No, no; es Inglaterra; son los leopardos ingleses. (Grandes aplausos.)
El mar latino, el mar de la civilización, el mar Mediterráneo, era el que debían reivindicar los pueblos que se llaman latinos. Y el dominador de este mar, el que avasalla a esos pueblos, el que los rinde, el que tiene la planta puesta sobre su frente, no es Alemania, es Inglaterra.
Es política funesta y absurda la que han seguido Delcassé, en Francia, y Salandra, en Italia; funesta, sí, porque Francia está empeñada en reducir su política internacional a la reivindicación de dos provincias germánicas, que ella arrancó, a mediados del siglo xvii, a Alemania, y que Alemania no hizo más que rescatar en el siglo xix; y porque Italia reduce toda su política a una porción, y la menos importante, de su frontera del Norte, olvidando además las islas, como Malta y Córcega, y el mar que baña sus costas.
La neutralidad del Estado y de la Nación.
Y nosotros, ¿vamos a incurrir en tal error? En presencia de los sucesos actuales, ¿vamos a participar de esa política? ¿Cuál debe ser nuestro criterio ante esa guerra y esos hechos? Hay tres puntos que examinar: Primero. ¿Debemos ser neutrales? Segundo. ¿Debemos inclinarnos hacia Alemania? Tercero. ¿Debemos inclinarnos hacia los aliados? Creo, señores, que está escuetamente presentado el problema.
Empiezo por afirmar que en la hora presente (prescindo de lo que debió suceder antes, y, por el momento, de lo que debe suceder después de la liquidación de la guerra), en el momento actual, se impone como una necesidad nacional la neutralidad más absoluta. (Ovación larga y estruendosa.) Pero entiéndase bien que yo distingo dos clases de neutralidad: la del Estado y la de la nación. Yo recabo la neutralidad absoluta, la neutralidad no inclinada a ninguno de los platillos de la balanza europea, ni a la izquierda, ni a la derecha, ni a los aliados, ni a los alemanes, para el Gobierno y para el Estado; pero no afirmo de igual manera la neutralidad de la nación o de gran parte de la nación. Nosotros no somos estatuas que estemos presenciando inmutables la lucha: tenemos una inteligencia y un corazón, y ponemos nuestros pensamientos y nuestros afectos al lado de aquella causa que consideramos que está más en consonancia con los intereses permanentes de España.
Por eso creo que hacia ella se debe producir una corriente de simpatía muy grande en la nación, sin perjuicio de la neutralidad absoluta en el Gobierno; y cuando he oído afirmar, a propósito de la neutralidad de éste, de labios tan elocuentes como los de don Melquíades Alyarez, que debía ser una neutralidad con simpatías hacia los aliados, no he podido me nos de sonreirme. Una neutralidad con simpatías oficiales hacia una parte es una neutralidad sin neutralidad; pero que tiene el grave inconveniente de llevar aparejadas, el día de la liquidación, todas las consecuencias de la guerra y ninguna de las ventajas de la neutralidad. (Muy bien, muy bien.)
Figuraos que la guerra se ha liquidado y que España, neutral, pero con una simpatía acentuada por parte del Estado hacia los aliados, se presenta en el Congreso de la Paz (si existe Congreso de la Paz y no hay paces parciales impuestas por el vencedor, que es lo más probable), se presenta ante el dominador o en el Congreso a que concurran todas las naciones. España dirá: «Yo he sido neutral, pero he manifestado mis simpatías hacia uno de los beligerantes.»
Y si ha triunfado aquel en cuyo favor no se inclinaban las simpatías, sino los odios, será tratada como un vencido que ni siquiera ha luchado, y si se trata de aquellos por los cuales se han manifestado las simpatías y son vence dores, ellos podrán decir: ¿Por qué a las simpatías y a los amores platónicos no has unido el esfuerzo y el sacrificio? Y si contesta: Es por que no he querido, o porque no he podido, le dirán: Signos de impotencia son ambas cosas; sufre, por lo tanto, el dominio del más fuerte. (Grandes aplausos.)
Afirmo la neutralidad absoluta, tan absoluta, que no quiero ni aun la sombra del contrabando (Risas.) para ninguna de las dos partes; mas al mismo tiempo digo: en cuanto a la nación, no.
La nación no puede nunca, ni por un momento, olvidar los intereses permanentes de su territorio y de su raza. Esos tiene que afirmarlos ahora más que nunca; y ¿sabéis por qué? Porque no estábamos preparados para intervenir, porque está dividida la nación española hay que mantener la neutralidad del Estado; pero en cuanto a la neutralidad de la nación, supondría que nosotros podíamos ser indiferentes al triunfo de una de las partes beligerantes, y eso significaría que España no tiene ideal de política internacional, que carece de objetivo que realizar, lo cual sería la negación de nuestra personalidad en ese orden internacional. Es necesario que cuando llegue la liquidación de la guerra nosotros podamos afirmar nuestra personalidad y nuestros ideales, y esta es la ocasión de afirmarlos y de que España se presente ante el mundo con esos objetivos, tan definidos, que parezcan las constelaciones que la alumbren en el camino de la vida entre los pueblos europeos. (Muy bien.)
Criterio geográfico para fijar nuestra política internacional.
¿Cuál es el criterio para fijar nuestra política internacional? Yo tengo uno fijo, permanente, el que siguen todos los demás pueblos: es el que yo llamaré criterio geográfico, al que yo he dado un nombre: autonomía geográfica.
Hoy los Estados no son Estados nómadas: son Estados que tienen territorio fijo, y todo Estado completo que lo sea de veras, tiene derecho a la dominación absoluta y soberana sobre su territorio; tiene derecho a que ningún otro Estado lo sojuzgue en todo o en parte, a que ningún otro Estado haga actos de soberanía y de jurisdicción en aquello que es el patrimonio territorial suyo. Esta es una de las bases más fundamentales del Derecho internacional. Un Estado cuya soberanía en todo o en parte esté sometida a otro Estado, un Estado cuyo territorio esté sojuzgado por otro Estado, no es en todo o en parte, según sea la sumisión, Estado soberano, sino organismo mediatizado y feudatario.
Nosotros tenemos los límites naturales más definidos. Ya sé yo que ciertos geógrafos modernos han puesto hasta en litigio las fronteras naturales, exagerando la dificultad de señalar bien los dos caracteres que les asignan: el de protección y obstáculo. Claro está que si no hay por parte de los naturales una preparación orgánica y técnica, no existe ni aun en el Himalaya obstáculo ni protección sobre el globo; pero si hay algunas bien definidas, ellos lo afirman, son las de la Península ibérica, porque aunque tengamos parte de nuestra raza extendida al otro lado del Pirineo, es un hecho evidente que la muralla de los Pirineos y el mar nos demarcan con límites tales que no existe ningún otro Estado en la Europa actual que pueda presentar unas fronteras como las que tenemos nos otros.
Y España, ¿ejerce la soberanía sobre todo su territorio? ¿Hay algún Estado que ejerza soberanía sobre sus dominios españoles?
¡Gibraltar! Las negociaciones para recobrarlo.
Al hacer la pregunta ya habéis contestado vosotros, y un nombre pasa por vuestra memoria y por vuestros labios. Nosotros, como decía Floridablanca, tenemos clavada la espina de Gibraltar; pero ¿no es nada más que la de Gibraltar? Yo he denunciado un hecho, del cual tengo las pruebas documentadas, dadas por un ministro, y con el plano presentado por un embajador de Inglaterra; y claro está que no me habéis de pedir que revele nombres; pero pude indicarlo ya en el Parlamento, y pudo algún personaje inglés extrañarse de cómo conocía yo ese dato tan importante en la historia de nuestras relaciones diplomáticas. Yo sé que un embajador inglés, presentando un plano de Gibraltar, exigió a España y está concedido que, trazando una circunferencia, cuyo centro fuese el Castillo del Moro, de Gibraltar, abarcase unos trece kilómetros, dentro de los cuales España no podría fortificar ni emplazar una batería, ni el más insignificante fuerte que pu diera amenazar la plaza, sin que Inglaterra lo considerase como un casu belli. De modo que no es la plaza, ni el Peñón de Gibraltar: son trece kilómetros de territorio español los que están sojuzgados por otra potencia. (Sensación.) Nuestra soberanía está limitada y enfeudada; nosotros no podemos fortificar Sierra Carbonera, no podemos fortificar Sierra Arca, que está detrás y la domina; no podemos fortificar Punta Carnero, no podemos poner cañones en San García ni en los Adalides, ni en San Roque, ni sobre otros muchos puntos; nosotros tenemos sometido a otra potencia parte del territorio nacional.
No se trata, no, de la plaza de Gibraltar, y cuando se habla de ella —y han hablado recientemente oradores y periódicos,— se plantea muy mal la cuestión. Porque se dice. ¿Cómo queréis que reivindiquemos a Gibraltar? ¿Lo vamos a reivindicar diplomáticamente, lo vamos a reivindicar por la fuerza? No tenemos poder bastante para reivindicarle, y, diplomáticamente, las negociaciones han fracasado siempre.
Acerca de Gibraltar ha habido, si no estoy en este instante trascordado, hasta siete negociaciones distintas. Antes de la paz de Utrech en los preliminares, ya negoció Felipe V para que el tratado secreto que intentaba hacer en Versalles, Inglaterra, no llevase la compensación de Gibraltar. Después, Felipe V negoció dos veces con motivo de la cuádruple alianza, y en la segunda, Jorge I, que le ofreció acceder, no pudo llevar a cabo su propósito porque lo rechazó el Parlamento británico. La cuarta vez se puso de acuerdo con el Emperador para con seguirlo; pero Inglaterra y Francia lo estorbaron. La quinta negociación se verificó en tiempos de Fernando VI, que trató de la devolución de la plaza, y Pitt la ofreció, pero a cambio de que les ayudásemos nosotros a reconquistar, para Inglaterra, la Isla de Menorca, que había perdido. La sexta y séptima gestión se realizaron en tiempo de Carlos III por Floridablanca y Aranda, y las dos fracasaron por excesivas exigencias de Inglaterra, y por la oposición parlamentaria.
Después no se volvió a tratar, porque lo que intentó Godoy no pasó de preliminares, de la reivindicación de Gibraltar; y hoy, cuando se habla de estas cosas, siempre se cita y se señala a Gibraltar, y este es un grave error. ¡Si para anular a Gibraltar no se necesita de reconquista ninguna! Simplemente con que nosotros pudiésemos ejercer la soberanía sobre esos trece kilómetros, o, dada la artillería moderna, fuera de esos trece kilómetros, Gibraltar no existiría en muy poco tiempo. Es que Inglaterra no nos consiente que pongamos dos baterías que lleguen a Gibraltar, aunque estén fuera del radio los trece kilómetros. Poned de los cañones o de los obuses Shkoda, que ahora usan los austríacos, dos en Algeciras o dos en Sierra Arca, y veréis las horas que dura el Peñón de Gibraltar; poned un puerto franco en Algeciras, y veréis lo que dura el poderío comercial de Gibraltar. No se trata sólo de la plaza de Gibraltar; se plantea muy mal la cuestión: se trata de la soberanía sobre el Estrecho de Gibraltar.
El Irredentismo Español. Importancia excepcional del Estrecho. Clave de nuestra política exterior.
Inglaterra y Francia, en el artículo 7.° del Tratado franco-inglés, nos prohiben fortificar la costa marroquí que pertenece a nuestra zona. ¡Inglaterra nos impide fortificar nuestras propias costas, independientemente de Gibraltar, y además nos prohibe fortificar las costas de enfrente! ¡Si sólo con fortificar los altos de Los Olivares, en Tarifa, frente a Punta Ciris, que es la distancia más corta entre las dos costas, sólo con eso quedaba Gibraltar inutilizado! (Muy bien.) Pero es que se nos prohibe fortificarlo, y esta es la situación terrible de España; y yo quiero que me digáis cuál es el criterio de esos que aplauden el irredentismo italiano y condenan el irredentismo español. (Grandes aplausos.) Ellos afirman que Italia tiene derecho, incluso sobre los tratados y sobre la palabra empeñada, a dominar el Trentino, que considera como una porción de su territorio, y son, al mismo tiempo, los que se unen con Inglaterra y hablan de nuestras conexiones y de nuestros lazos geográficos. ¡Y eso que hay diferencia entre el Trentino y Gibraltar! Ellos admiten el derecho de Italia a dominar en el Adriático, y no quieren reconocer el derecho de España a dominar en el Estrecho, que es mar territorial. (Aplausos.)
Y observad, señores, que el Estrecho de Gibraltar es el punto central del planeta, y que allí está escrito todo nuestro programa internacional; parece que Dios, previendo la ceguedad de nuestros estadistas y políticos parlamentarios, se lo ha querido poner delante de los ojos para que supiesen bien cuál era nuestra política internacional. Es el punto central del planeta; une cuatro continentes; une y relaciona el continente africana con el continente europeo; es el centro por don de pasa la gran corriente asiática y donde viene a comunicarse con las naciones mediterráneas toda la gran corriente americana; es más grande y más importante que el Scaterrat y el Categat, que el Gran Bel y el Pequeño Bel, que al fin no dan paso más que a un mar interior, helado la mitad del tiempo; es más importante que el Canal de la Mancha, que no impide la navegación por el Atlántico y el mar del Norte; es muy superior a Suez, que no es más que una filtración del Mediterráneo, que un barco atravesado, con su cargamento, puede cerrar, y que los Dardanelos, que si se abrieran a la comunicación, no lleva rían más que a un mar interior; y no tiene comparación con el Canal de Panamá, que cor ta un continente. Dios nos ha dado la llave del mar latino. La Geología, la Geografía, la Topografía, las olas mismas del Estrecho, cho cando en el acantilado de la costa, nos están diciendo todos los días: Aquí tenéis la puerta del Mediterráneo y la llave; aquí está vuestra grandeza. (Grandes aplausos.)
Suponed que dominamos en las dos costas del Estrecho, que no hay ninguna nación que sojuzgue la soberanía de España y que tenemos la integridad territorial. ¿Qué sucedería entonces? Que Inglaterra, habiendo perdido la llave y la puerta del Mediterráneo, estaría herida en el corazón. De poco le servirían Malta, Chipre, Alejandría y Suez; la puerta estaría en nuestras manos, y la consecuencia in mediata sería la soberanía en toda la Península, la soberanía indirecta sobre Portugal y el derecho, en virtud de la unidad geográfica, a imponer una sola política internacional, y, como con secuencia de ella y como órgano suyo, una federación ibérica que respondiese a esa política. (Aplausos.)
Los tres ideales de España. Su negación por la historia de Inglaterra.
Entonces, restaurados nuestro poderío y nuestra nación, podíamos dirigirnos a los Estados americanos, que hemos amasado con nuestra sangre y a los cuales hemos infundido nuestra civilización, y fundar con ellos un imperio espiritual, diplomático y mercantil, en pie de igualdad, que volvería a surgir en diez y ocho Estados que hablan nuestra lengua, por una confederación tácita; y vendrían a agrupar se alrededor de nuestra bandera. Y todo eso, que son los tres ideales de España, los tres objetivos de nuestra política internacional —el dominio del Estrecho, la federación con Portugal y la confederación tácita con los Estados americanos—, ¿quién lo ha negado?; ¿quién lo ha destruido? ¿Quién es la causa de que se hayan nu blado esos tres ideales, y pretenda que queden nada más que como un recuerdo en nuestra política? ¿Quién ha sido? Preguntádselo a la Historia, que ella os contestará de acuerdo con la Geografía: Inglaterra. (Aplausos.)
La autonomía geográfica de España exige el dominio del Estrecho, la federación con Portugal, y como punto avanzado de Europa, y por haber civilizado y engrandecido y sublimado a América, la red espiritual tendida entre aquel continente nuevo y el viejo continente europeo. Pero observad que la Geografía, que, como decía un ministro francés discutiendo en el Parlamento con Jaurés, en una frase magnífica, manda en la Historia, impone a Inglaterra una política opuesta, y que ha seguido, por cierto, tenaz y fielmente.
Ya lo he dicho muchas veces, y estoy dis puesto a repetirlo muchas más, a ver si, a fuer za de repetirlo, lo convierto en axioma: he di cho que Inglaterra obedece en toda su política con nosotros a una especie de sorites geográfico. No puede ser grande, por la proporción entre su población y los productos de su suelo, si viviera replegada dentro de sí misma; tiene que ser grande dominando el mar, y para do minar el mar necesita dominar el Mediterráneo, que sigue siendo el mar de la civilización; y para dominar el mar de la civilización necesita dominar el Estrecho, y para dominar el Estrecho necesita dominar la Península ibérica, y para dominar la Península ibérica necesita dividirla, y para dividirla necesita sojuzgar a Portugal y sojuzgarnos a nosotros en Gibraltar. Y eso ha hecho. Recorred su historia; miradla con relación a España, y veréis que, para dominarla y dividirla, no empieza por Gibraltar ni por el Estrecho: empieza por Portugal.
Consta en documentos publicados por los portugueses mismos la representación gráfica de la Comisión portuguesa que fué a Inglaterra a demandar protección y amparo para la sublevación de los Avis, cuando la Corona do Portugal vino a unirse en las sienes de un Rey con la de Castilla, que Inglaterra amparó y protegió a Portugal; y después de la derrota de Aljubarrota, un Duque de Lancaster, con un Ejército, trata de desembarcar en Coruña y llega a establecer durante un año su corte en Santiago. O Y cuando mueren don Sebastián y el Cardenal Enrique, y Felipe II hereda la Corona portuguesa, ¿contra quién tiene que luchar, aparte del Marqués de Santa Cruz, que en las Ter ceras derrota la escuadra francesa? Contra In glaterra, que apoya al inquieto prior de Crato, con un ejército de quince mil hombres, que desembarca en la isla de Piniche. Y cuando se sublevaba el Duque de Braganza en el siglo xvii, aprovechando la guerra de los Treinta Años, las guerras de Cataluña, de Napóles y hasta de Andalucía, y cuando se conjuran todos para disgregar la Península, ¿quién le apoya contra Felipe IV?
Decídselo al segundo don Juan de Austria, que en aquella memorable batalla de Estremoz, que aun refieren con horror los historiadores portugueses, después del heroico asalto de Ebora, a la caída de la tarde, en hora y media de combate, con 9.000 hombres, para salvar la tierra que quiere arrebatarnos Inglaterra, tiene que luchar contra 17.000, de los cuales 11.000 son ingleses, y pelea como bueno en las avanzadas y le matan dos caballos, y con la melena tan ensangrentada como la pica, sobre un montón de cadáveres, pierde allí 7.000 hombres, entre los cuales yacen en el suelo 105 Títulos de Castilla.
Pero nuestra política corresponde, como es natural, a esa política inglesa. Toda la Casa de Austria lucha contra Inglaterra. Lucha Felipe II con la Invencible; envía una división que pelea con poca fortuna en Irlanda, Felipe III; sólo un momento, cuando aparece en escena Luis XIV y nos requiere Inglaterra por que van a peligrar los Países Bajos, sufre un eclipse, nada más que un instante, nuestra hostilidad a Inglaterra; y después, cuando se ha perdido en Utrech a Gibraltar, toda la política borbónica, incluso el Pacto de Familia, que no es sólo Pacto de Familia, porque después del episodio más sangriento de la Revolución, se renueva con el Consulado y el Imperio, está fundada en el odio a Inglaterra. Pero llega un momento en que Napoleón, por el mal consejo de aquel Maquiavelo que se llamaba Tayllerand, hace la cosa más absurda que se puede imaginar: a su más fiel aliada, y al mayor enemigo de Inglaterra le provoca a una guerra, que ha sido la causa de su ruina, y entonces nosotros, ofendidos y heridos, tenemos que juntarnos con Inglaterra para luchar por la Independencia.
¿Y qué hace Inglaterra? Inglaterra, que ha bía, sin declaración de guerra, echado a pique cuatro fragatas españolas, que era lo que nos obligara a ir a Trafalgar, Inglaterra destruye todas las fortificaciones que hay cerca de Gibraltar, porque teme que se apoderen de ellas los franceses; pero dando su palabra de que, al terminar la guerra, las fortificaciones volverán a ser levantadas, y, en efecto, cuando la guerra termina prohibe que las fortificaciones se levanten; y mientras por el Tratado de 1809 tenemos con ella una alianza ofensiva y defensiva, lucha contra nosotros en América y funda aquella famosa logia filibustera llamada La Gran Reunión Americana, cuya alma fue el jacobino Miranda, y cuyo Centro directivo general estaba en Londres y en relación con el Gobierno británico, que daba todo el dinero necesario. Poseía filiales en Madrid y en Cádiz; y en sus iniciaciones se juraba la separación de España. Se extendió por todas las ciudades americanas, y a ellas pertenecieron los principales caudillos de la insurrección, empezando por los libertadores. Inglaterra es la que proporciona aquellos 5.000 hombres que formaban el núcleo del Ejército de Bolívar, lo que se llamó la legión británica. Y cuando ha terminado la guerra, en el Congreso de Viena, nosotros, que habíamos hecho más que nadie por derribar a Napoleón, ¿qué recompensa tenemos? Allí está Inglaterra, que pide que se nos arranque la plaza de Olivenza, que está formando la cuerda del arco que describe el Guadiana en aquella parte de la frontera portuguesa, para que Portugal pueda avanzar más en el territorio, y así se decide, y se hubiera llevado a cabo sin la tenacidad de los Gobiernos españoles en no aceptarlo.
Y el año 17 nos impone todavía un Tratado especial, en el cual establece el mutuo derecho de visita entre nuestros barcos y los suyos, y dada la desproporción entre ellos, es una de las causas de nuestra ruina mercantil. Y después acude a nuestras luchas civiles, y viene aquí con la Cuádruple Alianza, y unos puntos suspensivos, que yo conozco, de una nota diplomática, ocultan lo que le sirvió para agrandar la zona del Peñón.
Y cuando vamos a África, ¿quién detiene en Tetuán a nuestras tropas y quién reclama una deuda de 44 millones en aquellos momentos? Inglaterra. Y cuando viene la guerra colonial, ¡ahí, cuando viene la guerra colonial, sabedlo, por altos requerimientos y por instigaciones propias, en Viena se trató por los Emperadores de ponerse de nuestra parte, y Alemania quiso intervenir directamente en nuestro favor, pero allí estaba el veto de Inglaterra. Y para que veáis hasta qué punto han llegado las cosas, voy a leer, de un libro recientísimo, publicado por un elevado funcionario inglés, sobre la guerra actual, este hecho que puede servir de luz para las futuras orientaciones de España. Se titula el libro Los Orígenes de la Guerra, y su autor, Sir Percy Fitz Patrick, dice así:
«Pero la flota británica estaba también allí (era en Río Janeiro) y el almirante alemán quiso saber qué haría el inglés si él atacaba a la flota americana. Un bote salió del buque almirante alemán al buque insignia inglés; las tres flotas espejaban en silencio; sabían que todo dependía de la actitud del almirante británico. «¿Qué hará la flota inglesa —preguntó el almirante alemán— si atacamos a la americana?» La contestación fué: «No estoy autorizado para contestar preguntas hipotéticas, el almirante americano podrá contestar a usted.» Y mientras el bote alemán volvía con la contestación del almirante británico, la flota inglesa se alineó pausadamente al lado de la americana, haciendo frente a un enemigo común.» Si Inglaterra no hubiera adoptado esta actitud, tal vez hubiera sido otro el resultado de la lucha de los Estados Unidos con España.
Diferencia de conducta con Inglaterra y Francia. Elogio de ésta.
Y ahora pregunto: Partiendo del criterio geográfico y de la historia que éste ha impuesto a las dos naciones, ¿podemos nosotros tender en lo futuro a una alianza con la Gran Bretaña? La Historia y la Geografía contestan que no. Con relación a Francia, lo he dicho, lo repito y no habrá nadie que pueda citar un artículo mío (y he escrito muchos en esta época), ni una palabra de un discurso en donde haya la menor ofensa para Francia, como nación, aunque haya muchas censuras para su política y para su Estado. Nunca, jamás, porque yo reconozco los defectos y también las grandezas de Francia.
Francia discrepa de nosotros en muchos puntos. No es enteramente exacto ese latinismo, porque aunque tengamos una correspondencia étnica con la parte meridional de Francia, no la tenemos con el Centro galo ni con el Norte, en gran parte germánico, y porque hay una diferenciación muy grande entre su psicología y la nuestra; pero yo, que reconozco (la reconocen muchos escritores franceses) la ligereza francesa, y, a veces, su superficialidad, también reconozco su intuición brillante y genial, la transparencia de su estilo, y fui yo quien dijo en el Parlamento, y repito aquí, que Francia era como la aduana del espíritu huma no, y que todas las grandes ideas, buenas o malas, tenían que pasar por ella y recibir su sello para circular rápidamente por el mundo. Yo proclamo esas cualidades de Francia, y yo, que he censurado agriamente su política jacobina, soy el que en estos instantes reconozco la grandeza que, a pesar de ella, existe en Francia. ¿Y cómo no reconocerla, si a mí me ha causado profunda admiración, y algunas veces esa admiración ha movido la pluma para cantar la grandeza de aquellos que, víctimas expulsadas del propio hogar, lanzados como criminales fuera del territorio, al sonar la hora trágica para su patria, lo olvidan todo, y aquellos religiosos y sacerdotes expulsados de Francia, vienen hasta de Oriente, precipitadamente, en las primeras naves que alcanzan, y llegan al suelo de la patria y no preguntan quién los manda ni quién los dirige, y no miran nada más que el honor de Francia, y van a las trincheras a luchar heroicamente por ella?
Y esa nación, que vió cómo se postergaba, se hería y se escarnecía la conciencia católica; que vio cómo una política antimilitarista, que había penetrado hasta la escuela, no reconocía al servicio de los tres años, llegaba hasta negar el saludo jerárquico y a establecer la delación y las fichas en el Ejército, y había negado, con sus votos, en el Parlamento, los grandes aprestos militares y la artillería gruesa; a pesar de todo, cuando llegó la hora del combate, se los ve recogerse dentro de sí mismos, ir a pelear en las trincheras, horadar, por decirlo así, el suelo de la Patria, y con abnegación, con sacrificio heroico, regarle con su sangre, como si buscasen allá, en lo más hondo del suelo, las raíces de la vieja Francia para fecundarla de nuevo. (Aplausos.) Ye tengo hasta fe en su triunfo. ¿Sabéis porqué? Porque creo que, cuando salga purificada por la prueba caldaria de la catástrofe cuando reanude los eslabones de su historia y suprima el paréntesis jacobino, volverá a ser grande (Aplausos)
Con Fiaseis tenemos nosotros, relativamente, intereses antagónicos en el Mediterráneo: porque ella desearía ser allí la primera potencia y extenderse por todo el Norte africano, y claro está que eso pugna con nuestros intereses; hemos tenido muchas luchas en la Historia, hemos tenido muchas oposiciones y con trastes; pero esos contrastes y esas luchas que hemos tenido con ella, como con otros pueblos, son relativamente accidentales. Con Francia, el día de mañana, podríamos nosotros estrechar nuestras relaciones; pero, ¿con Inglaterra? Con Inglaterra, jamás. (Aplausos.)
La grandeza y la decadencia de Inglaterra.
¿Y es que yo niegue la grandeza de Inglaterra? Pocos habrá que tan profundamente la reconozcan. ¡Si no hay Imperio semejante al Imperio británico! Yo admiro la inmensa capacidad, la inmensa fuerza y energía que Inglaterra ha tenido que gastar para fundar ese colosal Imperio que ocupa más de la sexta parte del planeta, y que tiene bajo su cetro la cuarta parte del género humano. Inglaterra es grande, Inglaterra ha hecho cosas maravillosas en la Historia; ¿cómo he de desconocer yo esa grandeza?
Interiormente, su magnífica constitución y su desarrollo histórico, semejante por el sentido tradicionalista de sus instituciones a las de Roma, y fuera, asombra la inmensidad de su Imperio y su dominación; pero cuando se trata de las relaciones de Inglaterra con los demás Estados, mi Etica, en vez de admiración, pone otra palabra muy diferente. Es grande Inglaterra. ¿No lo ha de ser, si su Imperio, mayor que el de Ciro, el de Alejandro y el de Roma, ha llegado a ser más extenso que el nuestro?
Inglaterra, cuando mira a América, ve, allá en el Norte, el Canadá; en el centro, islas como las Bermudas y Jamaica; en el Mediodía, la Guayana; en la Oceanía, islas que parecen continentes; en Asia, la inmensa India; en África, desde el Egipto hasta el Transvaal; en el Mediterráneo, Chipre, Malta, Suez, Alejandría, Gibraltar, y cuando, apoyando un pie sobre Irlanda martirizada, y otro sobre Escocia céltica dominada, envanecida con el humo de sus fábricas, que parece que es el incienso que se tributa a sí misma, se contempla como un inmenso castillo que tiene por muralla el acantilado de su costa, y en cuyo foso cabe el Océano, desde lo alto de sus atalayas mira satisfecha cómo las cuerdas de sus navíos se van extendiendo sobre todo el planeta y le va estrechando y oprimiendo en sus redes; contempla sus formidables escuadras como bandadas de aves marinas dispuestas a levantar el vuelo, y a posarse en todos los pueblos al mandato de su voz. Y cuando parece repetir la frase del cronista aragonés aplicada a todos los mares, de que no se puede mover un pez sin llevar sobre sus escamas grabado el sello de sus leopardos, no advierte que unos extraños moradores de las aguas fabricados por la Ciencia, perfeccionados por el Genio, movidos por el Heroísmo, se sumergen entre las olas y disparan la muerte sobre sus acorazados, que desaparecen, deshechos, en el abismo; y cuando, llena de pavor, levanta sus ojos al cielo, ve cómo pausadamente toman las medidas del Támesis y se acercan a su Metrópoli los audaces zeppelines, extendiendo sus alas como las águilas triunfadoras de Germania. (Grandes y prolongados aplausos.)
Es grande Inglaterra. ¿Cómo he de negarlo yo? Creo que sí se hundiese políticamente en la Historia, su hundimiento sería semejante aj de sus islas en el mar, y que subirían alborotadas las olas en todas las costas entonando una elegía, y que al retirarse se replegarían sobre sí mismas y se juntarían, temerosas de que surgiese de improviso y las avasallase de nuevo. (Grandes aplausos.)
Pero Inglaterra ha negado, ha mutilado, ha sometido, ha sojuzgado a mi Patria, ha deshecho su Historia y ha roto sus ideales.
(Aplausos estrepitosos y repetidos. Se oyen vi vas a España, que son contestados con el mayor entusiasmo.)
Cuando un tirano pone su planta sobre la cerviz de la víctima, y ésta no forcejea y no se revuelve para combatir y libertarse del opresor, sino que besa la planta que la oprime, entonces, tened por seguro que allí ha muerto un cuerpo y antes ha muerto un honor. (Aplausos prolongados.)
Yo aspiro a la soberanía del Estrecho y a la integridad territorial que nos niega Inglaterra. Y digo más, y repito lo que he dicho muchas veces: si Alemania se uniera con Inglaterra, yo sería enemigo de Alemania; si Francia se sepa rara de Inglaterra, sería amigo de Francia. Por que la norma en mí no es el odio; son los intereses geográficos y la integridad de mi Patria (Nuevos aplausos.)
Grandeza extraordinaria de Alemania. Semblanza del Kaiser que la personifica.
Enfrente de Inglaterra otra potencia se levanta. De una humilde Marca de Brandemburgo ha nacido. ¿Conocéis algo semejante al Imperio alemán? En la Edad Media hay historiador que señala su di visión en más de trescientos Estados. Llega la hora de la Reforma, y se disgrega más; y la lucha más enconada continúa durante todo el siglo xvi, desde la Dieta de Spira y la Liga de Esmacalda, y desde la guerra de los campesinos hasta Multberg, la sangre se derrama a torrentes; que continúa corriendo sobre el suelo de Germania en el siglo xvii, con la guerra de los Treinta Años.
Y después del gran Federico y de la conquista de Silesia, en que parece que Prusia se yergue y se levanta, vuelve de nuevo a caer bajo el Imperio napoleónico, rendida y avasallada en Jena, y vuelve otra vez a erguirse y a levantarse, pero no completamente, no con el empuje con que al principio apareció. Y cuando viene la revolución de 1848, que parece el prólogo de otra revolución como la de 1789, y tras torna todos los tronos de Europa, Prusia se conmueve hasta en sus cimientos y no puede recobrar su imperio; pero empieza a trabajar, silenciosa y pacientemente, y llega el día de Sadowa, en el que alcanza el predominio sobre toda la raza germánica, y el 70, sobre la potencia latina, que podía contrabalancear su influjo en el Continente; y cuando ya se ha levantado así, emprende otra tarea paciente y tenaz, y el llamado imperialismo alemán, durante los veintisiete años que lleva ya de reinado el actual Emperador, no conquista un palmo de tierra con las armas, y cuando quiere adquirir territorios, como Las Carolinas y Marianas, o la sultanía de Zanzíbar, los compra. Multiplica la energía en las fábricas, las Universidades, las escuelas, movidas todas por un solo impulso y una dirección: la grandeza del Imperio.
Y cuando llega la hora suprema del conflicto europeo, aparace esa Alemania gigantesca, a la que habría que saludar rendidamente, aun que no fuese más que por cuestión de Estética. (Muy bien. Aplausos.)
No ha pasado por el mundo, no ha rodado sobre la tierra, una máquina semejante a la máquina formidable del Ejército alemán. Tomando la ofensiva en Rusia, la defensiva en la línea de Flandes; con un Ejército en los Cárpatos, con otro Ejército de ocupación en Bélgica, con otro en diez departamentos franceses, con otro más grande, y siempre en movimiento, en los ferrocarriles, lo mismo al tomar la ofensiva que la defensiva, lo mismo al defender que al atacar, lo mismo al conquistar las plazas que al reconquistar regiones, siempre está en el primer puesto, y tiene en este momento, avasallando la tierra, siete millones de hombres sobre las armas. (Aplausos.)
Tenía preparados, hace ya seis meses, un millón de hombres, porque contaba con el desprendimiento de Italia (risas), y esta es la hora en que, vencida y humillada Rusia, y próxima a pedir la paz, puede precipitar su triunfo, el más espléndido de la Historia. Y esa máquina de guerra, con ser tan grande, no puede compararse a la fábrica que la ha producido, que es el pueblo alemán, y aun esa fábrica es inferior al motor de esa máquina, que es su espíritu, y para medirlo bien hay que ver su imagen, su encarnación viva en el gran Emperador. (Aplausos.)
Guillermo II, de quien decía ya Bismarck que sería Canciller de sí mismo, es el cónsul de su país que abre mercados a sus nuevos productos; es el embajador, que teje para él nuevas relaciones; es artista, es poeta y es humanista; fomenta o cultiva todos los ramos de las bellas artes; impulsa las ciencias hasta en los discursos latinos que dirige al rector de la Universidad de Bonn; parece un peregrino cuando recorre Palestina; parece un cruzado cuando penetra, a la caída de la tarde, en los santuarios de Polonia, es monstrum activitatis, como César. Un día aparece ante las lineas de Flandes, otro en las ciudades conquistadas, preside a los generales, enmienda los planes y, al mismo tiempo, preside a sus ministros y a sus hombres civiles; toma el mando de divisiones, dirige batallas, y allá en los Cárpatos, a la luz indecisa de la mañana, cuando sus soldados, ateridos por el frío, luchan con los elementos que han rendido a los ejércitos de Napoleón y parece que vacilan, divisan, envuelto en su capo te de soldado, como una aparición fantástica, al nuevo Carlomagno, que pronuncia palabras mágicas que encienden los corazones: y la visión desaparece, porque a los pocos días el Emperador Guillermo está sepultado en las trincheras de Francia hablando con sus soldados.
Por eso yo le saludo con respeto y con amor, no sólo como a la personificación gloriosa de la Monarquía y del orden en el mundo, sino como al testamentario de Felipe II y de Napoleón... (Grandes y prolongados aplausos.)
Si no me hubierais interrumpido con esos aplausos, que agradezco por lo espontáneos, pero no por lo oportunos (Risas), yo os hubiera dicho, completando mi frase, que le aplaudía, y le amaba, y le respetaba, no tan sólo como personificación de la Monarquía, sino como testamentario de Felipe II y de Napoleón, porque cumplía contra la Gran Bretaña los designios de la raza latina, que ésta no ha sabido cumplir. (Estrepitosos aplausos.)
Segundo ideal de España: La federación con Portugal.
No basta, señores, el dominio del Estrecho, porque para completar la autonomía geográfica, como os he dicho antes, es necesaria la unión con Portugal. ¿En qué forma y de qué manera? La conquista, jamás; la absorción, nun ca: una federación. Si nosotros llegásemos a dominar en el Estrecho, si ejerciésemos en él la soberanía, no habría razón alguna para la tu tela de Inglaterra en la Península, y no exis tiendo esa tutela, es claro que la unidad geográfica de España exigiría una unidad de política internacional. No podíamos permitir en la Península una política internacional sostenida y apoyada en el dominio de una parte de ella por una potencia extranjera, y habiendo unidad de política internacional, sería necesario un órgano, y ese órgano sería una federación, o bien en forma de Monarquía dual o bien en forma de Imperio, con una Monarquía en lo internacional subordinada.
Se dice: ¿Es que entonces estableceríamos una dominación indirecta sobre Portugal? No; estableceríamos una federación. ¿Cómo? Apoyándonos sobre un partido español.
Existe en Portugal una parte de la clase media que no responde a la pureza de la raza portuguesa, porque la raza portuguesa, en la mayor parte de su aristocracia y en el pueblo bajo, se conserva pura; pero por una influencia detestable de las colonias sobre la metrópoli, no sucede así en parte de la clase media, que es la que produce esas revoluciones cinematográficas que tienen algo de motines zoológicos. (Grandes aplausos y risas.)
Y para que Portugal no sea el Méjico de Europa, es necesario que, apoyándonos en los elementos más sanos de Portugal, en un partido español o ibérico si queréis, lleguemos a la federación de toda la Península con una sola política internacional. Esa es mi aspiración en lo que a Portugal se refiere. Y no es la aspiración de un español en contraposición a un lusitano, pues en un sentido verdadero somos españoles todos, como decía Almeida Garret en el famoso estudio sobre Camoens, en aquella frase que repetía con orgullo Menéndez Pelayo: «Españoles somos, y de españoles nos debemos de preciar todos los que habitamos la Península Ibérica». Y si queréis oir las palabras de un ilustre historiador lusitano, de Oliveira Martins, yo os las recordaré; pero antes quiero leeros otras que he copiado de un gran español del siglo xvii. Felipe II, en las Cortes de Tomar, reconocía, con una amplitud verdaderamente extraordinaria, todos los privilegios, fueros, instituciones, usos y costumbres que tenía Portugal, hasta el punto de aceptar una multitud de criados, damas, grandes y caballeros portugueses a su servicio y no permitir que ningún español ejerciese cargo militar ni civil en Portugal, llegando al caso inusitado de que no pasasen de media docena los empleados españoles en Portugal, cuando se emancipó en 1640. Y ved lo que un español, embajador y escritor ilustre, decía a los portugueses cuando se emanciparon, comentando lo que Felipe II les había prometido y cumplido.
Son palabras del insigne Saavedra Fajardo, que decía a los portugueses en el siglo xvii:
«No deben desdeñarse los portugueses de que se junte aquella Corona con la de Castilla, que de ella salió como Condado y vuelve a ella como Reino; y no a incorporarse y mezclarse con ella, sino a florecer a su lado, sin que se pueda decir que tiene Rey extranjero, sino propio, pues no por conquista, sino por sucesión... poseía el Reino y le gobernaba con sus mismas leyes, estilos y lenguajes, no como castellanos, sino como portugueses. Y aunque tenía su residencia en Madrid, resplandecía Su Majestad en Lisboa. No se veían en los escudos y sellos de Portugal, ni en sus flotas y Armadas, el León y Castillo, sino las Quinas... No se daban sus premios y dignidades a extranjeros, sino solamente a los naturales, y éstos gozaban también de los de Castilla y de toda la Monarquía, favorecidos con la grandeza, con las encomiendas y puestos mayores de ella, estando en sus manos las armas de mar y tierra y el gobierno de las provincias más principales. El comercio era, como en todas partes, común; también la religión y el nombre general de españoles...»
Oid ahora lo que dice Oliveira Martins, en su Historia de Portugal, al examinar los fundamentos de la nacionalidad portuguesa. Los va señalando todos, y hablando de las fronteras de Portugal ya había dicho en otra parte: «¿Qué fronteras serán las nuestras, que cortan perpendicularmente los ríos y las cordilleras?» Y examinaba la raza, y no encontraba diferencia, y examinaba el lenguaje, y veía que era una lengua románica como la lengua gallega, de la cual se deriva; y afirma después:
«Quien pise Portugal y España, observará ciertamente, o no tiene ojos, una afinidad innegable de aspecto y de carácter, un parentesco evidente, entre los pueblos de los dos lados del Miño, del Guadiana, de la raya seca del Este. Si esos hombres no hablasen, nadie distinguiría las dos naciones. Y, por otra parte, ¿confunde ya alguien un algarbés o un alemtejano puro con un puro miníense (minhoto)? La historia común funde, no separa; después de ver que, a pesar de transcurridos siete siglos, no hay diferencias marcadas, la observación de los hombres llévanos a creer que, con efecto, en Portugal faltó una unidad de raza, sobrando, por el contrario, una voluntad enérgica o una capacidad notable en sus Príncipes... Con un trozo de Galicia, otro de León, otro de la España meridional sarracena, esos Príncipes compusieron para sí un Estado.»
«Verdad es que nuestra independencia restauróse en 1640; pero ¿cómo? ¿Se atreverá alguien a decir que fué una resurrección? ¿No será la historia de la Restauración la nueva historia de un país que, destruida la obra del Imperio ultramarino, surge en el siglo xvi, como en el nuestro aparece Bélgica para las necesidades del equilibrio europeo? ¿No vivimos, desde 1641, bajo el protectorado de Inglaterra? ¿No hemos llegado a ser, positivamente, una factoría británica?»
«En sus lenguas, en sus tradiciones, en su carácter, el Celta de Irlanda encuentra siempre un punto de apoyo vivo y positivo. ¿Queréis una prueba de la diferencia? Los puntos de apoyo que nosotros buscamos han muerto o son negativos. Muerto el Imperio marítimo y colonial, la India y toda la historia, que terminó con Os Lusiadas en 1580. Negativo el odio a Castilla, que ni nos oprime ni nos odia.»
Armonía y reciprocidad de afectos e intereses entre España y Alemania. Testimonios de López Domínguez y Polavieja.
Señores, los intereses de Alemania son concordes con nuestros intereses, los intereses de Inglaterra son opuestos a nuestros intereses geográficos y permanentes. De modo que en la hora de la liquidación de la guerra y ahora, acentuando las corrientes de simpatía, la nación, a mi entender, debe dirigirse hacia Alemania, y nunca jamás hacia Inglaterra. Debe dirigirse hacia Alemania, aunque no sea más que apoyándose en aquel apotegma oriental que encierra una verdad perenne: «Son nuestros amigos los enemigos de nuestros adversarios.» (Muy bien. Grandes aplausos.)
Alemania es, ante todo y sobre todo, una. potencia continental; su triunfo la obligaría a ser, y lo es ya, potencia marítima; trataría de extender su influencia en el Mediterráneo y necesitaría allí un punto de apoyo, una nación vigorosa y fuerte. Y esa nación, ¿cuál seria? Esa nación no puede ser Italia, no puede ser Francia; es demasiado exigua Grecia y está en el otro extremo para serlo. Esa nación tiene que ser, necesariamente, España.
Los intereses de Alemania son concordes con nuestros intereses, y por eso, hoy me lo decía persona que acaba de llegar de Berlín, si las simpatías de una gran parte de la nación española se acentúan cada vez más a Alemania, las de Alemania hacia España han llegado a un grado tal, que puede decir graciosamente nuestro embajador, señor Polo de Bernabé, que allí, después del Kaiser, el que más manda es él (Risas), y se ha podido llegar a decir que el ser español, en Alemania, es un salvo conducto para recorrer el Imperio. (Grandes aplausos.)
Estas tendencias no son sólo afirmaciones mías. Yo voy a tener el gusto de leeros aquí las de dos ilustres generales españoles (es claro que muertos, no cito generales vivos) que han ocupado los más altos puestos y jerarquías en la milicia; pero que, como estudiaron nuestro territorio y nuestras defensas, habían visto con más clarividencia que. nuestros políticos.
Oid, señores, lo que decía el general López Domínguez el año 1882 en el prólogo que, con su finca, estampó al frente de la obra de Navarrete, titulada Las llaves del Estrecho. El general López Domínguez decía, hablando de Gibraltar, pero generalizando después el hecho.
«Sobre todo, hay que pensar que, sea cual quiera la razón, el motivo, el pretexto y hasta el derecho con que flamea el pabellón de la Gran Bretaña en lo alto del monte Calpe, en clavado en tierra española, el hecho es que tal afrenta, hiere la dignidad de cuantos en aquélla nacieron, y hay que aprovechar todas las ocasiones y adoptar todos los medios y recursos, procurando por la paz, como por la guerra, si a ésta fatalmente se llega, por Tratados, como por por convenios y alianzas, la consecución de lo que se propone usted en su trabajo Las llaves del Estrecho. Sólo en un medio no hay que pensar jamás, y es en el del cambio de otro pedazo de España por el que debe volver a ser nuestro, como lo exige el honor y la integridad de la Patria.» (Grandes aplausos.)
Y otro general ilustre, que tenía excepciona les condiciones de hombre de Estado, y cuyas Memorias yo poseo, pues por una amistad, que recuerdo con agrado, y con una confianza ex trema, que no olvidaré nunca, me ha hecho poseedor de algunos secretos que en ellas se con signan y que sirven para juzgar la orientación, o mejor dicho, los descarríos de nuestra política internacional, el general Polavieja, el año 1904, en una Memoria que parece profética, porque, entre otras cosas, no sólo anuncia la guerra europea, sino que, en el momento de la lucha, Italia se desprenderá de los Imperios centrales, en esa Memoria, hablando de la política española, dice cosas como estas que voy a tener el gusto de leer:
«Con relación a Londres y Berlín somos hoy, manifiestamente, la Corea europea, con la diferencia, esencialísima en nuestro favor, que la asiática tiene que ser forzosamente dominada por Rusia o por el Japón, mientras que España está sólo en igualdad de condiciones con aquélla respecto a Francia e Inglaterra, pero no con Alemania, que necesita en nosotros el aliado fuerte y rico, que con su poder naval sea amenaza del de Inglaterra en el Cantábrico y en el Mediterráneo, y de las comunicaciones marítimas de Francia entre este mar y el Atlántico; y que con sus ejércitos distraiga fuerzas de Francia en el Pirineo y anule a Portugal; llegan do así a mejor garantir la paz de Europa y sus intereses en la política mundial, hoy muy perturbados por Inglaterra, que ayudó a los Esta dos Unidos contra España y ayuda al Japón contra Rusia.
»Podrán los jefes de nuestros partidos fantasear cuanto les acomode respecto a nuestra política exterior; pero deben tener muy en cuenta que no vivimos en la luna, y, por lo tanto, en condiciones de hacer cuanto les acomode y convenga a sus propagandas políticas, y sí en la tierra sujetos a sus intereses genera les, y más particularmente, a los de nuestro continente.
»La Inglaterra fuerte y poderosa, sintiéndose débil para su tan preconizado espléndido aislamiento, ha tenido que abandonarlo y contraer alianzas que le permitan sostener por modo eficaz los intereses de su política económica, que son los de su existencia.
»¿Cómo la débil España pretende lo que no ha podido alcanzar el gran Imperio británico?
»Obligados, pues, si somos capaces de en mienda, a desechar la política exterior que aquél no pudo mantener, y que a nosotros nos costó un imperio colonial, dos caminos sola mente se abren ante nosotros: el de la alianza con Alemania o con Inglaterra...
»Esta nos necesita débiles, e impone servidumbre, si no somos hábiles; aquélla nos quiere poderosos, y nos exige ser hombres.» (Aplausos)
Los tres dogmas nacionales, completados con los Estados Unidos de la América del Sur.
Si hay Congreso de la paz en la hora de la liquidación de la guerra o ésta se termina por paces parciales impuestas por el vencedor, España necesita afirmar sus ideales, y necesita afirmar los de una manera solemne en este período que la antecede. Necesitamos una unidad que esté más allá de las fronteras, y ya que las unidades morales interiores se han roto, es necesario que, siquiera más allá de las fronteras, por en cima de las discordias de los partidos, de las luchas, de los enconos, haya algo que nos junte y que nos una.
Yo quiero que esos tres grandes objetivos de la política internacional: la soberanía en el Es trecho, la federación con Portugal y el requerimiento a los pueblos americanos, que es una consecuencia, nos liguen, nos unan, nos junte a todos los españoles en una región serena que se extienda sobre los partidos, adonde las pasiones no lleguen, donde los rencores acaben y los amores comiencen. Propugnemos este ideal, defendámoslo todos, hablemos también nosotros de una España Irredenta, y si se dice que somos imperialistas, no importa: los españoles del siglo xvi también lo eran, bajo el manto y el cetro de Carlos V, y se cubrieron de gloria en todos los campos de batalla. Sí, seamos imperialistas del Imperio español; pidamos que esos tres objetivos se cumplan, y cuando dominemos en el Estrecho, cuando hayamos impuesto una sola política internacional, con una dirección en toda la Península, ¡ah!, entonces es hora de completar el programa. (Grandes y estruendosos aplausos.)
Entonces nos podremos erguir en este extremo de Europa, y dirigirnos a los pueblos americanos, y decirles: «Os hemos dado todo lo que teníamos, hemos llevado allí, con Alonso de Cárdenas, nuestro Municipio glorioso; hemos llevado nuestras Cortes y nuestro gobierno representativo, os hemos llevado nuestras tradiciones, hemos erigido el monumento de nuestras leyes de Indias, hemos levantado esas razas e injertado en ellas la sangre española, y esos Estados americanos, que hablan nuestra lengua, formados están con nuestra carne, y son obra de nuestra civilización; ahora, emancipados de Europa, no veis la nación humillada, postrada y envilecida, sino levantada, y ved cómo vuelve a enlazar su vida con la progenie de los navegantes y de los conquistadores, que, con sus espadas, tocaron en todas las cumbres, y los misioneros, que, con sus cruces, conductores de una vida sobrenatural, tocaron vuestras almas, y recordad cómo toda esa inmensa cordillera de los Andes, con sus bosques y sus ríos, vibró como un arpa gigantesca, con sones de epopeya, que todavía no ha podido igualar ningún pueblo de la tierra. Formemos ahora los Estados Unidos Españoles de América del Sur, para contrapesar los Estados Unidos sajones del Norte.» (Grandes aplausos.)
Y si me decís que es soñar, que es sueño ideológico buscar la realización de esos ideales, os diré que ese sueño lo están realizando todas las naciones de la tierra. El pangermanismo y el paneslavismo significan ese dominio de las razas sobre el territorio que habitan sus naturales; el panhelenismo significa la tendencia a querer dominar las islas del mar Egeo y todas aquellas tierras que llevan sello helénico; los Estados balkánicos, que no son nada más que naciones incipientes, tratan de completar su nacionalidad sobre porciones de Turquía. Francia tiene SH irredentismo en Alsacia y Lorena; Italia le tie ne en Trieste y en el Trentino, y en Niza y en Savoya; lo tienen la Finlandia y Etonia y todos los países que se extienden a lo largo del Báltico, donde, a pesar de los vendavales moscovitas, no se ha podido extinguir el germen y la flora de nacionalidades indígenas; lo tiene Inglaterra, rama germánica que se asienta y do mina por su territorio sobre los países célticos. Todos buscan su autonomía geográfica; todos aspiran a que se complete el dominio del territorio nacional. ¿Y será aquí, como dicen, sueño romántico, vago idealismo, cosa quimérica lo que pretendo yo?
Los prácticos, los equilibrados y la poesía.
¡Pudiera ser! Con tanta práctica de la vida, con tanto espíritu metódico, con tanto hombre ecuánime y equilibrado, España se encuentra a la hora presente como veis. Ya estoy yo hace mucho tiempo en oposición radical con tantos equilibrados y ecuánimes (risas), porque siempre entendí que todas las grandes energías de los hombres y en las razas suponen un desequilibrio, y la santidad, y el heroísmo, y el genio lo son; y esos que están siempre entre el pro y el contra, oscilando de tal manera que no se atreven a lanzar una afirmación ni una negación, y que entre el sí y el no practican el qué sé yo, esos servirán para las épocas de paz decadente que siguen a los combates cruentos. Cuando dos Ejércitos han combatido sañudamente, y se han agotado, y se sientan sobre los escombros humeantes del combate, aquellos que no han luchado y que no han tomado parte en la contienda, suelen venir a hablar de paz; es la época de los armisticios, de los equilibrios, de !as escuelas doctrinarias que han hecho lucir tanto en la historia a los pueblos latinos, y singularmente al nuestro. (Risas.) Esos prácticos dirán que lo que yo afirmo y lo que yo deseo es poesía. Sea: prefiero mi poesía a la prosa suya. (Grandes y prolongados aplausos.)
Si la práctica y la prosa consisten en esta degradación parlamentaria, que va alcanzan do a todos los órdenes de la vida, en la merma de la riqueza pública, en la tiranía caciquil sobre la justicia que va nublando y sustituyendo en la mente popular con el favor; si consiste en la pérdida ignominiosa de las colonias, ¡ah!, entonces maldita sea la prosa y la práctica, y viva esa poesía, que si quiera alienta el corazón y enciende la fantasía. (Aplausos.)
Evocación de las grandezas y el alma de España.
¡Poesía, poesía! Yo quiero vivir en esa región de la poesía y quiero sumergirme, por decirlo así, en el espíritu nacional de mi patria; siento que soy una gota de una onda de ese río, siento la solidaridad no sólo con los que son, sino con los que fueron, y por eso la siento con los que vendrán.
Por eso amo a mi patria y la evoco en mis sueños y deseo vivir en una atmósfera que no se parezca a la atmósfera que me rodea en la hora presente. ¡Cuántas veces, al apartar la vista de la realidad actual, me dirijo hacia la Historia pasada, y la evoco y la busco en aquel período de intersección entre una España que termina y otra que comienza! Entonces veo aquella Reconquista que se va formando con hilos de sangre, que salen de las montañas y de las grutas de los eremitas, que van creciendo hasta formar arroyos y remansos, y veo nacer y crecer en sus márgenes los concejos y las behetrías, y los gremios, y los señoríos, las clases, los reinos y las Cor tes, y distingo a los monjes, a los religiosos, a los cruzados, a los pecheros, a los payeses, a los solariegos, a los infanzones, enlazados por los Fueros, los Usatges, los códigos, los poemas y los romanceros, descendiendo hacia la vega de Granada en un ocaso de gloria, para ver allí el alborear de una nueva época y de un nuevo mundo con la conquista de América y del Pacífico; y entonces pasan ante mi fantasía Colón y El Cano, Magallanes y Cortés: los conquistadores, los navegan tes y los aventureros; y a medida que el sol se levanta, mi alma arrebatada quiere vivir, y sentir, y admirar a políticos como Cisneros y como Felipe II; a estadistas caudillos como Carlos V y como Juan de Austria; y por un impulso de la sangre, deseo ser soldado de los tercios del Duque de Alba, de Requesens y de Farnesio, y quiero que recreen mis oídos los períodos solemnes de Fray Luis de Granada, y las estrofas que brotan de la lira de Lope y de Calderón, y que me traiga relatos de Lepanto, aquel manco a quien quedó una mano todavía para cincelar sobre la naturaleza humana a Don Quijote, y quiero ver pasar ante mis ojos los embajadores de los Parlamentos de Sicilia y de Munster, que se llaman Quevedo y Saavedra Fajardo; y ver la caída de Flandes al través de las lanzas de Velázquez, y quiero sentarme en la Cátedra de Vitoria para observar cómo el pensamiento teológico de mi raza brilla en aquella frente soberana, y quiero verle llamear en la mente de Vives, sembrador de sistemas, y en la de Suárez, ascendiendo hasta las cumbres de la Metafísica; y quiero más: quiero que infundan aliento en mi corazón los penitentes varoniles y desgarrados en los cuadros de Ribera, y le caldeen las llamas místicas que brotan en lo más excelso del espíritu español con Santa Teresa y San Juan de la Cruz, y quiero, en fin, embriagarme de gloria española, sentir en mi alma el alma de la madre España, porque cuando se disipe el sueño, cuando se desvanezca el éxtasis y tenga que volver la realidad presente, no importa que sólo sea recuerdo del pasado lo que he contemplado y sentido, porque siempre habrá dejado ardor en el corazón y fuego en la palabra para comunicarle a mis hermanos y decirles que es necesario que se encienda más su patriotismo cuanto más vacile la patria.
(La ovación inmensa que se tributa al orador dura varios minutos, y se oyen muchos vivas a España. Todo el público, puesto en pie, aplaude delirantemente. Las señoras agitan los pañuelos y arrojan sobre el orador los ramos de flores con que han sido obsequiadas a la entrada. El momento es de una emoción tan intensa como imponderable.)
No creía yo que iba a empezar aquí la batalla de flores que está anunciada para esta tarde, y que, además, no podría realizarse fuera de este local estando vosotras en él. (Risas.) Esta es una hermosa protesta que hacéis vosotras contra aquellos que denigran y rechazan la Poesía, sin la cual la vida de nada serviría. Porque las fuentes de la Poesía son: el amor a Dios, el amor a la Naturaleza exterior, que entra en nosotros con rientes imágenes; el amor a la naturaleza interior, en donde germina el manantial de los más elevados sentimientos, y el amor a la mujer. Sin esos amores, la vida no merecería la pena de vivirse; sin esos amores, la Humanidad no sería más que una colección despreciable de apetitos y de tubos digestivos. (Risas.)
Llamamiento a la aristocracia y a los corazones españoles.
Por eso yo la invoco, y si me lo permiten los señores fotógrafos (que están enfocando al orador en medio del teatro), que no suelen tener la oportunidad por norma (Risas), yo les diré que no quiero concluir sin hacer una afirmación y dirigir un ruego, y hasta un recordatorio; porque al pasar la vista por estos palcos y plateas, veo en ellos tantos nombres ilustres de las grandes casas de nuestra vieja aristocracia, que no me atrevería a terminar sin recordarles sus grandes deberes en los momentos actuales y en los que han de seguirlos antes de la terminación de la guerra.
¡Ya sé yo que en la gran democracia cristiana, desde la tarde del Calvario, ningún cristiano se ha quedado sin blasón. ¡Y qué blasón! El que Don Juan de Austria puso en su escudo: un crucifijo orlado con la corona de espinas; pero sé también que sobre la igualdad natural está un hecho tan natural como ella: la desigualdad de aptitudes y las de condiciones que producen las superioridades morales, de virtudes, de talentos y de grandes empresas, hazañas y servicios prestados, que forman una minoría selecta que tiene todo pueblo que no se improvisa. (Grandes aplausos.)
Yo sé que desde las almenas de un viejo torreón, desde un palacio desierto, desde una casa solariega abandonada, un blasón roto y limado por el tiempo, aunque esté cubierto de jaramagos y le sombren penachos de hiedra, no es una lápida sepulcral detrás de la cual hay un cadáver: es una puerta detrás de la cual hay varios siglos que hablan a las generaciones sucesivas y les dicen con voz imperiosa: «No hemos ganado estos títulos ni estos blasones para que sean como un grado más alto en el escalafón de las vanidades sociales, ni para que sirvan de adorno en la portezuela del coche o del automóvil; los hemos conquistado para que prolonguen los altos hechos que los iniciaron.» Porque son el símbolo de abnegaciones, de sacrificios heroicos, de las virtudes gloriosas de varones fuertes que mandan con voz imperativa a sus descendientes, y los imiten, y por eso añaden: «No importa que la fortuna haya menguado con un industrialismo con que no contabais y con una desvinculación que os ha dejado sin el patrimonio material que nosotros os legamos; basta el patrimonio moral de las grandes hazañas para que, en las horas de crisis de la Patria, deis el ejemplo a las muchedumbres.» Escuchad esa voz. Vosotros formáis parte de la Historia de España; si se arrancaran violentamente los nombres de toda nuestra vieja aristocracia con tudas las empresas que re presentan, esa Historia quedaría desgajada, y esa Historia habla desde los blasones y habla desde los sepulcros, y os dice en estas horas críticas, en estas horas supremas: Dad el ejemplo, haced de cada hogar una escuela de patriotismo, sin que os importe el tener o no fortuna; tenéis el patrimonio espiritual, y ese basta; porque no importa nada que los caballeros sean mendigos, con tal de que los mendigos sean caballeros. (Muy bien. Aplausos.)
Proclamemos los tres grandes ideales de la Patria como tres dogmas nacionales; afirmémoslos sobre todas las diferencias de los partidos; estemos dispuestos a sacrificar por ellos la vida, y si vienen aquí mercaderes de conciencias a querer comprar voluntades, que sepan que la dignidad española no se vende ni se cotiza en los mercados públicos; que sepan que habría que comprar también el sentido común y el instinto de conservación, y esos, cuando van al mercado y quieren venderse, ya no extisten. (Muy bien. Aplausos.)
Hagamos de cada corazón un ascua, que todas ellas se junten, formando una hoguera cuyas llamas tiñan el horizonte con sus resplandores, y si tenemos la desventura de no haber podido realizar estos ideales, que la generación que haya de sucedemos, al dirigir una mirada hacia los que la precedieron, no lance una maldición, sino que diga de nosotros que, como el caudillo de Israel, vimos en las lejanías del horizonte la tierra prometida, y que si no pudimos restaurar íntegramente la Patria, siquiera la hemos amado, la hemos conocido y sentido, y hemos legado el amor y el impulso a la generación afortunada que la reconquiste y la redima. (Ovación estruendosa que dura largo rato.)
Fuente
[editar]- El ideal de España. Los tres dogmas nacionales (Madrid, 1915)