El jugador/Capítulo 04
Hoy ha sido un día ridículo, escandaloso, incoherente.
Son las once de la noche y me hallo en mi cuartito concentrando mis recuerdos. Comencé la mañana yendo a jugar a la ruleta por cuenta de Paulina Alexandrovna. Tomé sus ciento sesenta federicos, pero con dos condiciones: la primera, que no quería jugar a medias, y la segunda, que Paulina me explicara por qué tenía tal necesidad de ganar y me indicara, concretamente, la suma que le era necesaria.
Yo no podía suponer que ella quisiese jugar únicamente por el dinero. Con seguridad lo necesita, y lo más pronto posible, para fines que ignoro. Me prometió darme esa explicación y nos despedimos.
En las salas de juego había mucha gente. Se veían rostros cínicos en cuyos ojos se pintaba la avidez.
Me abrí paso hacia la mesa del centro y me senté cerca del croupier. Mis principios fueron tímidos, no arriesgaba más que dos o tres monedas cada vez. Sin embargo, hice diversas observaciones. Me parece que en el fondo todos esos cálculos sobre el juego no significan mucho y no tienen la importancia que les atribuyen muchos jugadores. Estos se hallan allí con papeles cubiertos de cifras, anotan cuidadosamente las jugadas, cuentan, deducen las probabilidades. Después de haberlo calculado todo se deciden por fin a jugar... y pierden, exactamente lo mismo que aquellos que como yo, simples mortales, juegan al azar.
He hecho, sin embargo, un descubrimiento que parece cierto: en la sucesión de las probabilidades fortuitas hay no un sistema, sino algo parecido a un orden... Lo que, sin duda, es extraño.
Por ejemplo, que los doce últimos números salen después que los doce del centro, supongamos dos veces. Luego vienen los doce primeros, a los cuales siguen de nuevo los doce del centro, que salen tres o cuatro veces alineados. Después de esto vienen los doce últimos, lo más a menudo dos veces. Luego son los doce primeros, que no se dan más que una. De este modo la suerte designa tres veces los doce del centro, y así seguidamente durante una hora y media o dos horas. ¿No es curioso esto?
Tal día, una tarde por ejemplo, ocurre que el negro alterna continuamente con el rojo. Esto cambia a cada instante, de forma que cada uno de los dos colores no sale más que dos o tres veces seguidas. Al día siguiente, o a la misma tarde, el rojo sale solo, jugada tras jugada, por ejemplo, hasta veintidós veces seguidas, y continúa, así, infaliblemente, durante algún tiempo. Algunas veces un día entero.
Muchas de estas observaciones me han sido comunicadas por Mr. Astley, que permanece a todas horas junto al tapete verde, pero sin jugar ni una sola vez. Por lo que a mí se refiere, perdí todo mi dinero en muy poco tiempo. Primero puse veinte federicos al par y gané. Los puse de nuevo y volví a ganar. Y así dos o tres veces seguidas. Salvo error, reuní en algunos minutos unos cuatrocientos federicos.
Era el momento de marcharse, pero una ansia extraña se apoderó de mí. Experimentaba una especie de deseo de desafiar a la suerte, de hacerle burla, de sacarle la lengua. Arriesgué la mayor postura permitida, cuatro mil florines, y perdí. Luego, poseído por la exaltación, saqué todo el dinero que me quedaba; hice la misma postura y perdí del mismo modo.
Salí de la sala como aturdido. No podía comprender lo que me pasaba y no anuncié mi pérdida a Paulina Alexandrovna hasta el momento antes de cenar. Hasta esa hora había vagado por el parque.
Durante la comida me sentí de nuevo excitado, exactamente igual que dos días antes. El francés y la señorita Blanche comían con nosotros. Esta última se hallaba por la mañana en el casino y había presenciado mis proezas. Esta vez se fijó más en mí.
El francés procedió más francamente y me preguntó "si había perdido todo mi dinero particular". Tuve la impresión de que sospechaba de Paulina. Mentí y dije que si, el mío...
El general no salía de su asombro. ¿De dónde había sacado yo aquella suma? Le expliqué que había empezado con diez federicos y que al doblar mi postura seis o siete veces había llegado a ganar cinco o seis mil florines, y que luego en dos jugadas me quedé sin un céntimo.
Todo lo cual era verosímil. Al dar estas explicaciones miraba a Paulina, pero no pude leer nada en su rostro.
Me había dejado hablar sin interrumpirme, de lo que deduje que era necesario mentir y disimular que había jugado por ella. En todo caso, pensaba yo, me debe la explicación que me ha prometido esta mañana.
Esperaba que el general hiciese algún comentario, pero guardó silencio. En cambio, tenía un aire agitado e inquieto. Quizás, en la situación en que se hallaba, le era penoso saber que todo ese oro había estado en poder de un imbécil atolondrado como yo.
Presumo que hubo ayer noche una discusión borrascosa con el francés. Estuvieron encerrados mucho tiempo, hablando acaloradamente. Al salir, el francés parecía estar furibundo, y esta mañana, muy temprano, ha visitado de nuevo al general, sin duda para reanudar la conversación de la víspera.
Al enterarse de mis pérdidas el francés me hizo observar, con malicia, que era preciso ser más prudente.
-Aun cuando hay numerosos jugadores entre los rusos -añadió no sé con qué intención- los rusos no me parecen capaces para el juego.
-Pues yo -repliqué- estimo que la ruleta no ha sido inventada nada más que para los rusos.
Como el francés sonreía desdeñosamente, le dije que la verdad estaba de mi parte. Al aludir a los rusos como jugadores, les censuraba más bien que alababa, y, por lo tanto, se me podía creer.
- ¿En qué funda usted su opinión? -preguntó el francés.
-En el hecho de que la facultad de adquirir constituye, a través de la historia, uno de los principales puntos del catecismo de las virtudes occidentales. Rusia, por el contrario, se muestra incapaz de adquirir capitales, más bien los dilapida a diestro y siniestro. Sin embargo, nosotros, los rusos, tenemos también necesidad de dinero -añadí-, y por consiguiente, recurrimos con placer a procedimientos tales como la ruleta, donde uno se puede enriquecer de pronto, en unas horas, sin tomarse ningún trabajo.
Esto nos encanta, y como jugamos alocadamente... perdemos casi siempre.
-Eso es verdad... en parte -aprobó el francés con aire de suficiencia.
-No; eso no es verdad, y debería sentirse avergonzado de hablar así de nuestros compatriotas -intervino el general con tono impresionante.
-Permítame -le respondí-, se puede discutir qué es más vil: la extravagancia rusa o el procedimiento germánico de amasar fortunas con el sudor de la frente.
- ¡Qué idea tan absurda! -exclamó el general.
- ¡Qué idea tan rusa! -exclamó el francés.
Yo reía y me moría de ganas de hacerles rabiar.
-Preferiría mucho más permanecer toda mi vida en una tienda de kirguises -exclamé- que adorar al ídolo alemán.
- ¿Qué ídolo? -exclamó el general poseído por la cólera.
-La capacidad alemana de enriquecerse. Estoy aquí desde hace poco tiempo y, sin embargo, las observaciones que he tenido tiempo de hacer sublevan mi naturaleza tártara. ¡Vaya qué virtudes! Ayer recorrí unos diez kilómetros por las cercanías. Pues bien, es exactamente lo mismo que en los libros de moral, que en esos pequeños libros alemanes ilustrados; todas las casas tienen aquí su papá, su Vater, extraordinariamente virtuoso y honrado. De una honradez tal que uno no se atreve a dirigirse a ellos. Por la noche toda la familia lee obras instructivas. En torno de la casita se oye soplar el viento sobre los olmos y los castaños. El sol poniente dora el tejado donde se posa la cigüeña, espectáculo sumamente poético y conmovedor. Recuerdo que mi difunto padre nos leía por la noche, a mi madre y a mi, libros semejantes, también bajo los tilos de nuestro jardín... Puedo juzgar con conocimiento de causa. Pues bien, aquí cada familia se halla en la servidumbre, ciegamente sometida al Vater. Cuando el Vater ha reunido cierta suma, manifiesta la intención de transmitir a su hijo mayor su oficio o sus tierras. Con esa intención se le niega ladote a una hija que se condena al celibato. El hijo menor se ve obligado a buscar un empleo o a trabajar a destajo y sus ganancias van a engrosar el capital paterno. Sí, esto se practica aquí, estoy bien informado. Todo ello no tiene otro móvil que la honradez, una honradez llevada al último extremo, y el hijo menor se imagina que es por honradez por lo que se le explota. ¿No es esto un ideal, cuando la misma víctima se regocija de ser llevado al sacrificio? ¿Y después?, me preguntaréis. El hijo mayor no es más feliz. Tiene en alguna parte una Amalchen, la elegida de su corazón, pero no puede casarse con ella por hacerle falta una determinada suma de dinero. Ellos también esperan por no faltar a la virtud y van al sacrificio sonriendo. Las mejillas de Amalchen se ajan, la pobre muchacha se marchita. Finalmente, al cabo de veinte años, la fortuna se ha aumentado, los florines han sido honrada y virtuosamente adquiridos. Entonces el Vater bendice la unión de su hijo mayor de cuarenta años con Amalchen, joven muchacha de treinta y cinco años, con el pecho hundido y la nariz colorada...Con esta ocasión vierte lágrimas, predica la moral y exhala acaso el último suspiro. El hijo mayor se convierte a su vez en un virtuoso Vater y vuelta a empezar. Dentro de cincuenta o sesenta años el nieto del primer Vater realizará ya un gran capital y lo transmitirá a su hijo; éste al suyo y después de cinco o seis generaciones, aparece, en fin, el barón de Rothschild en persona, Hope y Compañía o sabe Dios quién... ¿No es ciertamente un espectáculo grandioso? He aquí el coronamiento de uno o dos siglos de trabajo, de perseverancia, de honradez, he aquí a dónde lleva la firmeza de carácter, la economía, la cigüeña sobre el tejado. ¿Qué más podéis pedir? Ya más alto que esto no hay nada, y esos ejemplos de virtud juzgan al mundo entero lanzando el anatema contra aquellos que no los siguen. Pues bien, prefiero más divertirme a la rusa o enriquecerme en la ruleta. No deseo ser Hope y Compañía... al cabo de cinco generaciones.
Tengo necesidad de dinero para mí mismo y no deseo vivir únicamente para ganar una fortuna.
Ya sé que he exagerado mucho, pero me alegro de que ésas sean mis convicciones.
-Ignoro si tendrá o no razón en lo que ha dicho -insinuó el general, pensativo-, pero el hecho es que usted es un charlatán insoportable cuando le aflojan la rienda...
Según su costumbre, no acabó la frase. Cuando nuestro general, aborda un tema que rebasa, por poco que sea, el nivel de una conversación corriente, no termina jamás sus frases.
El francés escuchaba tranquilamente, abriendo mucho los ojos. No había comprendido casi nada de lo que yo decía. Paulina afectaba una indiferencia desdeñosa. Parecía no enterarse de nuestra conversación de sobremesa.