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El lechero del convento

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Tradiciones en Salsa Verde
El lechero del convento

de Ricardo Palma


Allá, por los años de 1840, era yanacón o arrendatario de unos potreros en la chacra de Inquisidor, vecina a Lima, un andaluz muy burdo, reliquia de los capitulados con Rodil, el cual andaluz mantenía sus obligaciones de familia con el producto de la leche de una docena de vacas, que le proporcionaban renta diaria de tres a cuatro duros.

Todas las mañanas, caballero en guapísimo mulo, dejaba cántaros de leche en el convento de San Francisco, en el Seminario y en el monasterio de Santa Clara, instituciones con las que tenía ajustado formal contrato.

Habiendo una mañana amanecido con fiebre alta, el buen andaluz llamó a su hijo mayor, mozalbete de quince años cumplidos, tan groserote como el padre que lo engendrara, y encomendóle que fuera a la ciudad a hacer la entrega de cántaras, de a ocho azumbres, de leche morisca o sin bautizar.

Llegado a la portería de Santa Clara, donde con la hermana portera estaban de tertulia matinal la sacristana, la confesonariera, la refitolera y un par de monjitas más, informó a aquella de que, por enfermedad de su padre, venía él a llenar el compromiso.

La portera, que de suyo era parlanchina, le preguntó:

— ¿Y tienen ustedes muchas vacas?

— Algunas, madrecita.

— Por supuesto que estarán muy gordas...

— Hay de todo, madrecita; las vacas que joden están muy gordas, pero las que no joden están más flacas que usted, y eso que tenemos un toro que es un grandísimo jodedor.

— ¡Jesús! ¡Jesús! -gritaron, escandalizadas, las inocentes monjitas. Toma los ocho reales de la leche y no vuelvas a venir, sucio, cochino, ¡desvergonzado!, ¡sirverguenza!

De regreso a la chacra, dio, el muy zamarro, cuenta a su padre de la manera como había desempeñado su comisión, refiriéndole, también, lo ocurrido con la portera.

— ¡Cojones! ¡Pedazo de bestia! ¡Buena la has hecho, hijo de puta! Ir con esas pendejadas a calentar a las monjas. ¡Hoy te mato a palos, canalla!

Y le arrimó una buena zurribanda.

A la mañana siguiente, fue el patán andaluz llevando la leche al monasterio, y por todo el camino iba cavilando sobre la satisfacción que se creía obligado a dar a las monjas.

— Madrecitas -les dijo-, vengo a pedirles mil perdones, por las bestialidades que dijo ayer, ese zopenco de mi hijo.

— No ponga usted caso en eso, ño Prisciliano -contestó una de las monjas-, son cosas de muchacho inocente, que no sabe lo que habla.

Se sulfuró al oír esto ño Prisciliano; como yo, tenía tirria y enemiga con los inocentones.

— ¿Inocentón, mi hijo? No lo crea usted, madre. ¡Coño y recoño! Como que no sabe usted, que el otro día lo sorprendí con tamaña pinga en la mano, cascándose tres golpes de puñeta. ¡Carajo, con el inocentón!

Y las monjas, poniéndose las manos en los oídos, echaron a correr como palomas asustadas por el gavilán.

Adivinarse deja, que cambiaron de lechero.