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El loro y la cotorra

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El loro y la cotorra
de Félix María Samaniego


Tenía una doncella muy bonita,

llamada Mariquita,

un viejo consejero

que en ella por-entero,

cuando se alborotaba

su cansada persona, desaguaba

con tal circunspección y tal paciencia

como si a un pleito diese la sentencia.

Era de este señor el escribiente

un mozuelo entre frailes educado,

como ellos suelen ser, rabicaliente,

rollizo y bien armado,

que, cuando el consejero fuera estaba,

a doña Mariquita consolaba.

Sucedió, pues, que un día

la consoló en su cuarto, donde había

en jaulas diferentes

un loro camastrón, cuyo despejo

todo lo comprendía por ser viejo,

y una joven cotorra muy parlera,

que la conversación de los sirvientes

oyeron, la cual fue de esta manera:

-¿ Te gusta, Mariquita?

-Sí, mucho, mucho; estoy muy contentita.

-¿ Entra bien de este modo?

-Sí, mi escribiente... ¡ Métemelo todo!

-Pues menéate más..., que estoy perdido.

-Y yo... Que viene... ¡ Ay, Dios...! ¡Que ya ha venido!

Y en efecto, llegaba el consejero

en aquel mismo instante,

y apenas su escribiente marrullero

dejó regado el campo de su amante,

cuando, con la ganilla que traía,

al mismo cuarto entró su señoría.

Quitóse en él la toga,

dióse en la parte floja un manoteo,

y a la que su materia desahoga

manifestó su lánguido deseo.

Ella, puesta debajo

de un modo conveniente,

se acordó en su trabajo

del natural vigor del escribiente,

y empezó a respingar con tal salero

que por poco desmonta al consejero.

Este, viendo el peligro que corría,

dijo: -Basta... ¿ Qué hacéis, doña María?

¡ Guarde más ceremonia con mi taco,

o por vida del rey que se lo saco!

-De veros, el contento,

replicó la taimada,

me hace tener tan fuerte movimiento.

¡ Perdón!

-Sí, dijo el viejo; perdonada

estás, si es que te alegra mi llegada.

La cotorra, que aquello estaba oyendo,

dijo entonces, sus alas sacudiendo:

-Lorito, contentita

está la Mariquita.

A que respondió el loro prontamente:

-¡ Si se lo metió todo el escribiente!