El lunar/Capítulo II

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Las últimas palabras pronunciadas por el rey no eran precisamente una sentencia de muerte, pero sí una especie de prohibición de vivir. ¿Qué podría hacer en 1756 un joven sin fortuna y de quien el rey no quería ni hablar? Procurarse un destino, hacerse filósofo o acaso poeta; pero sin influencia, como en aquel caso, nada valía todo ello.

No era ésta, ni con mucho, la vocación del caballero de Vauvert, que acababa de escribir, con los ojos arrasados en llanto, la carta de que se burlaba el rey. Entretanto, a solas con su padre en el fondo del viejo castillo de Neauflette, se paseaba por la estancia con aire triste y enfurecido.

-Quiero ir a Versalles.

-¿Y qué vas a hacer allí?

-No lo sé; pero ¿qué hago aquí?

-Acompañarme; ciertamente que esto no será muy divertido para vos, y de ningún modo quiero reteneros. Pero ¿olvidáis que vuestra madre ha muerto?

-No, señor; y le prometí consagraros la vida que os debo. Volveré, pero quiero partir; no sabría permanecer aquí.

-¿Y a qué se debe eso?

-A un extremado amor. Amo perdidamente a mademoiselle de Annebault.

-Sabéis que es inútil. Nadie más que Molière puede hacer casamiento sin dote. Olvidáis, además, que he caído en desgracia.

-¡Ah, señor! ¡Vuestra desgracia! ¿Me será permitido, sin apartarme del más profundo respeto, preguntaros a qué se debe? Nosotros no pertenecemos al Parlamento. Nosotros no creamos el impuesto, pero lo pagamos. Si el Parlamento escatima los dineros del rey, es cosa suya y no nuestra. ¿Por qué ha de arrastrarnos en su ruina el señor abate de Chauvelin?

-El señor abate de Chauvelin procede como un hombre honrado. Se niega a aprobar el diezmo porque está escandalizado de las dilapidaciones de la Corte. En tiempos de madame de Châteauroux no hubiera ocurrido nada semejante. Aquélla, al menos, era realmente hermosa, y no costaba nada, ni aun lo que prodigaba generosamente. Y aunque reina y señora, se consideraba satisfecha con que el rey no la enviase a pudrirse en un calabozo cuando le retirase su favor. Pero esta Etioles, esta Normant, esta Poisson insaciable... [2]

[2] Diversos títulos que poseía Pompadour.

-¿Y qué importa?

-¿Qué importa, decís? Más que pensáis. ¿Sabéis siquiera que, al presente, mientras el rey nos arruina, la fortuna de su griseta es incalculable? Al principio se hacía pasar una renta de ciento ochenta mil libras; pero esto no era más que una bagatela, que hoy no se tiene en cuenta. No es posible hacerse idea de las tremendas sumas que el rey pone a sus pies. No pasan tres meses sin que ella coja al vuelo, como sin darle importancia, quinientas o seiscientas mil libras, unas veces sobre las sales y otras sobre el aumento de crédito para las caballerizas; con el alojamiento de que disfruta en todas las mansiones reales, compra la Selle, Cressy, Aulnay, Brimborion, Marigny, Saint-Remi, Bellevue y otras muchas tierras y castillos en París, Fontainebleau, Versalles y Compiègne, sin contar una fortuna secreta colocada en todos los países y en todos los Bancos de Europa, para el caso de su probable desgracia o de que el soberano muriera. Y ¿quién paga todo esto, queréis decirme?

-Lo ignoro, señor; pero yo no.

-Vos como todo el mundo. Francia, el pueblo que suda sangre y agua, que grita en las calles e insulta la estatua de Pigalle. Y el Parlamento se niega a más: no quiere nuevos impuestos. Cuando se trataba de gastos de guerra, nuestro último escudo se hallaba siempre dispuesto; no pensábamos en regatear. El rey, victorioso, pudo ver claramente cuán amado era de todo el reino, y aun más claramente cuando estuvo para morir. Cesó entonces toda disidencia, toda facción, todo rencor; Francia entera se arrodilló ante el lecho del rey y rogó por él. Pero si pagamos sin reparar sus soldados y sus médicos, no queremos seguir pagando sus queridas, y tenemos que hacer algo más que sostener a madame de Pompadour.

-No la defiendo, señor. No sabría darle ni quitarle la razón; no la he visto jamás.

-Sin duda, y no os disgustaría verla, ¿verdad?, para formar sobre ella alguna opinión: que a vuestros años la cabeza juzga por los ojos. Intentadlo, si bien os parece, pero se os rehusará tal satisfacción.

-¿Por qué, señor?

-Porque es una locura; porque la tal marquesa es tan invisible en sus camarines de Brimborion como el Gran Turco en su serrallo; porque os darán pon todas las puertas en las narices. ¿Qué intentáis hacer? ¿Conseguir lo imposible? ¿Buscar fortuna como un aventurero?

-No, como un enamorado. No pretendo suplicar, señor, sino reclamar contra una injusticia. Tenía una esperanza fundamentada, casi una promesa de monsieur de Biron; estaba en víspera de poseer lo que más amo, y mi amor no era ninguna insensatez; vos no lo desaprobasteis. Permitid, pues, que trate de defender mi causa. Ignoro si tendré que entenderme con el rey o con madame de Pompadour, pero quiero partir.

-¡No sabéis lo que es la Corte, y queréis presentaros en ella!

-¡Bah! Acaso por lo mismo que soy un desconocido se me reciba con mayor facilidad.

-¡Vos desconocido! ¡Un antiguo noble! ¿Así pensáis? ¡Con un nombre como el vuestro...! Somos antiguos gentilhombres, señor mío; no podréis pasar inadvertido.

-¡Mejor entonces! El rey me escuchará.

-No querrá ni oír hablar de vos. Soñáis con Versalles, y pensáis veros en él no más que en cuanto el postillón se detenga... Supongamos que llegáis hasta la antecámara, hasta la galería, hasta el Ojo de Buey; veréis que entre Su Majestad y vos no hay más que el batiente de una puerta: pues mediará un abismo. Retrocederéis, buscaréis recomendaciones, protectores: nada encontraréis. ¿Cómo creéis que el rey se venga, de nuestro parentesco con monsieur de Chauvelin? De Damieus se venga con el tormento; del Parlamento, con el destierro; pero de nosotros, con una palabra o, peor todavía, con el silencio. ¿Sabéis lo que es el silencio del rey cuando, con muda mirada, en vez de responderos os examina fijamente, al pasar, y os anonada? Después del cadalso en la plaza de la Grève y en la prisión de la Bastilla, existe una especie de suplicio que, menos cruel en apariencia, deja tanta huella como la mano del verdugo. Cierto que el condenado queda en libertad; pero ya no ha de pensar nunca en acercarse a una mujer, a un cortesano, a un salón, a una abadía o a un cuartel. Todo se cerrará o dará media vuelta ante sus ojos, y así habrá de vagar, al azar, en una invisible prisión.

-Pero yo daré tantas vueltas que saldré de ella.

-No más que salieron otros. El hijo de monsieur de Meynières no era más culpable que vos. Como vos, había recibido las mejores promesas y las más legítimas esperanzas. Su padre, el más fiel vasallo de Su Majestad, el hombre más honrado de su reino, desatendido por el rey, ha tenido que ir, con sus cabellos blancos, no a suplicar, sino a intentar convencer a la griseta favorita. ¿Y sabéis lo que le ha respondido? He aquí sus propias palabras, que monsieur de Meynières me copia en una carta: «El rey es el dueño; no juzga digno de vos manifestaros personalmente su desagrado; se contenta con hacéroslo experimentar privando a vuestro hijo de una brillante posición. Castigaros de otro modo sería comenzar un proceso, y el rey no quiere; es preciso respetar su voluntad. Sin embargo, os compadezco y participo de vuestras penas porque he sido madre; sé lo que es para vos dejar a vuestro hijo sin una posición.» ¡Ya veis el estilo de esa criatura! ¡Y queréis poneros a sus pies!

-¡Se dice que los tiene preciosos!

-¡Sí, por cierto! No siendo guapa, todos sabemos que el rey la adora. Cede y se doblega ante ella. Para mantener su extraño poder, preciso es que tenga algo más que su cabeza hueca.

-¡Pretenden que tiene un talento especial!

-¡Y muy poco corazón! ¡Bonito mérito!

-¿Poco corazón ella, que tan bien sabe declamar los versos de Voltaire, cantar la música de Rousseau y representar Alcira y Colette? Es imposible, jamás lo creeré.

-Id a verlo, puesto que así lo queréis. Yo aconsejo, no ordeno; pero perderéis el viaje. ¿Tanto amáis, en fin, a esa damisela de Annebault?

-Más que a mi vida.

-Pues idos.