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El lunar/Capítulo VII

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Casi tan aturdido como la primera vez por todos los esplendores de Versalles, que aquella noche no estaba desierto, vagaba el caballero por la galería principal, mirando a todas partes e intentando averiguar para qué había ido allí; pero nadie parecía pensar en él. Al cabo de una hora de aburrimiento, pensaba marcharse, cuando dos máscaras exactamente iguales, que estaban sentadas en un diván, le detuvieron al pasar. Una de ellas le apuntó con el dedo como si tuviera una pistola; la otra se levantó y, dirigiéndose a él, le dijo, cogiéndose descuidadamente de su brazo:

-Parece, caballero, que estáis en buena relación con nuestra marquesa.

-Perdón, señora; pero ¿de quién habláis?

-Demasiado lo sabéis.

-No os entiendo.

-¡Oh, ya lo creo!

-En absoluto.

-Pero si lo sabe toda la Corte.

-Yo no pertenezco a ella.

-Os hacéis el tonto. Os repito que se sabe.

-Es posible, señora; pero yo lo ignoro.

-Supongo que no ignoraréis que anteayer se cayó un paje de su caballo junto a la verja del Trianón. ¿No estabais, por azar, presente?

-Sí, señora.

-¿Y no le ayudasteis a levantarse?

-Sí, señora.

-¿Y no entrasteis en el palacio?

-Indudablemente.

-¿Y no os dieron un papel?

-Ciertamente.

-El rey no estaba en el Trianón: estaba de caza; la marquesa estaba sola..., ¿no es verdad?

-Sí, señora.

-Acababa de levantarse y apenas si estaba vestida. Sólo tenía, según se dice, un gran peinador.

-Las gentes, a quien no se les puede impedir que hablen, dicen todo lo que se les ocurre.

-Muy bien; pero parece ser que entre la marquesa y vos se cruzó una mirada que no le disgustó a ella.

-¿Qué queréis decir con eso, señora?

-Que no le habéis disgustado.

-No entiendo nada de eso, señora; pero me desesperaría que una benevolencia tan amable y tan extraña, que yo no esperaba y que me ha llegado al fondo del corazón, pudiera motivar falsas interpretaciones.

-Pronto os acaloráis, caballero; cualquiera diría que ibais a desafiar a toda la Corte; pero no acabaréis nunca de matar a tanta gente.

-Pero, señora, si ese paje se cayó y si yo llevé su mensaje... Permitidme preguntaros por qué se me interroga.

La máscara le apretó el brazo y le dijo:

-Escuchadme, caballero.

-Cuanto gustéis, señora.

-Veréis de qué se trata. El rey no está ya enamorado de la marquesa, ni nadie cree que lo haya estado nunca. Ella acaba de cometer una imprudencia: se ha puesto por montera al Parlamento con el asunto de los dos sueldos de impuesto, y ahora se atreve a atacar a una potencia aun mayor: a la Compañía de Jesús. Sucumbirá en la lucha; pero tiene armas, y, antes de perecer, se defenderá.

-Muy bien, señora; pero ¿qué tengo yo que ver con todo eso?

-Os lo voy a decir. El señor de Choiseul está medio reñido con el señor de Bernis, y ni uno ni otro saben a punto fijo lo que van a intentar. Bernis se va a marchar, y Choiseul ocupará su lugar; una palabra vuestra puede decidirlo todo.

-Decidme en qué forma, señora. Os lo ruego.

-Dejando contar vuestra visita del día pasado.

-¿Y qué relación puede haber entre mi visita, los jesuitas y el Parlamento?

-Escribid dos palabras, y la marquesa está perdida. Y estad seguro de que el mayor interés, el más vivo reconocimiento...

-Os ruego que me perdonéis, señora. A madame de Pompadour se le cayó el abanico delante de mí, y, recogiéndoselo, se lo devolví. Me dio las gracias, y con la amabilidad que la distingue me permitió que yo a mi vez se las diese.

-Vamos al grano, que el tiempo se pasa. Yo soy la condesa de Estrades; vos amáis a mi sobrina, mademoiselle de Annebault..., y no tratéis de negarlo, porque sería inútil; solicitáis una plaza de oficial..., mañana mismo la obtendréis; y si Atenaida os gusta, no tardaréis en ser mi sobrino.

-¡Oh, señora! ¡Cuán bondadosa sois!

-Pero hay que hablar.

-No, señora.

-Había oído decir que amabais a mi sobrina.

-Todo lo más que se puede amar, señora; pero si alguna vez puedo declarar ante ella mi amor, es preciso que también pueda declarar mi honor.

-¡Qué terco sois, caballero! ¿Y es ésa vuestra última palabra?

-La última y la primera.

-¿Os negáis a entrar en la Guardia? ¿Rechazáis la mano de mi sobrina?

-A ese precio, sí, señora.

Madame de Estrades lanzó al caballero una mirada penetrante y llena de curiosidad, y al no advertir luego en su rostro el menor signo de duda, alejose lentamente, perdiéndose entre la multitud.

El caballero, que no podía entender nada de tan extraña aventura, fue a sentarse en un rincón de la galería.

-¿Qué pensará hacer esa mujer? -se decía-. Debe estar un poco loca. ¡Quiere trastornar el Estado por medio de una estúpida calumnia, y me propone que me deshonre para poder alcanzar la mano de su sobrina! ¡Pero Atenaida me rechazaría, o, si se prestaba a semejante intriga, sería yo quien la rechazaría a ella! ¡Cómo buscarle un perjuicio a esa buena marquesa, difamarla, calumniarla...! ¡Nunca, no; eso nunca!...

Distraído, como de costumbre, iba probablemente el caballero a levantarse y a hablar en voz alta, cuando un dedito de color de rosa le tocó ligeramente en el hombro. Levantó los ojos y vio delante de él a las dos máscaras, vestidas con idéntico traje, que le habían abordado.

-¿Conque no queréis ayudarnos? -dijo una de las máscaras, disimulando la voz.

Pero aunque los dos trajes fuesen absolutamente iguales, y aunque pareciese todo perfectamente estudiado para que se confundiesen la una con la otra, el caballero no se engañó, pues ni la mirada ni el acento eran los mismos de antes.

-¿Contestaréis, caballero?

-No, señora.

-¿Escribiréis?

-Tampoco.

-La verdad es que sois terco. Buenas noches, señor teniente.

-¿Qué decís, señora?

-Ahí va vuestro nombramiento y vuestro contrato matrimonial.

Y diciendo esto le arrojó el abanico.

Era éste el mismo que ya había recogido dos veces el caballero. Los amorcillos de Boucher jugueteaban en el pergamino, al lado del dorado nácar. No cabía duda alguna: era el abanico de madame de Pompadour.

-¡Oh, cielos! ¿Es posible, marquesa?

-Y tan posible -respondió alzando sobre su barbilla el encajito negro.

-No sé cómo agradecer, señora...

-Ni hace falta. Sois un galante caballero, y nos volveremos a ver, puesto que estáis entre nosotros. El rey os ha colocado bajo el estandarte blanco. Acordaos de que no hay mejor elocuencia para un solicitante que la de saber callar a tiempo... Y dispensadnos -añadió, riendo y marchándose- si antes de concederos la mano de nuestra sobrina hemos tomado informes.

FIN