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El más bruto de los héroes

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El más bruto de los héroes
de Joaquín Díaz Garcés


Estay había sido preso por «homecida», como decía él a los que indiscretamente se lo preguntaban, al través de las rejas de la cárcel. Y a confesión de parte...

Pero, en fin, malo no era el pobre Estay. Se habían metido faldas de por medio, y seguramente copas también. Alguien le insultó, salieron a la vuelta de la esquina, pusieron de testigo al policial y se acuchillaron durante media hora. ¿Qué culpa tenía Estay, que el muerto hubiera sido el otro? En cambio, había sacado una cuchillada en la cara, otra cerca del ojo, un puntazo en la frente y rasmillones por todas partes.

Con la cara llena de sangre fue llevado a la comisaría, donde se la estancó, antes que pudieran evitarlo, con tierra recogida en el suelo. Y así, con el rostro mitad fiero, mitad grotesco, se paró ante el juez, se encogió de hombros, no le sacaron palabra y fue a parar al presidio.

Allí vegetó el infeliz homecida, muriéndose de inanición. No era la vergüenza ni el remordimiento, los que le enflaquecían: muchas veces había dicho a propósito de su víctima, que bien muerto estaba, y que no rezaría ni siquiera un Padre Nuestro a las ánimas, por el descanso de la suya. Lo que debilitaba sus fuerzas era la falta de libertad. Falta de libertad que era la muerte para ese incansable aventurero, libre y soberano como un cóndor, que no reconocía autoridad, ni ley, ni superior siquiera, que no dormía bajo techo, ni calentaba sus manos en brasero alguno, ni conocía madre, ni mujer alguna. Falta de libertad, que era la muerte para ese hombre que no sentía el amor, que no entendía la virtud, que no sabía el alfabeto, que no usaba caballo ni carretela, ni tren, para movilizarse leguas arriba o leguas abajo, buscando un jornal, un compañero o una trilla. Falta de libertad, que era la muerte para ese hombre, que si estaba enfermo se emborrachaba, que si alguien se le ponía por delante le despachaba de una cuchillada, que si quemaba el sol se acostaba a mediodía con la cara contra el suelo y si estaba húmeda la tierra, de espaldas contra ella.

Estay se moría, sin majestad, sin convulsiones, sin tristezas. Moría, como muere un animal de su clase: emperrado. Juntó un día los labios, se los mordió para no abrirlos, y se tendió junto a una muralla. Lo pateó el guardián y él ni gruñó siquiera.

-Ese bruto se muere -le dijeron al alcaide.

Y el alcaide, que en esa fecha -(1879)- era dueño y señor del presidio, hizo tomar a Estay, ponerlo en la puerta de la calle, pegarle una patada por la espalda y decirle:

-¡Camina, asno! ¡Anda a tomar un rifle! La pólvora te sentará bien.

Estay abrió los ojos y vio no ya la urdiembre mezquina del sol que entraba a la celda, ni esa luz sucia y como mortecina que caía por la ventana. Era aquella explosión de sol, aquella abundancia de aire, lo único que podía ser: la libertad absoluta. Y corrió como un loco y se cayó varias veces al suelo, y fue a golpear un portón grande, macizo, donde sabía que le iban a recibir con los brazos abiertos y allí le gritaron:

-¡Quién vive! y él contestó con bríos:

-¡Quién ha de ser, cáspita! ¡Quién ha de ser! ¡Yo!

El sargento Lambrecht torció el gesto, y exclamó en el cuarto de banderas:

-O me equivoco, o el que llega es lo único que nos falta para barrer con los peruanos.

Y era él, era el famoso, el conocido Estay, el más bruto de los rotos.

A los dos días, harto ya de frejoles, no era el homecida, era el soldado.

«Las marchas han sido largas -escribía meses después el sargento a su mujer-, largas; pero nadie se ha aburrido. Estay habla, canta, insulta todo el día y toda la noche. No deja dormir, pero tampoco deja bostezar a nadie. Tiene a los peruanos en la punta de la lengua, parece que no les tiene mucha ley y que si los encontramos luego, Estay hará alguna de las suyas».

Iba en la tercera compañía; pero le conocía todo el regimiento. Cuando armaban carpas, le pasaban a Estay un cigarro para desatarle la lengua; y tendidos unos, y sentados otros, y los demás de pie, formaban esos grupos en que los pintores recrean el pincel, grupos de soldados en víspera de batalla, que se ríen a carcajadas, como si la muerte no les siguiera a retaguardia.

Contaba Estay todas las cuchilladas que había recibido en su vida. ¡Eran muchas! A los quince años había saltado, en compañía de otro pillo, las murallas de una arboleda para robar gallinas. Surgió la discusión sobre quién se llevaba el gallo; Estay quiso zanjar el asunto a bofetadas; pero el otro tenía más mundo y, sin decir agua va, le metió un cuchillazo en el pecho. Y el homecida se abrió entonces la camisa, para que otro le alumbrara con un fósforo y se viera la zanja, aún no cerrada por el tiempo, en sus carnes duras y tostadas.

Desde entonces, apenas pasó un año sin que le tocara dar o recibir puñaladas. ¡Qué hacerle! había tanta gente mala en el mundo; y luego, todo era llegar a una parte sin meterse con «naide», y armarse la camorra en menos que canta un gallo. Porque, francamente, ¡hay cristianos que parecen judíos!

Era un arnero ese bruto de Estay. Dicen que los gatos tienen siete vidas; pero el soldado del Buin debía tener setecientas.

Al caer la noche, los ronquidos de Estay eran los últimos. Principiaba por cantar, y seguía después con el tema de los peruanos. Y aún dormido, arrollado ya con la manta, bajo la atmósfera pesada y sofocante de la carpa, insultaba todavía con una pesadilla de tigre.



La mañana había amanecido luminosa; pero con olor a pólvora. A las cinco, se levantaba en el oriente como un vapor amarillo la primera luz del alba, que más tarde alumbraría un campo de batalla. A esa hora, el corneta brincó sobre su manta, despertado por el capitán de la compañía, oyó dos palabras, vibrantes y secas como un disparo, empuñó el instrumento de bronce, y momentos después el toque de zafarrancho convertía el campamento en un infierno.

El primer grupo fue el de Estay. Sus ojos vivaces lo habían adivinado todo: iba a comenzar la batalla. Instintivamente palpó su rifle, se lo acercó al cuerpo y lo estrechó como si fuera una mujer amada.

Entretanto, a su lado había un infierno de carreras, gritos, interjecciones violentas, saltos, movimientos desesperados, ese preliminar de un regimiento que despierta con el enemigo encima, con la muerte aleteando como un murciélago enorme sobre las cabezas aún dormidas.

Cinco minutos después, la tempestad se calmaba, las compañías buscaban las líneas, el rumor decrecía lentamente y bajaba sobre el antiguo vivac desordenado y bullicioso esa majestad silenciosa del ejército que aguarda el combate.

El regimiento se puso en marcha, descendió una ladera, ocupó el camino, torció una curva, desembocó en un valle extenso y no tardó en hacer alto y aguardar a discreción. Por todos lados, corrían ayudantes a caballo, llevando órdenes y trayendo datos.

Un instante después, allá a lo lejos comenzaba un tiroteo parejo, continuado, lejano, y una línea de globitos blancos, como copos de algodón, aparecía entre los árboles, marcando la infantería enemiga.

Suena la corneta, las voces de mando se suceden lacónicas, como pistoletazos, y el regimiento se desgrana como un rosario de cuentas. Un instante después, diseminadas las compañías y tendidos sobre la yerba los soldados, comienza el fuego, desgranado e inseguro al principio, continuado más tarde, y parejo como cien ametralladoras, enseguida.



Estay acompaña sus disparos de una verdadera explosión de insultos. Con los pies da golpes furiosos en el pasto y llega a enterrar en la tierra húmeda la rama punta de sus botas despedazadas. El sudor le cubre la cara y el humo deja caer sobre ella un hollín glorioso, bautizo de los reclutas.

Sobre las líneas de cabezas, recostadas en el pasto, barre el viento la nube de humo blanco como si quisiera ocultar las compañías. Una bandada de pájaros vuela agitada, proyectando sus sombras en el suelo. Y más lejos, un trueno lejano demuestra que la artillería entra en combate y que éste es de vida o muerte.

Dos veces en una hora avanza el regimiento, volviendo a tenderse en línea. El tiroteo tiene sus alternativas, pero no se extingue; y ya se ve que las balas son mortíferas porque la línea se ralea y quedan muchos bravos con la barriga al sol.

Estay grita y dispara, dispara y grita. Lambrecht lo admira:

-¡Cállate animal! -le dice- deja que hable tu rifle.

-¡Si es que las balas se me atoran, sargento!

-Lo que a ti se te atoran son las palabras, bandido. ¿Quieres callar?

-¡Ya me callo! Las ganas que tengo yo de botar esta escopeta y echarlas a cuchillo limpio... ¡Mire usted que se mueran los niños como moscas, por éstos... de peruanos!

Y Estay echaba mano a la cartuchera y quería meter de a tres balas juntas en el rifle, y se desesperaba de que aquello no matara como él deseaba que matase.

El combate se hacía fuerte, fuerte. El sol quemaba como un tizón. La sangre corría a hilitos entre el pasto, y cada soldado con tierra y sangre, con sudor y pólvora, se veía fiero como un perro bravo.

¡Adelante! Estay se revuelve como un toro, brama, ruge, se enronquece. Tira el rifle, lo recoge, se lo echa a la cara, dispara, vuelve a gritar. Es un endemoniado que ya no se contiene tendido, que ya no cree en su rifle, que rebosa ira y coraje.

-¡Bah! Sargento, ahí va la escopeta, es un trasto inútil -gritó de pronto el bruto de Estay, botando lejos el rifle humeante y echando a correr hacia el enemigo, sin que Lambrecht lograra alcanzarlo.

-¿Qué va a hacer este bandido? -preguntó aterrado el sargento.

Pero Estay corría, corría. De pronto se detuvo y pareció tropezar.

-Le metieron una píldora- gritó un soldado.

-¡Nada! -dijo otro-, éste tiene siete vidas. Sigue... ¿lo ven?

Y Estay seguía, pero pareció cambiar de pronto su plan. Se detuvo, accionó enérgicamente insultando a las líneas peruanas. Su voz se oyó desde las guerrillas del Buin, y centenares de ojos enrojecidos lo miraron con asombro. Y enseguida, dio vuelta la espalda a los enemigos, se desató la correa que ataba los anchos calzones de dril blanco, volvió hacia ellos lo que encontró más despreciativo volver, inclinó casi hasta el suelo la cabeza para mirar a los peruanos por entre sus piernas, y gritó con un rugido supremo:

-¡Apunten aquí... cochinos, bandidos, facinerosos! Una bala fue a vengar el insulto. Estay cayó de lado, con la desnuda espalda bañada en sangre, y se estiró, tieso como un poste.

Lambrecht se quedó con la boca abierta.

Otros han caído con majestad, con heroísmo, con firmeza; Estay tenía que morir como era: a lo bruto.