El médico de su honraEl médico de su honraPedro Calderón de la BarcaActo 1
Acto 1
Suena ruido de caja, y sale cayendo el infante don ENRIQUE,
don ARIAS y don DIEGO, y algo detrás el REY don Pedro, todos de camino
ENRIQUE:
¡Jesús mil veces!
ARIAS:
¡El cielo
te valga!
REY:
¿Qué fue?
ARIAS:
Cayó
el caballo, y arrojó
desde él al infante al suelo.
REY:
Si las torres de Sevilla
saluda de esa manera,
¡nunca a Sevilla viniera,
nunca dejara a Castilla!
¿Enrique! ¡Hermano!
DIEGO:
¡Señor!
REY:
¿No vuelve?
ARIAS:
A un tiempo ha perdido
pulso, color y sentido.
¡Qué desdicha!
DIEGO:
¡Qué dolor!
REY:
Llegad a esa quinta bella,
que está del camino al paso,
don Arias, a ver si acaso
recogido un poco en ella,
cobra salud el infante.
Todos os quedad aquí,
y dadme un caballo a mí,
que he de pasar adelante;
que aunque este horror y mancilla
mi rémora pudo ser,
no me quiero detener
hasta llegar a Sevilla.
Allá llegará la nueva
del suceso.
Vase el REY
ARIAS:
Esta ocasión
de su fiera condición
ha sido bastante prueba.
¿Quién a un hermano dejara,
tropezando de esta suerte
en los brazos de la muerte?
¡Vive Dios!
DIEGO:
Calla, y repara
en que, si oyen las paredes,
los troncos, don Arias, ven,
y nada nos está bien.
ARIAS:
Tú, don Diego, llegar puedes
a esa quinta; y di que aquí
el infante mi señor
cayó. Pero no; mejor
será que los dos así
le llevemos donde pueda
descansar.
DIEGO:
Has dicho bien.
ARIAS:
Viva Enrique, y otro bien
la suerte no me conceda.
Llevan al infante, y sale doña MENCÍA y JACINTA, esclava herrada
MENCÍA:
Desde la torre los vi,
y aunque quien son no podré
distinguir, Jacinta, sé
que una gran desdicha allí
ha sucedido. Venía
un bizarro caballero
en un bruto tan ligero,
que en el viento parecía
un pájaro que volaba;
y es razón que lo presumas,
porque un penacho de plumas
matices al aire daba.
El campo y el sol en ellas
compitieron resplandores;
que el campo le dio sus flores,
y el sol le dio sus estrellas;
porque cambiaban de modo,
y de modo relucían,
que en todo al sol parecían,
y a la primavera en todo.
Corrió, pues, y tropezó
el caballo, de manera
que lo que ave entonces era,
cuando en la tierra cayó
fue rosa; y así en rigor
imitó su lucimiento
en sol, cielo, tierra y viento,
ave, bruto, estrella y flor.
JACINTA:
¡Ay señora! En casa ha entrado...
MENCÍA:
¿Quién?
JACINTA:
...un confuso tropel
de gente.
MENCÍA:
¿Mas que con él
a nuestra quinta han llegado?
Salen don ARIAS y don DIEGO,
y sacan al infante don ENRIQUE,
y siéntanle en una silla'
DIEGO:
En las casas de los nobles
tiene tan divino imperio
la sangre del rey, que ha dado
en la vuestra atrevimiento
para entrar de esta manera.
MENCÍA:
(¿Qué es esto que miro? ¡Ay cielos!)
Aparte
DIEGO:
El infante don Enrique,
hermano del rey don Pedro,
a vuestras puertas cayó.
y llega aquí medio muerto.
MENCÍA:
¡Válgame Dios, qué desdicha!
ARIAS:
Decidnos a qué aposento
podrá retirarse, en tanto
que vuelva al primero aliento
su vida. ¿Pero qué miro?
¡Señora!
MENCÍA:
¡Don Arias!
ARIAS:
Creo
que es sueño fingido cuanto
estoy escuchando y viendo.
Que el infante don Enrique,
más amante que primero,
vuelva a Sevilla, y te halle
con tan infeliz encuentro,
¿puede ser verdad?
MENCÍA:
Sí es;
¡y ojalá que fuera sueño!
ARIAS:
Pues, ¿qué haces aquí?
MENCÍA:
De espacio
lo sabrás; que ahora no es tiempo
sino sólo de acudir
a la vida de tu dueño.
ARIAS:
¿Quién le dijera que así
llegara a verte?
MENCÍA:
Silencio,
que importa mucho, don Arias.
ARIAS:
¿Por qué?
MENCÍA:
Va mi honor en ello.
Entrad en ese retiro,
donde está un catre cubierto
de un cuero turco y de flores;
y en él, aunque humilde lecho,
podrá descansar. Jacinta,
saca tú ropa al momento,
aguas y olores que sean
dignos de tan alto empleo.
Vase JACINTA
ARIAS:
Los dos, mientras se adereza,
aquí al infante dejemos,
y a su remedio acudamos,
si hay en desdichas remedio.
Vanse don ARIAS y don DIEGO
MENCÍA:
Ya se fueron, ya he quedado
sola. ¡Oh quién pudiera, ah cielos,
con licencia de su honor
hacer aquí sentimientos!
¡Oh quién pudiera dar voces,
y romper con el silencio
cárceles de nieve, donde
está aprisionado el fuego,
que ya, resuelto en cenizas,
es ruina que está diciendo:
"Aquí fue amor"! Mas ¿qué digo?
¿Qué es esto, cielos, qué es esto?
Yo soy quien soy. Vuelva el aire
los repetidos acentos
que llevó; porque aun perdidos,
no es bien que publiquen ellos
lo que yo debo callar,
porque ya, con más acuerdo,
ni para sentir soy mía;
y solamente me huelgo
de tener hoy que sentir,
por tener en mis deseos
que vencer; pues no hay virtud
sin experiencia. Perfeto
está el oro en el crisol,
el imán en el acero,
el diamante en el diamante,
los metales en el fuego;
y así mi honor en sí mismo
se acrisola, cuando llego
a vencerme, pues no fuera
sin experiencias perfecto.
¡Piedad, divinos cielos!
¡Viva callando, pues callando muero!
¡Enrique! ¡Señor!
ENRIQUE:
¿Quién llama?
MENCÍA:
¡Albricias...
ENRIQUE:
¡Válgame el cielo!
MENCÍA:
...que vive tu alteza!
ENRIQUE:
¿Dónde estoy?
MENCÍA:
En parte, a lo menos
donde de vuestra salud
hay quien se huelgue.
ENRIQUE:
Lo creo,
si esta dicha, por ser mía,
no se deshace en el viento,
pues consultando conmigo
estoy, si despierto sueño,
o si dormido discurro,
pues a un tiempo duermo y velo.
Pero ¿para qué averiguo,
poniendo a mayores riesgos
la verdad? Nunca despierte
si es verdad que agora duermo;
y nunca duerma en mi vida
si es verdad que estoy despierto.
MENCÍA:
Vuestra alteza, gran señor,
trate prevenido y cuerdo
de su salud, cuya vida
dilate siglos eternos,
fénix de su misma fama,
imitando al que en el fuego
ave, llama, ascua y gusano,
urna, pira, voz y incendio,
nace, vive, dura y muere,
hijo y padre de sí mesmo;
que después sabrá de mí
dónde está.
ENRIQUE:
No lo deseo;
que si estoy vivo y te miro,
ya mayor dicha no espero;
ni mayor dicha tampoco,
si te miro estando muerto;
pues es fuerza que sea gloria
donde vive ángel tan bello.
Y así no quiero saber
qué acasos ni qué sucesos
aquí mi vida guiaron,
ni aquí la tuya trajeron;
pues con saber que estoy donde
estás tú, vivo contento;
y así, ni tú que decirme,
ni yo que escucharte tengo.
MENCÍA:
(Presto de tantos favores Aparte
será desengaño el tiempo).
Dígame ahora, ¿cómo está
vuestra alteza?
ENRIQUE:
Estoy tan bueno,
que nunca estuvo mejor;
sólo en esta pierna siento
un dolor.
MENCÍA:
Fue gran caída;
pero en descansando, pienso
que cobraréis la salud;
y ya os están previniendo
cama donde descanséis.
Que me perdonéis, os ruego,
la humildad de la posada;
aunque disculpada quedo...
ENRIQUE:
Muy como señora habláis,
Mencía. ¿Sois vos el dueño
de esta casa?
MENCÍA:
No, señor;
pero de quien lo es, sospecho
que lo soy.
ENRIQUE:
Y ¿quién lo es?
MENCÍA:
Un ilustre caballero,
Gutierre Alfonso Solís,
mi esposo y esclavo vuestro.
ENRIQUE:
¡Vuestro esposo!
Levántase don ENRIQUE
MENCÍA:
Sí, señor.
No os levantéis, deteneos;
ved que no podéis estar
en pie.
ENRIQUE:
Sí puedo, sí puedo.
Sale don ARIAS
ARIAS:
Dame, gran señor, las plantas,
que mil veces todo y beso,
agradecido a la dicha
que en tu salud nos ha vuelto
la vida a todos.
Sale don DIEGO
DIEGO:
Ya puede
vuestra alteza a ese aposento
retirarse, donde está
prevenido todo aquello
que pudo en la fantasía
bosquejar el pensamiento.
ENRIQUE:
Don Arias, dame un caballo;
dame un caballo, don Diego.
Salgamos presto de aquí.
ARIAS:
¿Qué decís?
ENRIQUE:
Que me deis presto
un caballo.
DIEGO:
Pues, señor...
ARIAS:
Mira...
ENRIQUE:
Estáse Troya ardiendo,
y Eneas de mis sentidos,
he de librarlos del fuego.
Vase don DIEGO
¡Ay, don Arias, la caída
no fue acaso, sino agüero
de mi muerte! Y con razón,
pues fue divino decreto
que viniese a morir yo,
con tan justo sentimiento,
donde tú estabas casada,
porque nos diesen a un tiempo
pésames y parabienes
de tu boda y de mi entierro.
De verse el bruto a tu sombra,
pensé que, altivo y soberbio,
engendró con osadía
bizarros atrevimientos,
cuando presumiendo de ave,
con relinchos cuerpo a cuerpo
desafïaba los rayos,
después que venció los vientos;
y no fue sino que al ver
tu casa, montes de celos
se le pusieron delante,
porque tropezase en ellos;
que aun un bruto se desboca
con celos; y no hay tan diestro
jinete, que allí no pierda
los estribos al correrlos.
Milagro de tu hermosura
presumí el feliz suceso
de mi vida, pero ya,
más desengañado, pienso
que no fue sino venganza
de mi muerte; pues es cierto
que muero, y que no hay milagros
que se examinen muriendo.
MENCÍA:
Quien oyere a vuestra alteza
quejas, agravios, desprecios,
podrá formar de mi honor
presunciones y concetos
indignos de él; y yo agora,
por si acaso llevó el viento
cabal alguna razón,
sin que en partidos acentos
la troncase, responder
a tantos agravios quiero,
porque donde fueron quejas,
vayan con el mismo aliento
desengaños. Vuestra alteza,
liberal de sus deseos,
generoso de sus gustos,
pródigo de sus afectos,
puso los ojos en mí;
es verdad, yo lo confieso.
Bien sabe, de tantos años
de experiencias, el respeto
con que constante mi honor
fue una montaña de hielo,
conquistada de las flores,
escuadrones que arma el tiempo.
Si me casé, ¿de qué engaño
se queja, siendo sujeto
imposible a sus pasiones,
reservado a sus intentos,
pues soy para dama más,
lo que para esposa menos?
Y así, en esta parte ya
disculpara, en la que tengo
de mujer, a vuestros pies
humilde, señor, os ruego
no os ausentéis de esta casa,
poniendo a tan claro riesgo
la salud.
ENRIQUE:
¡Cuánto mayor
en esta casa le tengo!
Salen don GUTIERRE Alfonso y COQUÍN
GUTIERRE:
Déme los pies vuestra alteza,
si puedo de tanto sol
tocar, ¡oh rayo español!,
la majestad y grandeza.
Con alegría y tristeza
hoy a vuestras plantas llego,
y mi aliento, lince y ciego,
entre asombros y desmayos,
es águila a tantos rayos,
mariposa a tanto fuego;
tristeza de la caída
que puso con triste efeto
a Castilla en tanto aprieto;
y alegría de la vida
que vuelve restituída
a su pompa, a su belleza,
cuando en gusto vuestra alteza
trueca ya la pena mía.
¿Quién vio triste la alegría?
¿Quién vio alegre la tristeza?
Y honrad por tan breve espacio
esta esfera, aunque pequeña;
porque el sol no se desdeña,
después que ilustró un palacio,
de iluminar el topacio
de algún pajizo arrebol.
Y pues sois rayo español,
descansad aquí; que es ley
hacer el palacio el rey
también, si hace esfera el sol.
ENRIQUE:
El gusto y pesar estimo
del modo que le sentís,
Gutierre Alfonso Solís;
y así en el alma le imprimo,
donde a tenerle me animo
guardado.
GUTIERRE:
Sabe tu alteza
honrar.
ENRIQUE:
Y aunque la grandeza
de esta casa fuera aquí
grande esfera para mí,
pues lo que de otra belleza,
no me puedo detener;
que pienso que esta caída
ha de costarme la vida;
y no sólo por caer,
sino también por hacer
que no pasase adelante
mi intento; y es importante
irme; que hasta un desengaño
cada minuto es un año,
es un siglo cada instante.
GUTIERRE:
Señor, ¿vuestra alteza tiene
causa tal, que su inquietud
aventure la salud
de una vida que previene
tantos aplausos?
ENRIQUE:
Conviene
llegar a Sevilla hoy.
GUTIERRE:
Necio en apurar estoy
vuestro intento; pero creo
que mi lealtad y deseo...
ENRIQUE:
Y si yo la causa os doy,
¿qué diréis?
GUTIERRE:
Yo no os la pido;
que a vos, señor, no es bien hecho
examinaros el pecho.
ENRIQUE:
Pues escuchad: yo he tenido
un amigo tal, que ha sido
otro yo.
GUTIERRE:
Dichoso fue.
ENRIQUE:
A éste en mi ausencia fïé
el alma, la vida, el gusto
en una mujer. ¿Fue justo
que, atropellando la fe
que debió al respeto mío,
faltase en ausencia?
GUTIERRE:
No.
ENRIQUE:
Pues a otro dueño le dio
llaves de aquel albedrío;
al pecho que yo le fío,
introdujo otro señor;
otro goza su favor.
¿Podrá un hombre enamorado
sosegar con tal cuidado,
descansar con tal dolor?
GUTIERRE:
No, señor.
ENRIQUE:
Cuando los cielos
tanto me fatigan hoy,
que en cualquier parte que estoy,
estoy mirando mis celos,
tan presentes mis desvelos
están delante de mí,
que aquí los miro, y así
de aquí ausentarme deseo;
que aunque van conmigo, creo
que se han de quedar aquí.
MENCÍA:
Dicen que el primer consejo
ha de ser de la mujer;
y así, señor, quiero ser
--perdonad si os aconsejo--
quien os dé consuelo. Dejo
aparte celos, y digo
que aguardéis a vuestro amigo,
hasta ver si se disculpa;
que hay calidades de culpa
que no merecen castigo.
No os despeñe vuestro brío;
mirad, aunque estéis celoso,
que ninguno es poderoso
en el ajeno albedrío.
Cuanto al amigo, confío
que os he respondido ya;
cuanto a la dama, quizá
fuerza, y no mudanza fue;
oídla vos, que yo sé
que ella se disculpará.
ENRIQUE:
No es posible.
Sale don DIEGO
DIEGO:
Ya está allí
el caballo apercibido.
GUTIERRE:
Si es del que hoy habéis caído,
no subáis en él, y aquí
recibid, señor, de mí,
una pía hermosa y bella,
a quien una palma sella,
signo que vuestra la hace;
que también un bruto nace
con mala o con buena estrella.
Es este prodigio, pues,
proporcionado y bien hecho,
dilatado de anca y pecho;
de cabeza y cuello es
corto, de brazos y pies
fuerte, a uno y otro elemento
les da en sí lugar y asiento,
siendo el bruto de la palma
tierra el cuerpo, fuego el alma,
mar la espuma, y todo viento.
ENRIQUE:
El alma aquí no podría
distinguir lo que procura,
la pía de la pintura,
o por mejor bizarría,
la pintura de la pía.
COQUÍN:
Aquí entro yo. A mí me dé
vuestra alteza mano o pie,
lo que está --que esto es más llano--,
o más a pie, o más a mano.
GUTIERRE:
Aparte, necio.
ENRIQUE:
¿Por qué?
Dejalde, su humor le abona.
COQUÍN:
En hablando de la pía,
entra la persona mía,
que es su segunda persona.
ENRIQUE:
Pues ¿quién sois?
COQUÍN:
¿No lo pregona
mi estilo? Yo soy, en fin,
Coquín, hijo de Coquín,
de aquesta casa escudero,
de la pía despensero,
pues le siso al celemín
la mitad de la comida;
y en efeto, señor, hoy,
por ser vuestro día, os doy
norabuena muy cumplida.
ENRIQUE:
¿Mi día?
COQUÍN:
Es cosa sabida.
ENRIQUE:
Su día llama uno aquél
que es a sus gustos fïel,
y lo fue a la pena mía;
¿cómo pudo ser mi día?
COQUÍN:
Cayendo, señor, en él;
y para que se publique
en cuantos lunarios hay,
desde hoy diré: "A tanto cay
San Infante don Enrique."
GUTIERRE:
Tu alteza, señor, aplique
la espuela al ijar; que el día
ya en la tumba helada y fría,
huésped del undoso dios,
hace noche.
ENRIQUE:
Guárdeos Dios,
hermosísima Mencía;
y porque veáis que estimo
el consejo, buscaré
a esta dama, y de ella oiré
la disculpa. (Mal reprimo Aparte
el dolor, cuando me animo
a no decir lo que callo.
Lo que en este lance hallo,
ganar y perder se llama;
pues él me ganó la dama,
y yo le gané el caballo).
Vanse el infante don ENRIQUE, don ARIAS, don DIEGO y COQUÍN
GUTIERRE:
Bellísimo dueño mío,
ya que vive tan unida
a dos almas una vida,
dos vidas a un albedrío,
de tu amor e ingenio fío
hoy, que licencia me des
para ir a besar los pies
al rey mi señor, que viene
de Castilla; y le conviene
a quien caballero es
irle a dar la bienvenida.
Y fuera de esto, ir sirviendo
al infante Enrique, entiendo
que es acción justa y debida,
ya que debí a su caída
el honor que hoy ha ganado
nuestra casa.
MENCÍA:
¿Qué cuidado
más te lleva a darme enojos?
GUTIERRE:
No otra cosa, ¡por tus ojos!
MENCÍA:
¿Quién duda que haya causado
algún deseo Leonor?
GUTIERRE:
¿Eso dices? No la nombres.
MENCÍA:
¡Oh qué tales sois los hombres!
Hoy olvido, ayer amor;
ayer gusto, y hoy rigor.
GUTIERRE:
Ayer, como al sol no veía,
hermosa me parecía
la luna; mas hoy, que adoro
al sol, ni dudo ni ignoro
lo que hay de la noche al día.
Y escúchame un argumento.
Una llama en noche oscura
arde hermosa, luce pura,
cuyos rayos, cuyo aliento
dulce ilumina del viento
la esfera. Sale el farol
del cielo, y a su arrebol
toda a sombra se reduce;
ni arde, ni alumbra, ni luce,
que es mar de rayos el sol.
Aplico agora; yo amaba
una luz, cuyo esplendor
bebió planeta mayor,
que sus rayos sepultaba,
una llama me alumbraba;
pero era una llama aquélla,
que eclipsas divina y bella
siendo de luces crisol;
porque hasta que sale el sol,
parece hermosa una estrella.
MENCÍA:
¡Qué lisonjero os escucho!,
muy parabólico estáis.
GUTIERRE:
En fin, ¿licencia me dais?
MENCÍA:
Pienso que la deseáis mucho;
por eso cobarde lucho
conmigo.
GUTIERRE:
¿Puede en los dos
haber engaño, si en vos
quedo yo, y vos vais en mí?
MENCÍA:
Pues, como os quedáis aquí,
adiós, don Gutierre.
GUTIERRE:
Adiós.
Vase don GUTIERRE. Sale JACINTA
JACINTA:
Triste, señora, has quedado.
MENCÍA:
Sí, Jacinta, y con razón.
JACINTA:
No sé qué nueva ocasión
te ha suspendido y turbado;
que una inquietud, un cuidado
te ha divertido.
MENCÍA:
Es así.
JACINTA:
Bien puedes fïar de mí.
MENCÍA:
¿Quieres ver si de ti fío
mi vida, y el honor mío:
Pues escucha atenta.
JACINTA:
Di.
MENCÍA:
Nací en Sevilla, y en ella
me vio Enrique, festejó
mis desdenes, celebró
mi nombre, ¡felice estrella!
Fuése, y mi padre atropella
la libertad que hubo en mí.
La mano a Gutierre di,
volvió Enrique, y en rigor,
tuve amor, y tengo honor.
Esto es cuanto sé de mí.
Vanse y sale doña LEONOR e INÉS, con mantos
INÉS:
Ya sale para entrar en la capilla.
Aquí le espera, y a sus pies te humilla.
LEONOR:
Lograré mi esperanza,
si recibe mi agravio la venganza.
Salen el REY, un VIEJO, y SOLDADOS
SOLDADO 1:
¡Plaza!
SOLDADO 2:
Tu majestad aquéste lea.
REY:
Yo le haré ver.
SOLDADO 3:
Tu alteza, señor, vea
éste.
REY:
Está bien.
SOLDADO 1:
(Pocas palabras gasta).
Aparte
SOLDADO 2:
Yo soy...
REY:
El memorial aqueste basta.
SOLDADO 1:
Turbado estoy; mal el temor resisto.
REY:
¿De qué os turbáis?
SOLDADO 1:
¿No basta haberos visto?
REY:
Sí basta. ¿Qué pedís?
SOLDADO 1:
Yo soy soldado;
una ventaja.
REY:
Poco habéis pedido,
para haberos turbado.
Una jineta os doy.
SOLDADO 1:
Felice he sido.
VIEJO:
Un pobre viejo soy; limosna os pido.
REY:
Tomad este diamante.
VIEJO:
¿Para mí os le quitáis?
REY:
Yo no os espante;
que, para darle de una vez, quisiera
sólo un diamante todo el mundo fuera.
LEONOR:
Señor, a vuestras plantas
mis pies turbados llegan;
de parte de mi honor vengo a pediros
con voces que se anegan en suspiros,
con suspiros que en lágrimas se anegan,
justicia. Para vos y Dios apelo.
REY:
Sosegaos, señora, alzad del suelo.
LEONOR:
Yo soy...
REY:
No prosigáis de esa manera.
Salíos todos afuera.
Vanse todos
Hablad agora, porque si venisteis
de parte del honor, como dijisteis
indigna cosa fuera
que en público el honor sus quejas diera,
y que a tan bella cara
vergüenza la justicia lo costara.<poem>
REY:
Señora, vuestros enojos
siento con razón, por ser
un Atlante en quien descansa
todo el peso de la ley.
Si Gutierre está casado,
no podrá satisfacer,
como decís, por entero
vuestro honor; pero yo haré
justicia como convenga
en esta parte; si bien
no os debe restituír
honor, que vos os tenéis.
Oigamos a la otra parte
disculpas suyas; que es bien
guardar el segundo oído
para quien llega después;
y fïad, Leonor, de mí,
que vuestra causa veré
de suerte que no os obligue
a que digáis otra vez
que sois pobre, él poderoso,
siendo yo en Castilla rey.
Mas Gutierre viene allí;
podrá, si conmigo os ve,
conocer que me informasteis
primero. Aquese cancel
os encubra, aquí aguardad,
hasta que salgáis después.
LEONOR:
En todo he de obedeceros.
Escóndese, y sale COQUÍN
COQUÍN:
De sala en sala, pardiez,
a la sombra de mi amo,
que allí se quedó, llegué
hasta aquí, ¡válgame Alá!
¡Vive Dios, que está aquí el rey!
Él me ha visto, y se mesura.
¡Plegue al cielo que no esté
muy alto aqueste balcón,
por si me arroja por él!
REY:
¿Quién sois?
COQUÍN:
¿Yo, señor?
REY:
Vos.
COQUÍN:
Yo,
¡válgame el cielo!, soy quien
vuestra majestad quisiere,
sin quitar y sin poner,
porque un hombre muy discreto
me dio por consejo ayer,
no fuese quien en mi vida
vos no quisieseis; y fue
de manera la lición,
que antes, agora y después
quien vos quisiéredes sólo
fui, quien gustaréis seré,
quien os place soy; y en esto,
mirad con quién y sin quién...
y así, con vuestra licencia,
por donde vine me iré
hoy, con mis pies de compás,
si no con compás de pies.
REY:
Aunque me habéis respondido
cuanto pudiera saber,
quién sois os he preguntado.
COQUÍN:
Y yo os hubiera también
al tenor de la pregunta
respondido, a no temer
que en diciéndoos quién soy, luego
por un balcón me arrojéis,
por haberme entrado aquí
tan sin qué ni para qué,
teniendo un oficio yo
que vos no habéis menester.
REY;
¿Qué oficio tenéis?
COQUÍN:
Yo soy
cierto correo de a pie,
portador de todas nuevas,
hurón de todo interés,
sin que se me haya escapado
señor, profeso o novel;
y del que me ha dado más,
digo mal, mas digo bien.
Todas las cosas son mías;
y aunque lo son, esta vez
la de don Gutierre Alfonso
es mi accesorio, en quien fue
mi pasto meridiano,
un andaluz cordobés.
Soy cofrade del contento;
el pesar no sé quién es,
ni aun para servirle. En fin,
soy, aquí donde me veis,
mayordomo de la risa,
gentilhombre del placer
y camarero del gusto,
pues que me visto con él.
Y por ser esto, he temido
el darme aquí a conocer;
porque un rey que no se ríe,
temo que me libre cien
esportillas batanadas,
con pespuntes al envés,
por vagamundo.
REY:
En fin, ¿sois
hombre, que a cargo tenéis
la risa?
COQUÍN:
Sí, mi señor;
y porque lo echéis de ver,
esto es jugar de gracioso
en palacio.
Cúbrese
REY:
Está muy bien;
y pues sé quién sois, hagamos
los dos un concierto.
COQUÍN:
¿Y es?
REY:
¿Hacer reír profesáis?
COQUÍN:
Es verdad.
REY:
Pues cada vez
que me hiciéredes reír,
cien escudos os daré;
y si no me hubieres hecho
reír en término de un mes,
os han de sacar los dientes.
COQUÍN:
Testigo falso me hacéis,
y es ilícito contrato
de inorme lesión.
REY:
¿Por qué?
COQUÍN:
Porque quedaré lisiado
si le aceto, ¿no se ve?
Dicen, cuando uno se ríe
que enseña los dientes; pues
enseñarlos yo llorando,
será reírme al revés.
Dicen que sois tan severo,
que a todos dientes hacéis;
¿qué os hice yo, que a mí solo
deshacérmelos queréis?
Pero vengo en el partido;
que porque ahora me dejéis
ir libre, no le rehúso,
pues por lo menos un mes
me hallo aquí como en la calle
de vida; y al cabo de él
no es mucho que tome postas
en mi boca la vejez;
y así voy a examinarme
de cosquillas. ¡Voto a diez,
que os habéis de reír! Adiós,
y veámonos después.
Vase COQUÍN y salen don ENRIQUE,
don GUTIERRE, don DIEGO y don ARIAS,
y toda la compañía
ENRIQUE:
Déme vuestra majestad
la mano.
REY:
Vengáis con bien,
Enrique. ¿Cómo os sentís?
ENRIQUE:
Más, señor, el susto fue
que el golpe. Estoy bueno.
GUTIERRE:
A mí
vuestra majestad me de
la mano, si mi humildad
merece tan alto bien,
porque el suelo que pisáis
es soberano dosel
que ilumina de los vientos
uno y otro rosicler;
y vengáis con la salud
que este reino ha menester,
para que os adore España,
coronado de laurel.
REY:
De vos, don Gutierre Alfonso...
GUTIERRE:
¿Las espaldas me volvéis?
REY:
...grande querellas me dan.
GUTIERRE:
Injustas deben de ser.
REY;
¿Quién es, decidme, Leonor,
una principal mujer
de Sevilla?
GUTIERRE:
Una señora,
bella, ilustre y noble es,
de lo mejor de esta tierra.
REY:
¿Qué obligación la tenéis,
a que habéis correspondido
necio, ingrato y descortés?
GUTIERRE:
No os he de mentir en nada,
que el hombre, señor, de bien
no sabe mentir jamás,
y más delante del rey.
Servíla, y mi intento entonces
casarme con ella fue,
si no mudara las cosas
de los tiempos el vaivén.
Visitéla, entré en su casa
públicamente; si bien
no le debo a su opinión
de una mano el interés.
Viéndome desobligado,
pude mudarme después;
y así, libre de este amor,
en Sevilla me casé
con doña Mencía de Acuña,
dama principal, con quien
vivo, fuera de Sevilla,
una casa de placer.
Leonor, mal aconsejada
--que no la aconseja bien
quien destruye su opinión--,
pleitos intentó poner
a mi desposorio, donde
el más riguroso juez
no halló causa contra mí,
aunque ella dice que fue
diligencia del favor.
¡Mirad vos a qué mujer
hermosa favor faltara,
si le hubiera menester!
Con este engaño pretende,
puesto que vos lo sabéis,
valerse de vos; y así,
yo me pongo a vuestros pies,
donde a la justicia vuestra
dará la espada mi fe,
y mi lealtad la cabeza.
REY:
¿Qué causa tuvisteis, pues,
para tan grande mudanza?
GUTIERRE:
¿Novedad tan grande es
mudarse un hombre? ¿No es cosa
que cada día se ve?
REY:
Sí; pero de extremo a extremo
pasar el que quiso bien,
no fue sin grande ocasión.
GUTIERRE:
Suplícoos no me apretéis;
que soy hombre que, en ausencia
de las mujeres, daré
la vida por no decir
cosa indigna de su ser.
REY:
¿Luego vos causa tuvisteis?
GUTIERRE:
Sí, señor; pero creed
que si para mi descargo
hoy hubiera menester
decirlo, cuando importara
vida y alma, amante fiel
de su honor, no lo dijera.
REY:
Pues yo lo quiero saber.
GUTIERRE:
Señor...
REY:
Es curiosidad.
GUTIERRE:
Mirad...
REY:
No me repliquéis;
que me enojaré, por vida...
GUTIERRE:
Señor, señor, no juréis;
que menos importa mucho
que yo deje aquí de ser
quien soy, que veros airado.
REY:
(Que dijese le apuré Aparte
el suceso en alta voz,
porque pueda responder
Leonor, si aquéste me engaña;
y si habla verdad, porque,
convencida con su culpa,
sepa Leonor que lo sé).
Decid, pues.
GUTIERRE:
A mi pesar
lo digo; una noche entré
en su casa, sentí ruido
en una cuadra, llegué,
y al mismo tiempo que ya
fui a entrar, pude el bulto ver
de un hombre, que se arrojó
del balcón; bajé tras él,
y sin conocerle, al fin
pudo escaparse por pies.
ARIAS:
(¡Válgame el cielo! ¿Qué es esto Aparte
que miro?)
GUTIERRE:
Y aunque escuché
satisfacciones, y nunca
di a mi agravio entera fe,
fue bastante esta aprensión
a no casarme; porque
si amor y honor son pasiones
del ánimo, a mi entender,
quien hizo al amor ofensa,
se le hace al honor en él;
porque el agravio del gusto
al alma toca también.
Sale doña LEONOR
LEONOR:
Vuestra majestad perdone;
que no puedo detener
el golpe a tantas desdichas
que han llegado de tropel...
REY:
(¡Vive Dios, que me engañaba! Aparte
La prueba sucedió bien).
LEONOR:
...y oyendo contra mi honor
presunciones, fuera ley
injusta que yo, cobarde,
dejara de responder;
que menos perder importa
la vida, cuando me dé
este atrevimiento muerte,
que vida y honor perder.
Don Arias entró en mi casa...
ARIAS:
Señora, espera, detén
la voz, vuestra majestad,
licencia, señor me dé,
porque el honor de esta dama
me toca a mí defender.
Esa noche estaba en casa
de Leonor una mujer
con quien me hubiera casado,
si de la parca el crüel
golpe no cortara fiera
su vida. Yo, amante fiel
de su hermosura, seguí
sus pasos, y en casa entré
de Leonor --atrevimiento
de enamorado-- sin ser
parte a estorbarlo Leonor.
Llegó don Gutierre, pues;
temerosa, Leonor dijo
que me retirase a aquel
aposento; yo lo hice.
¡Mil veces mal haya, amén,
quien de una mujer se rinde
a admitir el parecer!
Sintióme, entró, y a la voz
de marido, me arrojé
por el balcón; y si entonces
volví el rostro a su poder
porque era marido, hoy,
que dice que no lo es,
vuelvo a ponerme delante.
Vuestra majestad me dé
campo en que defienda altivo
que no he faltado a quien es
Leonor, pues a un caballero
se le concede la ley.
GUTIERRE:
Yo saldré donde...
Empuñan
REY:
¿Qué es esto?
¿Cómo las manos tenéis
en las espadas delante
de mí? ¿No tembláis de ver
mi semblante: Donde estoy,
¿hay soberbia ni altivez?
Presos los llevad al punto;
en dos torres los tened;
y agradeced que no os pongo
las cabezas a los pies.
Vase el REY
ARIAS:
Si perdió Leonor por mí
su opinión, por mí también
la tendrá; que esto se debe
al honor de una mujer.
Vase don ARIAS
GUTIERRE:
(No siento en desdicha tal Aparte
ver riguroso y cruel
al rey; sólo siento que hoy
Mencía, no te he de ver).
Vase don GUTIERRE
ENRIQUE:
(Con ocasión de la caza,
preso Gutierre, podré
ver esta tarde a Mencía).
Don Diego, conmigo ven;
que tengo de porfiar
hasta morir o vencer.
Vanse don ENRIQUE, don DIEGO, y acompañamiento
LEONOR:
¡Muerta quedo! ¡Plegue a Dios,
ingrato, aleve y crüel,
falso, engañador, fingido,
sin fe, sin Dios y sin ley,
que como inocente pierdo
mi honor, venganza me dé
el cielo! ¡El mismo dolor
sientas que siento, y a ver
llegues, bañado en tu sangre,
deshonras tuyas, porque
mueras con las mismas armas
que matas, amén, amén!
¡Ay de mí!, mi honor perdí.
¡Ay de mí!, mi muerte hallé.