El médico rural: 03

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El médico rural de Felipe Trigo
Primera parte
Capítulo III

Capítulo III

Dormía Jacinta, y su marido se incorporó junto a ella cautamente para ver el reloj, en la mesita.

Las tres.

Cerró el libro.

Llevaba estudiando siete horas. Había estudiado mucho, además, por la mañana y por la tarde. Necesitaba descansar. El otro barbero que le acompañaba a la visita hasta que él supiese las calles, vendría a las siete. Pueblo de trabajadores, de madrugadores, el propio Vicente Porras, instituido en consejero y protector, le había recomendado que viese temprano a los enfermos.

Estudiaba, sí; estudiaba como un loco, en una ansiosa excitación de toda la noche y todo el día, que le dejaba apenas tiempo de reposo. La pobre Jacinta, sin decirle nada, comprendiéndole no obstante los apuros, reservaba en un silencio dulce y compasivo sus tristezas.

Pero las de Esteban exaltábanse con el espectáculo de este camaranchón en que habíanles alojado. Digno de la mísera aldehuela a que los trajo la desdicha, encerraba como una grosera y destartalada cárcel las rotas ilusiones de los dos, las ternuras delicadas de sus almas, aquel pedazo del corazón que era el hijo de ellos, y que aquí también, con Nora, dormía en otra cama, protegido al menos por la angélica ignorancia de su suerte.

Contraste horrible el que formaban las doradas y coquetas camas, las colchas y sábanas casi lujosas que había ido bordando en Sevilla su mujer; los muebles modestos, pero finos, y que entre tanta fealdad parecían regiamente desplazados, con el suelo húmedo de tierra, con las paredes sólo blancas hasta la mitad, con el alto techo de pajar, a teja vana.

En obra esta casa y suspendida por la falta de recursos del tío Zumba, que intentaba levantarle un piso dedicándolo a desván, únicamente los muros exteriores habían logrado el suplemento que elevó dos metros el tejado; y dentro, los tabiques, con un festón de adobes por encima, establecían a través de los negros palos de la techumbre general una molesta comunicación de todas las estancias.

Así, escuchábase por el de la derecha las hondas respiraciones del sueño o los ronquidos de la familia entera, de los muchachos, de las mocitas, del matrimonio; y así oíase y percibíase por el de enfrente los pisotones y resoplidos de una mula y dos borricos en la cuadra, y los olores de la suela y de las botas viejas que uno de los hijos del tío Zumba tenía emplazadas con su tenderete de humilde zapatero en la cámara contigua.

Esteban, volviendo la mirada desde tantas desolaciones a su bella, a su delicadísima Jacinta, sufría el pesar de la degradación enorme a que habíala arrastrado torpemente. El mismo dolor con que estas cosas le herían a él, al señorito que allá en su hogar de Badajoz, y aun en los más modestos hospedajes de Madrid y Sevilla, había adquirido hábitos de dignidad y comodidad harto distintos, le daba la medida del que estuviese barrenando a la niña infeliz acostumbrada al mimo de sus padres.

¡Pobres padres, si supiesen siquiera sospechar la pocilga en que su hija reposaba! ¡Pobre madre, también, la suya!... Murió durante la plena tempestuosa vida del estudiante trasladado del Madrid feroz, donde dejaba un drama, al Sevilla loco, donde sólo pensó en emborracharse; esto la haría creerle perdido, incorregible, sin porvenir, con un más que mezquino capital como único recurso... «¡Sé un hombre, por Dios, hijo mío, y júralo por cuanto te quiero!», fueron sus últimas palabras. Lo juró él, pensando en la pequeña hermana, y fue tarde, a no dudar..., pues que sólo había podido obtener como premio el infierno de esta aldea...

Al menos Gloria, la pequeña hermana, tuvo al poco tiempo, cuando la familia se desarraigaba de Badajoz, enteramente con la forzosa marcha de la mayor para seguir a su marido a la comandancia militar de Reus, la suerte de casarse con el buen Daniel, con el vista de Aduanas, que se la llevó en seguida a Irún, siguiendo su destino.

Y no, no había tenido suerte él, viniendo a dar en este pueblo, y a pesar de que ni aun lo merecía. Tarde, muy tarde, sin duda, la regeneración que le prometió a la moribunda... No había tenido suerte, y de un modo cruel, fatal, parecía predestinado a transmitirles su desdicha a los dos ángeles que amó: a esta delicadísima Jacinta, a aquella Antonia de su drama.

¡Antonia! ¡Oh, Antonia, mártir de no sabríase qué implacables maldiciones! Su espectro, su recuerdo doloroso, le surgió en el corazón.

Ídolo del primer celeste amor de sus adolescentes y purísimos amores, reina y luz de salvación allá en Madrid para su suerte y su albedrío..., y hoy arrancada de su dicha y de sus brazos... quizá podrida por el vicio en el lecho de algún hospital donde Dios hubiese sido bien piadoso si cortó con la muerte sus tormentos...

Nadie hubiérale hecho creer a Esteban, cuando tres años antes, en la casa de bravos trabajadores dulces y amorosos de enfrente del Retiro soñaba con su Antonia la dicha de estos días..., que estos días habrían de ser de tantos infortunios y que, no ella, sino otra víctima de angélica inocencia fuese la que habría de acompañarle.

Se hundió más en el infinito pesar de sus memorias. Constituíanle un remordimiento y trataba de aplacarlo sincerándose en el secreto de sí mismo junto a esta amada compañera que también las conocía. Recordó la tarde en que, investido de tan dura potestad, fue su cuñado Ramón a apartarle de la Antonia venerada, de la Antonia infortunada. Enviáronle a Sevilla para que, lejos de la hundida en los horrores de Madrid, él continuase estudiando; y la desolación no le permitió otras treguas de consuelo que el del vino, entre aquellos estudiantes paisanos suyos, juerguistas y borrachos, que únicamente frecuentaban las tabernas. Vino el inopinado regreso a Badajoz por la muerte de su madre; acaeció más tarde, con la boda de Gloria y el traslado de Ramón, aquella dispersión de la familia, y el buen cuñado, aprovechando el azar de haber llegado a Sevilla unos de sus próximos parientes y advertido de la vida crapulosa del muchacho, le recomendó a la atención de aquéllos.

Cambió Esteban su conducta. Los parientes de Ramón eran los padres de Jacinta y de otras cinco niñas más pequeñas. Asimismo ingeniero militar, teniente coronel, el jefe de aquella casa, resultó para el descarriadísimo chiquillo un tutor afable que hacíale estudiar al lado suyo diariamente y comer a su mesa con frecuencia. Trató Esteban a Jacinta, criatura encantadora de dieciséis años que con su madre cuidaba como otra madrecilla a los hermanos, y poco a poco fueron ambos jóvenes pasando a una amistad confiadísima e inmensa. El estudiante trocaba su desorden en hábitos de aplicación, cuya gran fe se dijera sostenida por los claros ojos y la bondad inefable de Jacinta. Tanto el uno al otro confiábanse, que él llegó a contarla la tragedia de su Antonia; y hablando, hablando de ello muchos días, llorando juntos muchas veces por aquel siniestro amor, una tarde descubrieron en un santo beso de sus bocas, de sus llantos, que la compasión hacia la enormemente desdichada habíales ido enamorando de ellos mismos.

Esteban consideró su nueva pasión, así nacida entre piedades, como un grave problema que poníale en trance de traición y de peligro dentro de la casa paternal, a menos de arrancarse de ella para verse nuevamente en los yertos desamparos. El ansia de ternuras que le había recrudecido la, muerte de su madre, hízole afrontarlo con lealtad, con valentía.

Tenía aprobado el cuarto año; y le faltaban dos. Podía disponer de mil quinientos duros de su herencia y conceptuábalo suficiente para concluir sus estudios y tomar el título de médico. Su tenaz, su antigua idea de un hogar que permitiésele el trabajo fuera de inmundos hospedajes, prendió otra vez en su obsesión; y formalísimo una noche, solemne, consultó el plan con Jacinta. Lo midieron, lo pesaron, diéronle mil vueltas. Se trataba de casarse, procediendo a tal intento con las noblezas y cautelas, de cuya necesidad había sido él tan durante aleccionado cuando aquel otro proyecto parecido con Antonia. Primero quería obtener, y obtuvo, la aprobación de la asombradísima chiquilla; luego, encomendaríanle el éxito del plan a una carta que le escribiese a su cuñado, el cual, si lo aceptara, se tendría que encargar de descubrírselo a los padres de Jacinta, colaborando con ellos para la total realización, dado que a su vez quedaran convencidos...

No fácil la empresa ciertamente, mas supo acometerla con tanto ardor, con tanta elocuencia apasionada en aquella carta portadora de los ecos de su soledad espantosa por el mundo, que no tardaron la hermana y el cuñado, al meditar al mismo tiempo y de un modo principal sobre las buenas cualidades de Jacinta y sobre la triste situación y la invencible vocación del muchacho al matrimonio, en prestarle su concurso. Surgió después el de los padres de la novia, en mitad de su sorpresa, persuadidos también del talento y del excelente corazón del yerno en perspectiva; y la boda se realizó... un poco por gracia a tales condiciones y un no menos, quizá, por la estrechez que el sueldo del teniente coronel imponíale a la familia numerosa.

Quiso la desgracia que al año, cuando nacía este niño que habría venido a completar la felicidad de los esposos, un traslado militar a Ceuta le arrebatase de Sevilla la familia a esta otra joven familia del estudiante, condenado a no poder vivir en poblaciones que careciesen de la Facultad de sus estudios.

Instaláronse en una casita limpia y nueva, y la sombra de la soledad los puso tristes, completándoles exacta la noción de cómo no podrían fiarle el porvenir a nada que no fuese el propio esfuerzo. Vino con la inquietud el ansia de computar los medios económicos de que disponían y el tiempo que aún le hiciese falta al presunto médico para acabar la carrera y ponerse en condiciones de ganar; y esto, hora por hora, les formó un martirio contra el cual los dos se refugiaban en la mayor idealidad de sus cariños.

Época harto penosa, a través del Sevilla alegre del sol y de los faustos. El porvenir estaba suspendido sobre ellos con una precisión numérica, de contabilidad, en que el error de cálculo más leve los podría sumir en la miseria. Y por cálculo, por honrada previsión, antes que por verdaderas urgencias económicas, redujeron su presupuesto a una mezquindad anticipada que hacía muchas veces protestar a Nicanora en la cocina...

Tales habían sido durante los últimos meses sus zozobras, luego que Estaban se encontró hecho médico en Sevilla, pero sin clientes, sin vislumbre alguno de adquirirlos, que su proyecto de prepararse para cualesquiera oposiciones quedó truncado por la más expedita solución de requerir las vacantes de tres pueblos. En efecto, no obstante la severa economía del matrimonio en el segundo año, rayana en la miseria, vieron, espantados, que después de pagar los seis mil reales del título, les quedaba apenas cinco mil...

Palomas fue de los tres pueblos el único que le aceptó, otorgados sin duda los otros, de mucha mayor importancia en sueldo y vecindario, a médicos cuyas solicitudes habrían ido al concurso con hojas de estudio y méritos prácticos más considerables. Ciertamente, Esteban comprendía que había seguido la carrera a tropezones, en alternados lapsos de trabajo y de vagancia, que sembraron su expediente de notas buenas y de malas notas, entre las que no faltaban los suspensos. Dichoso, pues, de tener este Palomas, donde proponíase devorar los libros aprendiendo o metodizando cuanto con gran desorden se asimiló teóricamente en las escuelas, le bastó saber que entre la asignación como titular y el trigo de las igualas vendría a cobrar dos mil pesetas anuales. Sus miedos, sus penurias económicas, resolviéronle ya que esto estaba lejos de Sevilla, a renunciar al viaje de previa indagación, que habríale forzado a nuevos gastos si volviese por Jacinta, o que hubiérale impuesto a ella, tan chiquilla, la necesidad de andar sola en los trenes con Nora y con el niño.

Y le pesaba ahora, tardíamente. De haber venido solo no hubiese aceptado esta aldehuela mísera y horrible, donde tenían que dormir como los cerdos, en promiscuidad con bestias y gañanes.

¡Ah, qué techo, por favor!... Entre los negros palos y algunos resquicios del cañizo descubríanse los luceros.

Apagó la luz por no verlo..., por no pedirle llorando al sueño de Jacinta el perdón que no se atrevía a implorar de sus sonrisas dulces, de sus sonrisas tristes cuando la veía despierta.

Sin embargo, no lograron las tinieblas ahuyentarle la feroz preocupación. Sobre el suave respirar de su mujer y sobre el sutil aroma de violetas que las ropas de ella trascendían, seguía advirtiendo los ronquidos del tío Zumba y los olores a cuadra y a zapatos; y como si su presente situación no se integrase de consumados hechos, ya por lo mismo inevitables, estéril y constantemente la imaginación del joven debatíase en un problema: «¿Era mejor haber venido aquí, donde siquiera tendrían seguro el sustento material, o habría sido preferible quedarse en su pequeña y linda casita de Sevilla?» ¡Ah, sí, cuestión horrenda, aun considerada con un dilentantismo incapaz de transformarla, puesto que no podrían emprender el regreso sin una realidad de fuga vergonzosa, de desastre y sin un nuevo gasto que les acabase de poner en la miseria!... En Sevilla, el hambre, la desesperación. Aquí, la carencia eterna de todo halago de belleza, en un ambiente de domesticidad animal, lleno por el más sucio y pobre salvajismo.

El pueblo no podía ser más desdichado -especie de dantesco islote, de sarcástica zahurda en mitad de la hermosura de sus campos. De más lo vieron Esteban y Jacinta, y él muy singularmente al recorrerlo haciendo la visita desde el mismo día siguiente de llegar.

La única casa aceptable, de ocre y azul su fachada, de tres rejas, que daban al Ayuntamiento, era, en plena plaza, la de aquel señor Vicente, capitalista y cacique máximo, más aún que el Cernical enamorado de Palomas. El Ayuntamiento consistía en un zahurdón, cuyo piso bajo se destinaba a escuela; y la plaza venía a ser una un poco ancha calle irregular, desempedrada, llena de baches y de paja, donde cada vieja vivienda, la mayor parte sin revoco y construidas de piedra y barro, trazaba un ángulo, una esquina, utilizables para tener los carros y los cerdos.

Partían de aquí las calles, si de tal modo pudieran denominarse los zigzag y rinconadas laberínticas, en todas direcciones y con un desorden caprichoso. Cuestas, sin cesar; paja, más paja por el suelo, excepto en los sitios donde las rocas asomaban lo mismo que arrecifes. Y como la molida paja de las calles se debía a que en este tiempo recogían la de las eras, Esteban, pilotado siempre por aquel barbero enjuto y tuerto, veíase a punto de naufragar en los montones que cogían de lado a lado. Las casas permanecían cerradas, ahogando de calor a los vecinos, o abiertas al dichoso amarillo tamo que nada dejaba de invadir, pues desconocíanse en las puertas y ventanas los cristales. Un día de viento, había sido para el pueblo un insoportable e incesante torbellino, que lo tuvo envuelto en polvo y en doradas nubes hasta por lo alto de la torre, de cuyo campanario sin campanas, hendido por un rayo tiempo hacía, huyeron sofocadas las cigüeñas.

-Pero, oiga usted, Román, ¿y el cura? -le preguntaba Esteban al barbero.

-¿El cura? -respondía Román guiñando el ojo sano-. ¡Valiente mozo está! Es decir, mozo, no; que anda l'hombre alreó setenta abriles y tié un ama que aunque ya es tan vieja como él, dicen que ha sido un pero de bonita. Er cura no va más que a su misa, cuando va, y está con to er mundo enforruscao, porque no quié er pueblo comprarle otras campanas, hubo que quitarlas de orden del alcalde, al quearse la torre por un rayo, Dios nos libre, daleá, y paice ser que aluego aluego las vendieron.

Seguían pisando paja, asaltando entre los carros de redes y los bieldos aquellas fofas montañas amarillas, y aunque el uno al otro sacudíanse, por mutua caridad, Román tenía incrustada en las solapas y en el pelo y las pestañas la paja de tres meses... Esteban al concluir la visita, quitábasela de los calcetines, de todo el cuerpo, por medio del general lavoteo con que veíase forzado a sustituir el baño, imposible de tomar en un pueblo donde no había tinas, ni noción siquiera de su uso.

La familia del tío Zumba mostrábase asombrada, del gran consumo de agua que hacían el médico y la médica; tanto más empezaba esto en la aldea entera a comentarse, cuando que precisamente el trabajo principal de Esteban iba consistiendo en recibir mujeres que le llevaban a sus niños para saber si, como una medicina excepcional, peligrosísima, podrían bañarlos en la charca de la dehesa, preparándolos con una purga, lo primero. Aparte los chiquillos, que, además, habían de tener sarpullidos o picores y que iban rabiando hacia la charca igual que hacia el cadalso, nadie en Palomas bañaríase por nada de este mundo.

No otra sería la explicación de las verdes moreneces que advertíase en las mujeres, jóvenes o viejas, muy peinadas, sin embargo, con su raya al medio y su moño picaporte. Se lavaban la cara por las fiestas, y el cuerpo nunca, a pesar de que tenían a orgullo llevar muy limpios sus pañuelos, sus faldas, sus corpiños, lo cual hacíalas pasarse enjabonando ropas todo el día. Al amanecer, en su primera visita a los enfermos, Esteban solía ver hombres y mocitas que en las puertas o en el cuerpo delantero de las casas, chapuzábanse la cara tímidamente con el agua que cabía en un cuenquecillo de barro como un puño; luego, sí, ellas sentábanse despaciosas a peinarse con las gotas que quedaban, y adornábanse con albahaca y con claveles.

La gran diversión de estas mozas, hijas del señor Porras, inclusive, cifrábase en ir por las tardes con su cántaro al cuadril al pozo del ejido; los hombres concurrían también, con las bestias, para darlas de beber; y era tal la animación y tan escaso el manantial, que en el fondo del ancho pozo abarandado y rodeado de pilones, acababan por formar un barro los calderos.

Escena la más graciosa y pintoresca, no obstante, de la vida de Palomas. Esteban llevó por aquel sitio, en la segunda tarde, a su mujer, tratando de evitarla los otros alrededores de las cercas, llenos de estercoleros pestilentes, de latas y trapos viejos, de vidrios rotos, en un maldito cinturón de porquería que apartaba de la amplitud bella de los campos al triste pueblecillo; la mal impresionada Jacinta hízole notar la fealdad, como enferma y monstruosa, de la mayoría de las muchachas; rechonchas a fuerza de refajos, pálidas, tripudas, solían llevar de la mano niños en cueros o en camisa que, aún más que ellas, ostentaban la palúdica infección.

Los enfermos de Esteban consistían en tres o cuatro con tercianas, aparte un chico con un ojo escrofuloso y una vieja que sufría del hígado; aunque no le hubiese faltado razón, pues, al Cernical, al advertirle que tendría poco trabajo, no dejaba de ser cierto que apenas había casa sin dos o tres con fiebre. Se las curaban solos, y antes faltaríale a una familia el pan que un frasco de quinina.

-¡Bien, Palomas no es bonito; pero tal vez nos lo parezca menos a la primera impresión, viniendo de Sevilla! -díjole caritativamente Esteban a su mujer aquella tarde.

-¡Sí! -concedió Jacinta, asimismo afanosa de mitigarle a él la desilusión terrible; e internándose los dos en busca de consuelo, hacia la brava poesía de un encinar-. Recuerdo que cuando llegamos una vez a Soria con mi padre, nos pareció aquello un camposanto, y luego tuve amigas y vivimos muy contentos.

Mas, no; esta oscuridad oliente a establo y a zapatos, y sonora de ronquidos, con que aquí también acosaba a Esteban la obsesión desdichada de Palomas, decíale además que su buena, que su pobre Jacinta se engañaba..., que nunca podrían vivir bien en el pueblo ruin a que habíalos traído Dios por quién supiese cuántos años...

Y así se iba durmiendo en estas noches, y así trataba ahora de dormirse junto al libro, que yacía sobre las sábanas, junto a la sucia y pringosa capuchina que humeaba en la mesita...