El médico rural: 08
Capítulo VIII
Cuando Esteban volvió del campo, encontró a Jacinta y a Nora asustadísimas. El niño estaba atacado de violentas náuseas y de un frío que le tenía muy palidito, haciéndole temblar; al mismo tiempo, a la amenaza de un ataque, agitaba la cabeza y giraba medio estrábicos los ojos. Nora le tenía cerca de un gran fuego, en la cocina: y el tío Boni y su mujer, y la mujer y las hijas del señor Porras, que solícitamente habían venido, preparaban botellas calientes para mudarle las que íbanle poniendo, y agua y vinagre que le aplicaban a la frente.
La madre, en medio de la confusión, no sabía sino andar de un lado a otro sin concierto, consternada, llorando a gritos, como loca.
-¡Se muere! ¡Se muere nuestro niño! -clamó desgarradamente al ver a Esteban, echándose en sus brazos.
Buscaban a éste varios hombres por la dehesa, rato hacía.
El horror del cuadro, hecho ahora en carne de su carne, fue un mazazo para el médico. El egoísmo de su amor barrió con instantánea fuerza de vendaval todos sus desfallecimientos.
Se abrió paso en el grupo. Con augusta serenidad vio a su hijo inerte, blanco como el papel, descompuesta la belleza de su faz por los trimos musculares y deshechos los mojados rizos en las sienes.
Comprendió. Se trataba de algo serio.
La muerte, solemnemente clavada ahora con sus garfios de crueldad a las mismas entrañas de Esteban, le obligó, desde la no menos inmensa solemnidad de su cariño, a contemplarla cara a cara.
Sin decir palabra, cogió una silla y púsose a reconocer al enfermito. Decíanle los circunstantes que aquello podía ser «alferecía», por indigestión, o alguna perniciosa. No hacía caso. Era una invasión capaz de corresponder a cien afectos graves. Impuso respeto la muda seguridad del joven, y en torno a su atento y detenido examen reinó una angustia de silencio.
Se levantó por fin, meditando aún un momento. Del suspicaz, del caviloso, del cobarde, quedaba despierto de improviso un enorme corazón.
Mandó un baño. Mientras lo calentaban, fue al despacho y preparó una solución de antipirina y bromuro de sodio, cierto de que en la tempestad de nervios del pobre niño hacía falta un rápido calmante.
Él propio se admiraba de su tranquilidad, de su confianza, de la especie de científica clarividencia y del afán intenso y profundo por la vida que le volvían ante el peligro.
¡Su hijo! ¡Ah, su hijo! ¡Su Luisín!... ¿Qué eran ya, junto al riesgo mortal del niño, sus desesperaciones por todo lo demás? ¿Qué problema de porvenir pudiese perdurar al lado de este urgente y dolorosísimo problema de la madre que lloraba?
La antipirina, el baño también, reaccionaron al pequeño.
Desaparecido el frío, encedíasele la fiebre. A modo de delirio, persistíanle la agitación de la cabeza y la vaguedad de la mirada.
A las diez, marcaba el termómetro treinta y nueve y siete décimas. Como síntomas especiales, habíale notado Esteban tos ronca e infartos en el cuello.
La casa quedó constituida en la inquieta vigilancia de enfermo grave; pero reducida a la familia, porque el médico, agradeciendo las ofertas de las hijas y de la mujer del señor Porras por quedarse, afirmó que no veía razón de próximas alarmas.
A las doce, ya acostados también el tío Boni y su mujer, entre Esteban y Jacinta y Nora diéronle otro baño al enfermito. Bajó la fiebre, aplacáronse más los síntomas nerviosos, y al gozo de la mejoría, sin apartarse los padres de la cuna, Nora les sirvió una cena improvisada.
Esteban, el desolado y agotado Esteban de la tarde, el que no pudo tragar en tantos días atrás bocado con las ásperas hieles de su boca, volvió a sorprenderse del gusto, del hondo y como nuevo afán de vida que esta noche permitíale comer aquel jamón y aquellos huevos. Sentíase en una honrada reconciliación con su deber y su existencia, que eran al propio tiempo las de su Jacinta y su Luisín. Mientras él sufrió, pudo mostrarse pusilánime y vencido; ahora, en riesgo su hijo y en infinito sufrimiento su mujer, pasaba de protegido a protector... a protector y amparador de pujanzas inauditas. Jacinta, mirando al niño, llorando, arropándole y cuidándole, le confiaba al médico su fe y entregábale al padre y al esposo su dolor y su ternura. Esteban, sintiendo acrecérsele en la amorosa y adorable debilidad de ella su energía, la consolaba, acariciándola la frente.
-¿Qué irá a tener, Esteban? -preguntaba la afligida, no pudiendo rechazar los lúgubres presagios ante la lívida estupefacción que parecía petrificar a la criatura.
-¡Nada, mujer, nada! ¡Tranquilízate!
-¡No! ¡Ha caído como herido por un rayo!
-¡Oh! ¡No será nada!
-¡Quiéralo Dios!
-¡Dios lo querrá! ¡Y en todo caso -añadía el joven, invadido por el fervor de su mujer- Dios querrá que yo le salve!
Habían concluido la cena.
Nora dormitaba en un rincón.
Pasaban las horas lentas de la noche. La blanca cuna yacía en un santo reposo, turbado solamente por la ruda respiración del niño, y sobre los hierros y las sábanas reclinábase el joven matrimonio recogido en un abrazo de piedad. A ratos, el por tanto tiempo atormentado de tenacísimos insomnios, dormíase con un sueño muy suave, contra el hombro de la amada, en la caricia de un dulcísimo refugio. Despertaba al musitar de los rezos de Jacinta, y sobre la paz de su cariño y su dolor creía ver que un ángel tendíales sus alas protectoras. Al rezo de Jacinta, él iba respondiendo a veces mentalmente, meciendo el alma toda al inefable gozo de la beatitud en que renacía. Esto de su hijo pudiera ser una perniciosa o la invasión de la fiebre hepática que en el pueblo persistía... Pero él y Jacinta le estaban pidiendo a Dios con tanto afán que no lo fuese; que fuese cualquier afecto pasajero, que Dios querría escucharlos!...
Al día siguiente tuvo cinco urgentísimas llamadas. Una, para un nuevo atacado de la fiebre, y las otras cuatro para niños. Halló a dos de éstos con el cuerpo lleno de erupción de escarlatina y a otros dos roncos, con tos de perro e infartos anginosos.
Se aterró.
No pudo dudarlo. Las fauces y la nariz de uno de aquellos enfermitos tapizábanse de membranas resistentes, que eran expulsadas con la tos. ¡Difteria!... Persuadióse el médico... ¡y no sería otra cosa lo que su hijo padecía!
La sana aldea tan ponderada por Cernical y por todos se hallaba, pues, bajo el rigor de tres graves epidemias.
Corrió a casa del señor Porras, expúsole su alarma y logró que sin pérdida de tiempo un mozo partiese en una mula hacia Oyarzábal, pueblo de importancia que distaba siete leguas, y en el cual había farmacias excelentes.
Llevaba la misión de traer cánulas laríngeas y suero antidiftérico.
-Pero ¿pa qué? ¿Pa qué en resumen?... ¡Angelitos al cielo, y buena gana del viaje, don Esteban! -decíale aún incrédulo el señor Vicente, sentándose de nuevo ante la lumbre y moviendo su café, luego que el mozo salió al trote-. La dicteria como la dicteria, si es que ya tenemos la dicteria lo mesmo que otros años, ¡no hay Cristo que la cure!
Esteban, por no darle al premioso viaje del criado tintes egoístas, habíase callado el recelo de que también su hijo sufriera la espantosa enfermedad. Llegó a casa y examinó al niño nuevamente. Por desdicha, quedaron confirmados sus temores. Abultábanse los infartos cervicales y la difícil respiración hacía un tiro de fuelle en todo el pecho.
Pasó el día estudiando, cuanto consintiéronle los cuidados a su Luis y los numerosos enfermos de la calle. Llovía a mares, y hacia la tarde le asaltó la desesperanza de que el enviado a Oyarzábal no tuviese en esta noche tiempo de volver. Tronaba por la sierra. Debían de hallarse intransitables los caminos.
A la hora de cenar el mozo no había vuelto. Heroico Esteban, no le descubría a Jacinta la tremenda situación. Ella, sin embargo, y cuantos llenaban la casa adivinábanla de sobra en el estado de Luisín, que empeoraba por momentos. No podía respirar; se ahogaba. Su cara veíase hundida, azul, demacradísima. Una horrenda mueca en que la muerte iba respetando apenas nada de la espléndida belleza del chiquillo. Los padres, la madre sobre todo, contemplándole, estallaban en explosiones de llanto que les hacían salirse abrazados de la sala.
Pero Esteban dejaba a la desesperadísima Jacinta por cualquier rincón, con las mujeres, y salía al corral tratando de investigar por encima de las bardas los caminos; nada veíase ni se oía entre el diluvio, el huracán y las tinieblas. Abandonábale Dios, no consintiendo que a tiempo le llegase la salvación de aquel remedio; pero Dios quería a la vez probarle e infundíale a él mismo una seguridad casi insensata. Volvíase junto a la cuna, y médico, austero médico, sin besar siquiera al hijo de su corazón, contemplábale y palpábale la garganta atentamente.
La mala suerte había dispuesto que esta enfermedad adquiriese una espantosa fulminancia de centella. Los otros niños, incluso el que desde por la mañana presentó inundados de membranas la nariz y el fondo de la boca, mantuviéronse el día entero en una dispnea de progresión menos terrible,
Salía otra vez. Tornaba a darle un abrazo de inútil consuelo a su Jacinta, y se encerraba en el despacho. Estudiaba y revisaba su bolsa de curar, mala, pobre, no provista siquiera de una cánula de entubamiento. En cambio, como una burla de reto audaz al cirujano, al mísero cobarde que ni sabía coger un bisturí, tenía la cánula de traqueotomía..., y en el estante, entre los libros, un termocauterio.
A las doce, el niño se asfixiaba. Un ataque de tos dejóle exánime. Estuvo la madre con su paroxismo de dolor a punto de acabar de ahogarle, aferrada a él, queriendo al menos recogerle en los besos de su boca el último suspiro, y Esteban, entonces, despótico, implacable, la arrancó de allí, y la arrojó de allí, encerrándose por dentro. Auxiliado por Nora y por el señor Vicente, que en la trágica entereza del joven prendían sus esperanzas, le hizo respirar éter, tratando de resolver el espasmo de la glotis; diéronle fricciones secas, y lograron que volviese a su ritmo la dispnea.
Pero Jacinta, atajada por la puerta y contenida lejos por la caridad de las vecinas, creía muerto a su hijo; oíanse sus sollozos, sus lamentos, sus aullidos de furor.
Dentro de la sala, sobre una mesa, estaban ya el termocauterio y el estuche. Esteban, dispuesto a practicar la traqueotomía, le participó al señor Porras su resolución desesperada de incluso matar a su hijo, tratando de salvarle, antes de dejar que se muriese. Abriríale la garganta, para que pudiese respirar en tanto dispusiese de aquel socorro de Oyarzábal. Le explicaba la cruenta operación, para que él y Nora le ayudasen. Transmitíales su fe, y túvolos al cabo de su parte, poniéndose los tres a hacer preparativos.
Aguas hervidas, sublimados, algodones, gasas y jofainas e instrumentos quemados con alcohol. Advirtiéndose Jacinta de estas entradas y salidas, pensó que habíase muerto la criatura y que trataban de vestirla. En otro acceso de alaridos, reclamaba para ella el póstumo cuidado. Las mujeres sujetaban su furia difícilmente en la cocina. Esteban tuvo que ir a persuadirla de su error. Nada consiguieron hasta permitirla mirar de nuevo al moribundo. Fue otro abrazo, otro rapto de dolor en la fiereza, y otro violentísimo arrancamiento de la madre infeliz de al pie de aquella cuna. Para que no los viese, habían cubierto los instrumentos con un paño. Siguieron disponiéndolos. Esteban, llorando con el corazón, pero dominándose con un severo esfuerzo de deber el llanto de los ojos, cosíale las cintas a la cánula. No cesaba de vigilar el momento en que la tremenda intervención hubiera de imponerse.
Hacia las dos, a otra formidable angustia del niño, su padre le besó, pronto a jugarse el todo por el todo. No obstante, tornó una calma relativa y sólo quedó trazada con tinta en la garganta la línea por donde debiese penetrar la brasa del cuchillo.
La noche seguía infernal. La lluvia, impulsada por el viento, azotaba torrencialmente la ventana.
Y el momento horrible, el decisivo, llegó poco después, con urgencias indudables. Otro golpe de tos vidrió los ojos del enfermo, dejándole en un colapso del que no le reaccionaban las fricciones.
-¡¡Vamos!! -mandó Esteban, empalideciendo.
Nora tomó en brazos a Luisín, liado en una sábana, para poder con la otra mano sujetarle la cabeza. Parecido ya a un cadáver, no harían falta grandes mañas. Se encargó de la bandeja de instrumentos y algodones el señor Porras, y Esteban encendió el termocauterio.
¡Oh, en su hijo! ¡Tener que hundir el cuchillo ardiente en el cuello de su hijo!... Llorábale, sí, llorábale el corazón; pero aún comprobó que no temblaba. La feroz grandeza de su deber, de su dolor, le dejaba en total dominio de los nervios y en perfecta claridad de inteligencia. Al dirigirse al niño con aquel puñal de fuego llameante, que pudiera ser su muerte, que pudiera ser su vida, era un hombre de hierro que sabría no vacilar...
Pero se contuvo.
Fuera, en la ventana misma, sobre el estruendo del viento y de la lluvia, resonaban los cascos de una mula y grandes golpes.
Se abalanzó a la puerta de la sala, abrió, y después la de la calle..., dejando entrar al valiente mozo, que volvía como una sopa. Le arrebató de entre la manta la caja que traía, la abrió convulso, desenvolvió los papeles..., y llorando, sí, llorando al cabo de alborozo, tomó una pinza, prendió una cánula..., introdujo el índice izquierdo en la inerte boca del pequeño, se guió por él..., y con una facilidad, con una diestra sencillez de encantamiento, dejó aquel tubo en la laringe.
Miró ansioso, para ver si el niño respiraba... El niño respiró. Esteban lanzó un agudísimo grito de victoria que llenó toda la casa:
-¡Ven, Jacinta, ven!... ¡¡Vive nuestro Luis!!
La recibió en los brazos y la estrujó contra su alma en un llanto de benéficas venturas que los tuvo unidos largo tiempo.
Las mujeres, los hombres, acudían de la cocina sin saber cómo explicarse tal resurrección. Luisín, en efecto, respiraba con una libre avidez que parecíase al milagro de una vuelta de la muerte.
Esteban era el dios de aquel milagro.
Restaba destruirle al niño la infección por medio del suero, que también había traído el mozo. Poniéndole las inyecciones, luego de hervir y lavar con toda pulcritud la aguja y la jeringa de cristal, el médico, auxiliado esta vez por su mujer, que descubríale amorosamente al hijo adorado la espaldita, adquiría por vez primera la íntegra y noble sensación de la grandeza divina de su ciencia.
El resto de la noche no fue ya más que el principio de una espera de calma y de consuelo en aquella salvación. El amor de Jacinta hacia el marido habíase agrandado en una admiración de excelsas gratitudes.
Velaban al niño, pero de cara a la esperanza, a la paz, a no sabríase qué felicidad recóndita y firmísima que hacíales oprimirse sin cesar las manos estrechadas.
Del sueño reparador que allí junto a su Jacinta le turbó a Esteban la luz del alba entrando por el ventanillo, pasó a la sorpresa de advertirse confiadísimo y feliz, plenamente satisfecho de la vida que antes pesábale tan triste. Había arrancado de la muerte a un ángel y de la desolación a su Jacinta; su vida, pues, servía de mucho más que para pasársele en inútiles lamentos...