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El manicomio

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El manicomio
de Rafael Barrett


Rodea al Asilo de Mendigos una magnífica propiedad de cuarenta y dos cuadras. Allí hay de todo: legumbres, frutas, flores. El hermoso edificio del Asilo es un vasto taller donde la gente trabaja; se guisa, se cose, se teje, se borda ñandutí. Allí se gana dinero ¡vive Dios!, y todo marcha como en un cuartel. Añadid los 12.000 pesitos mensuales del Gobierno, y comprenderéis la respuesta que otra sociedad de beneficencia, la del Hospital de Caridad, dio al Estado que deseaba adquirirlo: «se lo vendo». Un negocio no se traspasa gratis.

Pero cerca del Asilo se levanta el sombrío presidio de los locos. ¡Ay!, los locos no trabajan bien; no sirven para nada. Figuraos una inmunda cárcel, en que la miseria hubiera hecho perder el juicio a los infelices abandonados allí dentro. Sobre el fango de un patio lúgubre, acurrucados contra los muros, gimen, cantan, aúllan, veinte o treinta espectros, envueltos en sórdidos harapos. Una serie de calabozos negros, con rejas y enormes cerrojos, agobia la vista. A los barrotes asoma de pronto un rostro de condenado. Celdas oscuras, desnudas, húmedas. El techo se agrieta. Las camas son sacos de sucia arpillera. Un hediondo olor a orines, a cubil de bestias feroces nos hace retroceder.

Sin asistencia, los locos vagan. Un montón de trapos se agita en el suelo. Es una epiléptica, que se romperá quizá el cráneo contra la pared. Descalzas, con los pies hinchados, las idiotas, incapaces de espantarse las moscas, se cubren de llagas. Rascan la tierra en que se revuelcan todo el día, y se quedan sin uñas. Del lado de los hombres el espectáculo es parecido. Feliz, de cara al sol, un lívido adolescente se masturba.

Los enfermos arrojados allí no tienen salvación. Podrían curarse en otro sitio muchos de ellos. Allí, en aquel infierno sin nombre, su razón naufraga para siempre.

Para el Asilo de Huérfanos y viejas laboriosas, todo; para el Manicomio, nada; los dementes son inexplotables. El manicomio es el pozo tenebroso a donde se tira la basura, volviendo los ojos a otra parte. Allí los parientes se desembarazan de quien les estorba. Allí se vuelca el ciego, el canceroso, la carne maldita. No es preciso estar loco para caer en el antro. Basta sobrar. Un inglés, William Owen, a quien habían encerrado cuerdo, se ahorcó en su mazmorra. Durante nuestra visita, descubrimos una pobre mujer, en su sano juicio, que está entre los locos hace cinco meses. La hermanita no sabía quién era.

-Me llamo Úrsula Céspedes. Mi hija me trajo acá. No quiere tenerme. Dice que soy leprosa.

Y nos enseña sus pies blanquecinos, las pústulas de sus piernas...

¡Ah, el libro de entradas sin fechas, sin nombres! N. N., N. N.,...! ¿quiénes son?, ¿quién los lanzó al pozo? La policía, un desconocido, cualquiera. ¿Para qué asesinar? Llevad vuestras víctimas al manicomio.

Y cuando el pozo rebosa, cuando hay demasiados monstruos, se los echa afuera. Así la loca Francisca Martínez de Loizaga, asistida ahora en su rancho, fue despedida del manicomio tres veces en año y medio.

No concebimos ni en la Edad Media cosa igual. ¿A qué protestar? ¿A qué pedir justicia al Estado, a ese Estado que en medio de tantos horrores y de tantas infamias, no se ocupa sino de cambiar los uniformes a sus soldaditos? Hay 50.000 pesos oro para alojar un batallón. Para aliviar la suerte de los desheredados, locos o no, jamás habrá nada.