El maniquí de mimbre: V

De Wikisource, la biblioteca libre.
El maniquí de mimbre de Anatole France
''' '''


Al salir de la casa de su decano, el señor Bergeret encontró a la señora de Gromance, que volvía de misa, y le alegró un tanto el encuentro, porque la presencia de una hermosa mujer será siempre considerada como una buena fortuna para un hombre honrado. Al catedrático le parecía aquella señora la más apetitosa de las mujeres, y le agradecía que se vistiera con un arte docto y discreto de que ninguna otra supo hacer gala en la ciudad; le agradecía que al andar cimbreara su talle flexible con el contoneo de sus caderas robustas, imágenes de cuya realidad no disfrutaba el pobre humanista oscurecido, pero cuyo recuerdo le permitía ilustrar oportunamente un verso de Horacio, de Marcial o de Ovidio. Le agradecía que fuese para todos agradable y que derramara un perfume de amor a su paso. En lo íntimo de su naturaleza también le agradecía la generosidad voluptuosa de su temperamento, aun cuando no se prometiese compartir aquellas dichas con los favorecidos. Falto de toda clase de relaciones con la sociedad aristocrática, nunca la trató, y sólo por una casualidad imprevista, en las fiestas de Juana de Arco, y después de la cabalgata, le presentaron a ella en la tribuna del señor de Terremondre. Por lo demás, como el señor Bergeret era un hombre culto y tenía la intuición de lo armónico, no deseaba siquiera proximidades halagadoras; dábase por satisfecho, al encontrarla casualmente, con admirar aquella deliciosa figura, y también le agradaba recordar cuanto en la librería de Paillot se dijo de sus ligerezas. Por esta razón, le debía ratos agradables y le profesaba una especie de gratitud.

En la mañana de aquel primer día del año, apenas la vio salir del pórtico de San Exuperio, con una mano empleada en recoger el vestido, que así dibujaba la suave flexión de la rodilla y la otra en llevar un voluminoso devocionario con tapas de tafilete rojo, el señor Bergeret le rezó una breve oración mental, para agradecerle que fuera un goce delicado y la fábula encantadora de la ciudad. A su paso, mientras la contemplaba, tradujo su pensamiento en una sonrisa.

La señora de Gromance se formaba otro concepto de la gloria femenina, confundiendo en ella muchos intereses sociales, y, como persona bien educada, tenía el prurito de guardar las apariencias. No desconocía los múltiples comentarios que se hacían en torno de sus condescendencias amorosas, y se mostraba despreciativa con todas aquellas gentes a las cuales nunca le interesó agradar. Como el señor Bergeret figuraba en este número, juzgó inoportuna la sonrisa del catedrático y le asestó una mirada insolente y altanera que le hizo ruborizarse. Mientras proseguía su camino, el señor Bergeret reflexionaba:

"Un poco desvergonzada me ha parecido, pero yo estuve algo estúpido. Ahora lo comprendo. Reconozco, aunque tarde para remediarlo, que mi sonrisa era inconveniente, puesto que significaba: "Señora, me complace verla y la considero un goce público, del cual me corresponde una parte." La deliciosa criatura, cuya filosofía no está libre de vulgares preocupaciones, no supo comprender mi delicadeza; no puede imaginar que yo estimo su hermosura entre las mayores virtudes humanas y que me complace saber cómo la emplea. Carezco de tacto, y es vergonzoso para mí. Como todas las gentes honradas, he quebrantado algunas veces la ley, sin arrepentirme ni dolerme; pero algunas acciones de mi vida que se mostraron contrarias a ciertas delicadezas imperceptibles y superiores a las conveniencias sociales me dejaron un pesar angustioso y una especie de remordimiento. Ahora mismo quisiera ocultarme; la luz me avergüenza. En lo sucesivo, evitaré la proximidad agradable de la señora de cuerpo flexible, crispum... docta movere latus. ¡Principié de mala manera el año!"

—¡Muy felíz Año Nuevo! —dijo una voz entre una barba espesa y un sombrero de paja raído.

Era el archivero señor Mazure. Desde que le había negado el ministro las Palmas académicas, por considerarlo falto de títulos que justificaran semejante distinción, y sus conocidos no querían visitar a la señora de Mazure, que fue la cocinera y la querida, todo a la vez, de los dos archiveros que sucesivamente le habían precedido en la custodia y ordenación de los documentos provinciales, el señor Mazure sentía un odio hacia el Gobierno, un asco por la sociedad y un desprecio por todo, que le precipitaron en la más desastrosa misantropía.

Y en aquel día consagrado al amistoso visiteo y a las felicitaciones respetuosas, para ostentar mejor la indiferencia que le inspiraba el género humano, habíase puesto un traje descolorido y andrajoso, un gabán con los ojales deshilachados y un sombrero de paja que su mujer, la bondadosa Margarita, tuvo en la punta de una caña como espantapájaros mientras maduraban las cerezas del jardín. Se fijó, compasivo, en la corbata blanca del señor Bergeret, y dijo:

—Se ha quitado usted el sombrero para saludar a una solemne bribona.

Hirióle al señor Bergeret un lenguaje tan despreciable y falto de intención filosófica; pero como le inspiraban piedad los misántropos, decidió emplear un tono suave para reprender la indelicadeza del señor Mazure:

—Mi estimable señor Mazure, me prometía de su conciencia profunda un concepto más juicioso acerca de una señora que no hace daño a nadie.

Replicó el archivero, con brusquedad, que no le agradaban los farsantes; y esto no era la expresión de un convencimiento arraigado; no se guiaba el señor Mazure por una doctrina; sus juicios obedecían solamente a su agrio humor.

—¡Sí! —dijo, suspirando, el señor Bergeret—. La señora de Gromance ha cometido una gravísima falta. Debió nacer a mediados del siglo dieciocho, y ningún hombre de talento la injuriaría por sus costumbres.

Lisonjeado por estas palabras, suavizóse algo el señor Mazure. No era un puritano terrible, pero respetaba el matrimonio civil, dignificado por los insignes legisladores de la Revolución. Concedía, sin embargo, derechos al sentimentalismo y a la carne, seguro de que la Naturaleza hizo a unas mujeres frágiles y a otras incorruptibles.

—A propósito —añadió—, ¿cómo sigue la señora?

En la plaza de San Exuperio soplaba de lo lindo el viento Norte, y el señor Bergeret veía enrojecer la nariz del señor Mazure bajo el ala levantada del sombrero de paja. También el catedrático, que sentía frío en les pies y en las rodillas, pensaba en la señora de Gromance para entrar en calor. Era un goce intenso y vivo aquel pensamiento.

La librería de Paillot estaba cerrada. Juntos, en la calle, sin lumbre y sin refugio los dos eruditos se miraban uno a otro con simpática tristeza, y el señor Bergeret meditaba, piadosamente, para sí:

"Cuando me aparte de mi compañero, cuya imaginación es tosca y limitada, me rodeará otra vez la soledad implacable de nuestra población hostil. Esto es horrible."

Permanecía inmóvil, como si tuviera los pies clavados a las piedras puntiagudas que formaban el suelo de la plaza, mientras el viento le escocía las orejas.

—Andemos, si le place, señor Bergeret; le acompañaré hasta la puerta de su casa.

Avanzaban juntos, y con frecuencia devolvían un saludo a otros hombres bien vestidos y cargados de juguetes y bomboneras.

—La condesa de Gromance —dijo el archivero— es de la familia Chapón. Sólo se tiene aquí noticia de un Chapón, su papá, el mayor usurero de la provincia; pero si desenterramos el protocolo de los Gromances, familia noble de la comarca, descubrimos, desde luego, que a una señorita de Gromance, llamada Cecilia, en mil ochocientos quince le hizo una barriga un cosaco. Es un asunto interesante para escribir un artículo en un periódico local. Preparo una serie, todos análogos.

El señor Mazure no exageraba. Enemigo rabioso de sus coterráneos, diariamente, de sol a sol, aislado en los desvanes polvorientos de la Prefectura, compulsaba con implacable ferocidad los seiscientos treinta y siete mil documentos que allí se archivaban, con el objeto exclusivo de buscar escandalosas anécdotas referentes a las más encopetadas familias de la comarca; y entre los pergaminos góticos y los papeles timbrados durante dos siglos con las armas de seis reyes, dos emperadores y tres repúblicas, envuelto en polvo, reía al descubrir las pruebas, casi devoradas por las polillas y los ratones, de crímenes antiguos y complacencias expiadas.

A lo largo de la tortuosa calle de Tintelleries refería sus hallazgos crueles al señor Bergeret, quien se mostraba indulgente para las faltas de los antepasados y curioso de sus usos y costumbres. Al decir de Mazure, había encontrado en el archivo antecedentes de un Terremondre, terrorista y presidente del Club de los descamisados en 1793, que renunció a sus nombres, Nicolás Eustaquio, para llamarse Marat-Peuplier. Y Mazure se apresuró a facilitar a su colega de la Sociedad de Arqueología, el señor de Terremondre (Juan), monárquico resellado y clerical, noticias acerca de su olvidado antepasado Marat—Peuplier de Terrernondre, autor de un himno a la santa guillotina.

Asimismo había descubierto un antepasado al señor vicario general del arzobispado: un señor de Goulet, o más exactamente, como firmaba el mismo, un Goulet Trocard, abastecedor del ejército, condenado a presidio en 1812 por haber servido como carne de vaca la de unos caballos con muermo; y las pruebas de aquel proceso habían sido publicadas en un periódico de la localidad. El señor Mazure prometía revelaciones más terribles acerca de la familia Laprat, incestuosa reincidente; de la familia Courtrai, deshonrada en 1814 por un crimen de lesa traición; de la familia Dellion, enriquecida en el agio de cereales; de la familia Quatrebarbe, cuyos progenitores eran dos bandidos, macho y hembra, que fueron ahorcados por los labriegos en un árbol del monte Duroc durante la época del Consulado, y en 1860 algunos ancianos recordaban aún que, siendo niños, vieron pendiente de una rama de encina una forma humana en torno de la cual ondeaba una larga cabellera negra.

—¡La mujer estuvo colgada tres años! —dijo el archivero—; y su nieto es Jacinto Quatrebarbe, arquitecto de la diócesis.

—Resulta muy curioso; pero esas noticias no deben propalarse —advirtió Bergeret.

Mazure no lo atendía. Pensaba publicarlo todo, todo absolutamente, darlo a conocer todo, a pesar del prefecto Worms-Clavelin, el cual opinaba "que debía evitarse aquello que pudiera ser motivo de un escándalo y causa de rencillas", y amenazaba al archivero con un traslado si persistía en divulgar antiguos secretos de familia.

—¡Oh! —exclamaba Mazure, relamiéndose y en tono burlón—, sabrá todo el mundo que una señorita de Gromance parió un cosaquito en mil ochocientos quince.

Ya en la puerta de su casa, el señor Bergeret empuñó el tirador de la campanilla.

—¡Qué poco vale todo eso! —dijo—. La pobre señorita hizo lo que pudo. Ya murió ella y el cosaco también. Nuestros juicios, al recordarlos, deben ser indulgentes y piadosos. ¿No es cierto? ¿Qué deseo le arrastra, mi estimable señor Mazure?

—¡Es preciso hacer justicia!

El señor Bergeret, sin replicarle, tiró de la campanilla de su puerta, y luego dijo:

—Adiós, amigo Mazure; más vale ser indulgente que justo. Le deseo esta felicidad para el Año Nuevo.

El señor Bergeret miró —a través del cristal sucio de la portería— para descubrir alguna carta o algún impreso a su nombre; subsistía en su imaginación la curiosidad ansiosa de noticias inesperadas y de revistas nuevas; pero sólo vio tarjetas de personas tan pálidas e inconscientes como la cartulina que llevaba escrito su nombre, y una cuenta de Rosa, modista de la calle de Tintelleries. Aquella cuenta le hizo pensar que la señora Bergeret se volvía derrochona y que los gastos de la casa eran mayores cada vez. Los sentía como si pesaran sobre sus hombros, y en el vestíbulo parecióle que se le venía el techo encima y que lo llevaba todo a cuestas, incluso el piano del salón y el terrible armario de los vestidos, que devoraba su poco dinero sin verse nunca bien equipado. Así, oprimido por los ahogos familiares, agarróse a la barandilla de hierro que desarrollaba en curvas lentas su enrejado florido, y comenzó a subir, con la cabeza gacha y falto de aliento, los escalones de piedra desgastados, negruzcos, rotos, remendados, guarnecidos con baldosines viejos, aquellos escalones que en la época de su lustre y novedad fueron pisados por nobles caballeros y lucidas muchachas, presurosos ellos y ellas de ser agradables al traficante Pauquet enriquecido con los despojos de toda la provincia. Porque Bergeret habitaba en la que fue residencia de Pauquet de Saint-Croix, ya decaída y falta de gloria, despojada de sus riquezas, democratizada por un humilde cielo raso en lugar de su elegante cornisa y de sus techos majestuosos, tétrica y falta de luz, porque habían edificado casas en sus jardines, adornados en otro tiempo con mil estatuas y surtidores, y hasta en el patio principal donde Pauquet mandó construir un monumento alegórico a su rey, que le hacía vomitar sus rapiñas cada cinco o seis años y le dejaba de nuevo hartarse de toro.

Aquel patio, rodeado por un soberbio pórtico toscano, desapareció en las reformas locales de 1857, y la parte conservada de la famosa residencia de Pauquet de Saint-Croix quedó reducida a una pobre casa de alquiler, mal atendida por unos porteros ya caducos, el matrimonio Gaubert, los cuales despreciaban al señor Bergeret por su carácter apacible, y no estimaban su efectiva generosidad por considerarle hombre falto de recursos, mientras agradecían sobremanera las propinas del señor Raynaud, que daba muy poco, pero que tenia mucho, y cuyas monedas de plata ofrecían el atractivo de ser partículas de un tesoro.

Al llegar el señor Bergeret al primer piso —donde vivía el acaudalado señor Raynaud, dueño de solares próximos a la nueva estación del ferrocarril— miró, como tenía por costumbre, un bajo relieve que coronaba la puerta y presentaba al viejo Sileno sobre su asno, entre una turba de ninfas. Era todo lo que quedaba del antiguo decorado de aquella residencia señorial construida en la época de Luis XV, cuando el estilo arquitectónico francés, al imitar con acierto lo antiguo consiguió adquirir ese vigor, esa delicada sencillez y esa elegancia noble que se admiran, sobre todo, en los proyectos de Gabriel. Precisamente había sido trazada la residencia de Pauquet de Saint-Croix por un discípulo de aquel famoso arquitecto; pero en años sucesivos la deslucieron metódicamente. Si bien, por economía o por descuido, al reformar la casa dejaron allí el bajo relieve de Sileno y las ninfas, en cambio, le dieron una mano de pintura, como a toda la escalera, para que pareciese de granito rojo. Una tradición local suponía que aquel Sileno era la efigie del traficante Pauquet, reputado como el hombre más feo de su época y el preferido por todas las mujeres; pero al señor Bergeret no le hicieron falta muy profundos conocimientos artísticos para descubrir en aquella figura, grotesca y sublime a un tiempo, un tipo consagrado por las antigüedades griega y romana y por el Renacimiento. Libróse cautamente del error común, a pesar de que Sileno, rodeado de ninfas, le recordaba siempre, por una sencilla ilación de ideas, a Pauquet, que había gozado todos los placeres del mundo entre aquellas paredes donde soportaba el catedrático una vida molesta y dificultosa.

"Ese traficante —discurría en el descansillo— saqueaba a las rentas del rey, que, a su vez le despojaba; y así hubo equilibrio. No será prudente alabar mucho a los negocios de la monarquía, puesto que, al fin, las deudas y los ahogos del Erario acabaron con el régimen. Es de advertir que por entonces era el rey único propietario de todos los bienes muebles e inmuebles del reino. Todas las casas pertenecían al rey, por lo cual, aquellos que las disfrutaban hacían esculpir las armas reales en el hogar.

No fue acogido al derecho de requisa, fue con el derecho que tiene un propietario a disponer de su propiedad, como dispuso Luis XV que se acuñase la plata de la vajilla de sus vasallos para atender a los gastos de la guerra. También mandó fundir los tesoros de las iglesias, y hace poco leí que se recogieron hasta los ex votos de Nuestra Señora de Liesse, donde se hallaba el pecho que la reina de Polonia depositó a los pies de la Virgen para recordar su curación milagrosa. Todo en aquellos tiempos era del rey; es decir, del Estado; y ni los socialistas, que reclaman al presente la nacionalización de las propiedades particulares, ni los propietarios, que defienden sus fincas, han pensado que esa nacionalización sería algo muy semejante al antiguo régimen. Se disfruta un goce filosófico cuando se advierte que, a la postre, la Revolución se hizo para los acaparadores de bienes nacionales, y que la declaración de los derechos del hombre se ha convertido en el privilegio de los propietarios.

"El tal Pauquet, que reunía en su casa las más deliciosas mujeres de la Opera, no fue caballero de San Luis. Actualmente lo sería de la Legión de Honor, y los ministros de Hacienda vendrían a recibir sus órdenes. En su tiempo disfrutó los goces de la riqueza, y en éste, además, disfrutaría los honores.

"Porque la nueva civilización ha ennoblecido el dinero. Es nuestra única aristocracia, y derrocaremos las otras para entronizar ésta, la más opresiva, la más insolente y la más pujante de todas."

Interrumpió estas reflexiones del señor Bergeret la presencia de un grupo de hombres, mujeres y niños que asomaron a la puerta de Reynaud. Supúsoles parientes pobres que fueron a felicitar el Año Nuevo al rico, y le pareció que salían todos con un palmo de narices. Continuó subiendo la escalera, porque vivía en el piso tercero, al cual llamaba "tercer aposento", para decirlo como en el siglo XVII. Y solía ilustrar este nombre anticuado con la cita de los versos de La Fontaine, que dicen:


¿De qué les vale nunca su estudio y su talento? Para el sol y la nieve usan el mismo sayo, habitan de continuo el tercer aposento y, a sus espaldas, llevan su sombra por lacayo.


Acaso abusaba de los mil veces repetidos versos y de semejante razonar, exasperación de la señora Bergeret, satisfecha de vivir en una casa del centro, donde había inquilinos pudientes.

"Lleguemos al tercer aposento", se dijo, y miró el reloj; sólo eran las once, había supuesto que hasta las doce no regresaría, porque pensaba guarecerse durante una hora en la tienda de Paillot, cuyas puertas encontró cerradas. Los domingos eran aburridos para él, precisamente porque Paillot no abría su tienda, y como aquel primero de año tampoco pudo hacer la estación acostumbrada, se apesadumbró.

Ya en el tercer piso, metió en la cerradura la llave, abrió y dirigióse al comedor pausadamente, sin hacer ningún ruido. El comedor, oscuro, sombrío, sólo provocaba la indiferencia del señor Bergeret; pero la señora lo creía bien alhajado y de buen gusto por el quinqué de bronce colgado del techo, por el aparador y las sillas de roble tallado que se arrimaban a las paredes, por el juego de tazas que lucía en un estantecito de caoba y, sobre todo, por los platos de loza con relieves de colores que formaban una cornisa espléndida. Al entrar en el comedor por la oscura antesala, quedaba a mano izquierda el estudio, y a mano derecha, el salón. El señor Bergeret solía siempre dirigirse hacia la izquierda y empujar la puerta del estudio, en donde le aguardaban sus zapatillas, sus libros y la soledad. Aquel día primero de año se inclinó hacia la derecha sin motivo, sin decisión alguna, inconscientemente. Abrió la puerta, y al avanzar un paso en el salón vio en el sofá dos bultos enlazados en actitud febril, que lo mismo asemejaba un arrebato de amor que un lance de lucha, pero que sólo era un acoplamiento de voluptuosidad. No se advertía la expresión del rostro de la señora Bergeret, inclinado y oculto; pero expresaba lo suficiente su enagua, roja y flotante. La fisonomía de Roux, alargada, rígida, fosca, obstinada, era la característica indudable del acto, cuya contemplación es poco frecuente, y estaba en consonancia con el desorden del traje. Todo se transformó en menos de un segundo, y a los ojos del señor Bergeret se ofrecieron de pronto dos personas distintas de las que había sorprendido; su actitud era decorosa, pero su turbación les daba un aspecto inquieto y cómico. El señor Bergeret pudiera sospechar que se había ofuscado, si no se hallase ya grabada la otra imagen en sus ojos, con una fuerza igual a su rapidez.