El maniquí de mimbre: VIII
El padre Guitrel tenía invitado al párroco de San Exuperio, el arcipreste Laprune, y almorzaban sentados a una mesita redonda, sobre la cual puso Josefina una tortilla al ron rodeada de llamas.
La sirvienta del padre Guitrel había cumplido ya, desde larga fecha, la edad canónica, lucía grandes bigotes y distaba mucho de ser corporalmente como la pintaban los calumniadores en cuentos libertinos, que luego corrían de boca en boca por la ciudad. Su rostro desmentía las joviales murmuraciones que circulaban desde el café del Comercio hasta la librería de Paillot, y desde la farmacia radical del señor Mandar al salón austero del señor Lerond, abogado fiscal jubilado. Y si bien era cierto que el profesor de Elocuencia Sagrada sentaba a la sirvienta a su mesa cuando no tenía invitados, y si no era dudoso que se repartían entre los dos aquellos pasteles elegidos en la confitería de la señora Magloire con tal estudio, cuidado y precauciones, obedecía todo al inocente y puro afecto que mereció al sacerdote la vieja solterona, rústica, pero precavida; fiel, cuidadosa y capaz de hacer traición al Universo entero para servir a su amo.
Seguramente daba el reverendo padre Lantaigne, rector del Seminario, excesivo crédito a las fábulas eróticas acerca de Guitrel y su doméstica, fábulas que la ciudad entera repetía, sin que nadie las creyese verosímiles, ni el propio señor Mandar, farmacéutico de la calle de Labradores, hombre de ideas avanzadas, el más radical de los concejales, quien había ilustrado con excesivas invenciones aquellos graciosos cuentos, a los que no daba ningún carácter de autenticidad. Eran muy numerosas las aventuras picarescas atribuidas al clérigo y a su criada; y si el reverendo padre Lantaigne hubiese leído el Decamerón, el Heptamerón y las Cien novelas nuevas, descubriría el origen verdadero de tal aventura cómica o de cuál diálogo risible que se apuntaban generosamente a la cuenta del padre Guitrel y de Josefina, su sirvienta. Tampoco el señor Mazure, archivero municipal, dejó de atribuir al padre Guitrel cuantas lascivias eclesiásticas descubría en papeles antiguos; y sólo el reverendo padre Lantaigne creía lo que todos comentaban sin creerlo.
—Paciencia, señor, paciencia —decía la criada— Voy a darle una cuchara para rociar la tortilla.
Cogió en el aparador una cuchara de estaño con el mango muy largo y se la dio al padre Guitrel. Mientras el cura rociaba con el ron encendido los terrones de azúcar, que, al arder, crepitaban y esparcían olor de caramelo, ella con los brazos cruzados y los codos sobre el aparador, fijaba los ojos en el reloj de música pendiente de la pared y con un marco dorado, donde se veía un paisaje suizo con una locomotora que salía de un túnel, un globo entre las nubes y la esfera de esmalte en la torrecita de la iglesia. Entretanto, la solterona no dejaba de observar a su amo, cuyo brazo excesivamente corto se fatigaba en el manejo de la cuchara caliente. Y le animaba:
—¡De prisa! Muy seguido, señor. No lo deje apagar.
—Esta golosina —dijo el señor arcipreste, párroco de San Exuperio— exhala un perfume agradable y apetitoso. La última vez que lo hice preparar en mi casa, rompióse la fuente con el calor de la llama, y se derramó sobre los manteles el ron encendido.
Me impresioné muy desagradablemente, sobre todo al ver la cara de susto del señor Tabarit, que comía conmigo.
—¡Ahí tiene usted lo que son las cosas! —dijo la criada— En la mesa del señor arcipreste se usa porcelana fina. Todo es poco para servir al señor arcipreste. Y la porcelana, cuanto más fina, se romperá antes con el fuego. Esa fuente no se romperá: es de loza ordinaria, que resiste al frío y al calor. Cuando mi amo sea obispo, le servirán las tortillas al ron en una fuente de plata.
Extinguióse, de pronto, la llama, porque el señor Guitrel dejó de rociar la tortilla para mirar severamente a la criada.
—Josefina —dijo— le ordeno que reprima sus inconveniencias y que no hable de lo que no debe hablar.
—A mi juicio —insinuó el párroco de San Exuperio— sus palabras no han sido inconvenientes y sólo podría ponerles algún reparo la modestia de usted, padre Guitrel. Preciosos dones intelectuales y una sabiduría profunda le adornan; sería muy justo que le viéramos elevado a una silla episcopal. ¿Quién sabe si esta buena mujer nos anticipó una verdadera noticia? Pues qué, ¿no ha sonado su nombre como uno de los más dignos entre los que pueden ocupar la vacante de Tourcoing?
El señor Guitrel oía complacido y miraba de reojo.
Sentía inquietud. No presentaban sus asuntos buen cariz. En la Nunciatura sólo había conseguido vagas promesas; la prudencia romana le tenía un poco asustado, y creyó adivinar que la candidatura del padre Lantaigne sería favorablemente informada por la curia. En su reciente viaje a París recogió impresiones dolorosas. Obsequiaba con un almuerzo al arcipreste, seguro de su intimidad con los amigos del padre Lantaigne, y se proponía sonsacarle, de sobremesa, el secreto de su adversario.
—¿Por qué —insistió el arcipreste— no ha de llegar usted a obispo algún día, como el padre Lantaigne?
A este nombre siguió un silencio, y el reloj de música tocó en aquel instante una piececita chillona y vieja. Eran las doce.
Con mano un poco temblorosa, el padre Guitrel hizo al arcipreste los honores de su almuerzo.
—Muy agradable; tiene un sabor muy agradable —dijo el invitado—. Se deja sentir el dulce; pero apenas está dulce. En su punto. Su cocinera es excelente.
—¿Qué decía usted del padre Lantaigne?— preguntó el padre Guitrel.
—Decía que será obispo —respondió el párroco de San Exuperio—. No precisamente porque le suponga designado ya para la silla vacante de Tourcoing, no. Afirmarlo, aun en confianza, sería precipitar los acontecimientos. Pero acabo de saber, por una persona informada por el propio vicario general, que ya estamos en vísperas de un acuerdo entre la Nunciatura y el ministerio, y que se designa al padre Lantaigne. La noticia no está, sin duda confirmada. El señor de Goulet pudo confundir su esperanza con la realidad. Pone todo su empeño en apoyar al rector del Seminario, y su triunfo, sin que sea hasta ahora innegable, nada tiene de inverosímil. Hace muy poco tiempo, la intransigencia que se atribuye a las opiniones del padre Lantaigne habría dado que temer a los poderes públicos, animados contra el clero por una dolorosa desconfianza; pero el aspecto de la cuestión ha cambiado: se disipan los nubarrones que amenazaban tempestad, y ciertos personajes ajenos a la política empiezan a influir en las altas esferas gubernamentales. Se asegura que ha obtenido preponderancia el apoyo prestado por el general Cartier de Chalmot a la candidatura del padre Lantaigne. Son éstos los rumores, los comentarios que pude recoger.
Josefina, la sirvienta, no estaba presente, y su sombra, en acecho constante, se asomaba a la puerta entornada.
El padre Guitrel, silencioso, no tenía apetito.
—Esta sabrosa tortilla —dijo el arcipreste— regala el paladar con una mezcla de gratos aromas que deleitan y no permiten precisar la causa del deleite. ¿Me autoriza usted para pedir a su cocinera la receta?
Una hora después, cuando el arcipreste se había ido ya, el padre Guitrel, pensativo y cabizbajo, se encaminó hacia el Seminario por la oblicua y tortuosa calle de Chartres, y cruzó el balandrán sobre su pecho para defenderse del viento helado que soplaba en aquel ángulo de la catedral. Era el rincón más frío y oscuro de la ciudad. Apretó el paso hasta la calle del Mercado y se detuvo allí ante la carnicería de Lafolie, enrejada como un jaulón de leones. En el fondo, apoyado en el tajo de madera donde partía la carne, a la sombra de los medios corderos, pendientes de los ganchos, dormitaba el carnicero. Había empezado su trabajo al amanecer, y la fatiga quebrantaba la fortaleza de su cuerpo. Con los brazos desnudos, cruzados, y la chaira colgada todavía en la cintura, despatarrado bajo el delantal con salpicaduras por la sangre, balanceaba lentamente la cabeza. Su rostro, enrojecido, relucía, y las venas de su cuello se hinchaban, oprimidas por el cuello vuelto de su camisa color de rosa. Respiraba salud y fuerza. El señor Bergeret le comparaba a los héroes homéricos por ser algo semejante su existencia y porque diariamente derramaba la sangre de sus víctimas.
El carnicero Lafolie dormitaba. Junto a él dormitaba su hijo, robusto y grandote como el padre, con las mejillas arreboladas. El mozo de la carnicería dormitaba también sobre el mármol del mostrador con la cara entre las manos. En su caja de cristales, a la entrada, erguida, con los ojos fatigados por el sueño, estaba la señora Lafolie, de pecho enorme, gorda como si rechupara la sangre de los animales. Aquella gente ofrecía un aspecto de fuerza brutal y soberana, un aspecto de bárbara majestad.
El padre Guitrel los observó un rato; sus vivaces ojillos iban del uno al otro; pero se fijaban con mayor interés en el amo, en el coloso cuyos bigotazos rubios cruzaban los rojos carrillos y cuya sien, junto a los ojos cerrados, mostraba las pequeñas arrugas reveladoras de un carácter astuto. Satisfecho ya por la contemplación de aquel salvaje brutal y artero, sujetó con más fuerza bajo el brazo su viejo paraguas, cruzó nuevamente su balandrán sobre su pecho y prosiguió su camino, ufano y animoso, mientras reflexionaba tranquilamente:
"Ocho mil trescientos veinticinco francos del año anterior. Mil novecientos treinta de este año. El padre Lantaigne, rector del Seminario, debe diez mil doscientos cincuenta y cinco francos al carnicero Lafolie, y el carnicero Lafolie no es un acreedor complaciente y bondadoso. No será obispo el padre Lantaigne."
Desde tiempo atrás conocía las deudas del Seminario y los apuros del padre Lantaigne. Su criada Josefina le notificó las bravatas del carnicero, que amenazaba con llevar a los tribunales al rector y al arzobispo. Mientras avanzaba, el padre Guitrel, a pasos menudos, reflexionaba:
"No será obispo el padre Lantaigne. Es honrado, pero administra mal, y un obispado es una administración... Bossuet lo elijo con estas mismas palabras en la oración fúnebre que consagró al príncipe de Conde."
Y recordaba con gusto el rostro feroz del carnicero Lafolie.