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El maniquí de mimbre: XVI

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El maniquí de mimbre
de Anatole France
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Horrorizan a la señora de Bergeret la soledad y el silencio. Desde que su marido no le dirigía la palabra, en absoluta separación se turbaba Amelia, y al entrar en su alcoba palidecía como si entrara en un sepulcro. Si estuvieran sus hijas en casa no le faltarían, sin duda, el movimiento y el ruido indispensables a su naturaleza; pero en otoño hubo una epidemia de tifus y las mandaron a casa de su tía, la señorita Zoé Bergeret, avecindada en Arcachón, donde pasaron el invierno y donde, por conjeturas verosímiles, podía suponerse que su padre resolvió dejarlas. Amelia tenía un espíritu doméstico; el adulterio sólo fue una expansión de su vida conyugal, un apéndice de su matrimonio. Entregóse tanto por femenil orgullo como por deseos de su carne, ansiosa y fecunda. Creyó siempre que sus relaciones amorosas con Roux no pasarían del goce físico y secreto; un adulterio sosegado, el cual presupone, implica y confirma el matrimonio que las gentes honran, que la Iglesia bendice y que dignifica la condición privada y social de la mujer. La señora de Bergeret era una esposa cristiana. Reconocía en el matrimonio un sacramento, cuyas consecuencias, augustas y durables, no podían anularse por una falta como la que había cometido, grave, sin duda, pero también merecedora de perdón y de olvido. Juzgaba su comportamiento con poco sentido moral; suponía su falta leve, sencilla, sin la intención maliciosa ni el apasionamiento que reviste una falta con la grandeza del crimen y pierde a la culpable. No podía sentirse criminal; pensaba sólo que tuvo poca suerte. Las inesperadas consecuencias de aquel insignificante asunto se desarrollaban para ella con una tétrica y espantosa lentitud; padecía horriblemente al verse abatida y sola en su casa; le faltaba su doméstica soberanía, se creía despojada, por decirlo así, de sus disposiciones, a caseras y culinarias. El sufrimiento no la fortalecía ni la purificaba, sólo pudo inspirar a su pobre inteligencia ora la rebeldía, ora la humillación. Diariamente, a eso de las tres, salía a la calle muy erguida y pomposamente ataviada, con los ojos brillantes, las mejillas arreboladas, terribles; y a grandes zancadas recorría las casas de sus amigas. Solía visitar a la señora de Torquet, esposa del decano; a la señora de Leterrier, esposa del rector; a la señora del director de la cárcel; a la señora del escribano Surcoux, a todas las señoras de burgueses medianamente acomodados, ya que nunca la quisieron tratar las nobles ni las ricas. Y en todas partes se lamentaba de su marido, y lanzaba contra él todos los agravios que le sugería su imaginación mezquina, pero intencionada. Principalmente le acusaba de alejarla de sus hijas, de tenerla sin dinero, de abandonar el domicilio para ir a los cafés y acaso a los garitos. En todas partes hallaban sus quejas un eco de simpatía; en todas partes inspiraba interés y ternura. Poco a poco subió, extendióse, agigantóse aquella ola compasiva. La señora del ingeniero Dellion, que no podía recibirla en su casa porque no era propio de su encumbramiento intimar con personas modestas, sin embargo, le hizo llegar la noticia de que la compadecía de veras y que reprochaba la conducta odiosa del señor Bergeret.

Así, Amelia satisfacía y avivaba todas las tardes, en continuo visiteo, sus ansias de consideración social; pero al anochecer, ya en la escalera de su casa, le faltaban ánimos hasta para levantar un pie; olvidaba su orgullo, sus venganzas, las injurias, las frivolidades calumniosas que había sembrado entre sus amigas por toda la ciudad; la obsesionaba un deseo ardiente de que su marido la perdonase para no verse tan sola. Esta idea, en la cual no hubo ni asomo de perfidia, rebosaba, naturalmente, de su alma dócil. ¡Vanos deseos! ¡Inútiles preocupaciones! El señor Bergeret no reconocía la existencia de la señora.

Aquella noche, la señora de Bergeret dijo en la cocina:

—Eufemia, pregúntale al señor cómo quiere los huevos.

Era una táctica nueva preguntarle al dueño de la casa lo que prefería de comer. Poco antes, en tiempo de su inocencia irascible, solía imponerle aquellos platos que más le desagradaban porque no los digería su estómago débil de hombre sedentario y estudioso. La joven Eufemia era una moza de limitados alcances, pero equitativa y cabal. Advirtió a la señora con mucha entereza —como lo había hecho ya otras veces en semejantes ocasiones— que resultaba por completo inútil hacerle al señor una pregunta de parte de la señora; no respondería nada porque seguían de morros.

Pero la señora Bergeret, con la cabeza inclinada y los ojos entornados en señal de obstinación, repitió la orden que acababa de dar:

—Eufemia, calla y obedece. Pregúntale al señor cómo quiere los huevos, y dile también que son fresquísimos, que acabas de traerlos de casa de Trecul.

Entretanto, el señor Bergeret, recogido en su estudio, trabajaba en el Vigilius nauticus, que un editor le pidió para enriquecer una edición erudita de La Eneida, preparada por tres generaciones de filólogos, y de la cual ya se habían impreso, al cabo de treinta años, los tres primeros pliegos. El catedrático de literatura redactaba, papeleta por papeleta, su léxico especial. Admirábase de su ímproba labor y se felicitaba con estas frases:

"Resulta que yo, terrestre que jamás ha navegado, como no sea en una lancha de vapor que remonta el río todos los domingos de verano y conduce a las costas de Tuillieres, donde se bebe un vino espumoso; yo, el ciudadano francés que sólo ha visto el mar de Villers; yo, Luciano Bergeret, soy el intérprete de Virgilio náutico; explico los vocablos náuticos usados por un poeta fiel, ilustrado, preciso a pesar de su retórica, matemático, mecánico y geómetra; de un italiano muy despierto a quien los marineros, tumbados al sol en las playas de Nápoles y de Mesina, instruyeron en las costumbres del mar; que acaso poseía una embarcación y que surcó las aguas azules de Nápoles a Atenas bajo el fulgor suave de los dos hermanos de Helena. Y lo consigo por la excelencia de mi sistema filológico. Mi discípulo Goubín lo conseguiría lo mismo que yo."

El señor Bergeret se complacía en aquel trabajo que ocupaba su inteligencia sin zozobras ni agitaciones. Sentía una verdadera satisfacción al trazar sobre una hoja de papel grueso letras diminutas y de un carácter fijo, imágenes y testimonios de la rectitud intelectual que la filología exige. También los sentidos participaban algo de aquel goce reservado a la inteligencia; tan cierto es, que se ofrecen al hombre múltiples voluptuosidades, muchas veces ni siquiera imaginadas. Gozaba el señor Bergeret la delicia suave de redactar esto:

"Supone Servio que Virgilio escribió Attoli malos en vez de Attoli vela, y el argumento en que funda su interpretación es que cum navigarent, non est dubium quod olli erexerant arbores. Ascensio admite la opinión de Servio porque olvida, y acaso ignora que, a veces, en el mar se desarbolaban los navios. A veces el mar se enfurecía de tal modo, que la arboladura..."

El señor Bergeret había llegado a este punto de su trabajo, cuando la joven Eufemia empujó la puerta del estudio, con el estrépito que acompañaba a sus menores movimientos, para transmitirle un recado afectuoso de su esposa.

—La señora me manda que le pregunte cómo prefiere usted los huevos.

El señor Bergeret, por toda respuesta, después de rogar afablemente a la moza que se retirase, continuó escribiendo:

"...pudiera sufrir un percance: desprendían los mástiles del hueco donde su pie se encaja..."

La joven Eufemia se quedó junto a la puerta, y el señor Bergeret acabó su nota:

"...y los recostaban sobre un punto o un caballete."

—Señor, la señora también me manda decirle que acaba de comprarlos en casa de Trecul, y que son fresquísimos.

—Una homnes ferece pedem.

Dejó la pluma y se sintió invadido por una repentina tristeza. En aquel momento acababa de advertir la insignificancia de su trabajo. Tenía la desdicha de ser bastante inteligente para no ignorar su insuficiencia, que a cada instante se le aparecía sobre la mesa, entre la papelera y el tintero, como un personaje diminuto, endeble y desgarbado. Al reconocerse no podía estimarse. Hubiera querido contemplar su propia imaginación bajo el aspecto de una hermosa ninfa de lozanos contornos, pero se le aparecía en su forma verdadera, raquítica, sin atractivo, y le causaba angustia porque turbaba la delicadeza de sus gustos y la elevación de sus pensamientos.

"Señor Bergeret —se decía entonces—, no me cabe duda; es usted un catedrático distinguido, un provinciano inteligente, un erudito estudioso, un pobre humanista divertido entre las curiosidades infecundas de la filología, ignorante de la verdadera ciencia del lenguaje que descifraron ya imaginaciones más amplias, firmes y poderosas. Señor Bergeret, no es posible que se le cuente nunca entre los insignes maestros que reconocen y clasifican los caracteres del lenguaje, porque usted es incapaz de reconocerlos y de clasificarlos. Miguel Breal no pronunciará nunca el nombre despreciable de Bergeret, víctima sin gloria, cuyos oídos nunca serán acariciados por los elogios de los hombres..."

—Señor, señor —dijo la joven Eufemia, impaciente—, dígame algo. Tengo mucho que hacer en la cocina. La señora pregunta cómo prefiere usted los huevos. Los he comprado en casa de Trecul; son del día.

El señor Bergeret, sin levantar la cabeza, respondió a la moza con una dulzura implacable:

—Ya te dije que no me importunes, que no entres mientras yo no te llame.

Y el catedrático de Literatura latina se sumergió de nuevo en sus reflexiones.

"¡Feliz Torquet, nuestro decano! ¡Feliz Leterrier, nuestro rector! ¡Felices ellos! Ninguna desconfianza en sí mismos, ninguna duda indiscreta puede turbar su carácter satisfecho. Son parecidos al anciano Mesange, que fue académico y profesor del Colegio de Francia sin haber estudiado nada, sin ampliar en toda la vida sus conocimientos de griego desde que lo aprendió a los quince años. Al morir, hace poco, se agitaban aún en su cabecita las ideas mitológicas puestas en circulación por los poetas del primer Imperio. Pero yo, inteligencia endeble como la de aquel viejo helenista que tuvo nombre y cabeza de pájaro; yo, tan falto de método y de inventiva como el decano Torquet y como el rector Leterrier; yo, triste y fatuo escamoteador de palabras, ¿por qué siento cruelmente la insuficiencia, la inutilidad risible de mis trabajos? ¿No expresa este sufrimiento un carácter de nobleza intelectual y un signo de mi superioridad en el dominio de las ideas generales? Mi Vigilius nauticus, por el cual me juzgo y condeno, ¿es, verdaderamente, una obra mía, un fruto de mi reflexión? Es un trabajo impuesto a mi pobreza por un librero sórdido asociado a catedráticos artificios que, so pretexto de libertar la ciencia francesa del método alemán, restauran la manera frivola de antaño y me imponen los pasatiempos filológicos de moda en 1829.

¡Recaiga la culpa sobre ellos y no sobre mí! La codicia del lucro y no el ansiado afán de ciencia me lanzó a intentar ese Vigilius nauticus que hace tres años me ocupa y que me valdrá quinientos francos, en esta forma: doscientos cincuenta cuando entregue el manuscrito, y otros doscientos cincuenta el día en que se dé a luz el volumen donde se incluya mi trabajo. He querido saciar mi abominable ansia de oro. He fracasado, no por la inteligencia, sino por el carácter. ¡Y es muy diferente!"

Así conducía el señor Bergeret el coro de sus vagos pensamientos, cuando la joven Eufemia, que aún aguardaba junto a la puerta, se insinuó por tercera vez:

—Señor..., señor...

Pero su voz, ahogada entre sollozos, se le atascó, de pronto, en la garganta.

Cuando el señor Bergeret alzó la vista, observó que rodaban por las mejillas de la moza lagrimones gordos y brillantes.

La joven Eufemia quiso hablar y no pudo; producía solamente sonidos roncos, muy parecidos a los que al anochecer arrancan al cuerno los pastores de su aldea. Levantó a la altura del rostro sus brazos desnudos hasta el codo, cuya carne blanca y maciza surcaban largos rasguños rojizos, y restregó sus ojos con el revés de sus manos morenas. Su angustia sacudía el pecho angosto y el vientre excesivamente abultado por haber padecido a los siete años atrofia mesentérica, de cuya enfermedad quedóse mal conformada. Luego dejó caer los brazos sobre su cuerpo, escondió las manos bajo el delantal, contuvo sus gemidos, y en cuanto las palabras pudieron salir de su garganta, vociferó agriamente:

—En esta casa no se vive; no, no puedo aguantarlo; ésta no es vida. Prefiero irme para no ver lo que veo.

Era su voz a un tiempo colérica y dolorida, y se clavaban en Bergeret sus ojos irritados.

La conducta del señor la sublevaba. No porque tuviese mucho cariño a la señora, que poco antes, aun en los días prósperos y soberanos, la cubrió de injurias y de humillaciones y apenas le daba de comer; no porque ignorase la falta de la señora ni la creyera inocente, como la creían la señora Dellion y las amigas de Amelia. Lo mismo que la portera, la panadera y la criada del señor Raynaud, conocía detalladamente las relaciones amorosas de la señora con el señorito Rous: las había descubierto antes que Bergeret. No porque le parecieran lícitas aquellas relaciones amorosas, en su fuero interno severamente recriminadas. Que una moza, dueña de sí, tuviese un amante, a su juicio, no era muy punible, pues no ignoraba cómo suele suceder eso. Poco le faltó para realizarlo cierta noche de un día de fiesta, sentada en un desmonte con un mozo que tenía muchas ganas de broma. No ignoraba la frecuencia y la sencillez de tales deslices; pero la sacaba de quicio el desliz en una mujer casada, respetable por su edad y madre de familia. Eufemia dijo a la panadera una mañana que su señora le parecía horrible; que si ella fuese hombre y no hubiera otra mujer en el mundo con quien hacer hijos, el mundo se acabaría; y puesto que la señora pensaba de otro modo, podía recrearse con su marido. Eufemia juzgaba que la señora cometió un pecado muy feo, pero no concebía que una falta, por grave que fuese, no tuviera perdón, al fin y al cabo. En su niñez, antes de ponerse a servir en casas de señores, había trabajado con sus padres en las viñas y en las mieses. Veía cómo el sol abrasaba los racimos, cómo el granizo arrasaba las espigas de un campo; y al año siguiente, otra vez el padre, la madre y los hermanos mayores cavaban la viña y sembraban en el surco abierto. En aquella existencia sufrida y natural aprendió por instinto que no hay en este mundo —ardiente y helado, bueno y malo — nada irreparable; y que de igual modo que perdonamos a la tierra, debemos perdonar al hombre y a la mujer.

Así lo hacía la gente de su pueblo, que no valdría mucho menos que la de la capital. Cuando la mujer de Robertet, la Leocadia, regaló unos tirantes al mozo de su casa para decidirle a que le hiciese aquello que deseaba ella, Robertet no dejó de advertirlo; sorprendió a los amantes en su empeño y dio a la mujer tales y tantos latigazos, que no le quedaron ganas de repetir. Desde aquel día la Leocadia es una de las mujeres más formales de la comarca; su marido no le reprocha nada. Es necesario portarse así, como Robertet, que sabe hacer andar muy derechos a los animales y a las personas.

Muy zurrada por su padre venerado, y a su vez sencilla y brutal, Eufemia comprendía la violencia y le hubiera parecido bien que el señor Bergeret, a estacazo limpio, sobre las costillas de la culpable señora rompiera las dos escobas de la casa, de las cuales una, la más nueva, se pelaba por momentos, y la otra, que ya no barría, se usaba envuelta en un paño para limpiar el ventanillo de la cocina. Pero que guardara el señor un rencor interminable y rudo, a juicio de la joven campesina, era odioso, contra la Naturaleza, endiablado. Principalmente notaba Eufemia los excesos del señor Bergeret por lo difícil que se le hacía servir de aquel modo. Era necesario darle de comer al señor, que ya no quería sentarse a la mesa con la señora, y luego a la señora, cuya existencia, obstinadamente negada por el señor Bergeret, no podía prescindir, sin embargo, de tomar alimento.

"Esta casa parece un figón", suspiraba la joven Eufemia. La señora de Bergeret, a la cual no daba dinero el señor Bergeret, le decía: "El señor te tomará la cuenta." Cada noche llevaba Eufemia, temblorosa, el cuaderno de la compra para darle al señor la cuenta: y el señor Bergeret, que apenas podía costear aquellos gastos, cada vez más crecidos, la trataba con gesto imperioso. Abrumada por dificultades invencibles, en aquel ambiente insano perdió la moza su alegría; ya no mezclaba sus risotadas y sus chillidos con los choques de las cacerolas, el crepitar del aceite derramado en el fogón y el golpeteo de la macheta sobre la carne. Ya no tenía ni gloria ni pena, gusto para nada, ni expansiones ruidosas. Pensaba solamente: "Me vuelvo idiota en esta casa." Le inspiraba compasión la señora, que al final tuvo para ella continuas amabilidades; y juntas por la noche hasta la hora de acostarse hacíanse confidencias a la luz del quinqué. Con el corazón sumergido en tales emociones, la joven Eufemia dijo al señor:

—Quiero irme. Usted se porta mal, es malo. Quiero irme.

Y de nuevo rompió a llorar copiosamente.

Aquel reproche no exaltó a Bergeret. Quedóse como si no lo hubiese oído. Le sobraba discreción para comprender que los atrevimientos de una lugareña zafia debían ser oídos con indiligencia. Y hasta sonrió interiormente, satisfecho porque guardaba en lo más recóndito, bajo la vestidura de prudentes ideas y hermosas máximas, el instinto primitivo que subsiste en los hombres modernos, aun en los más cultos y apacibles, y que se satisface cuando se los juzga seres feroces; como si la fuerza que permite dañar y destruir fuese la energía culminante, la virtud esencial y la hermosura suprema. Si bien se reflexiona, es así; puesto que la vida sólo se conserva y se acrece por la destrucción, se consideran los mejores aquellos que más destruyen; y los que por instigaciones de raza y de apetito se muestran más feroces, llegan a generales y agradan a las mujeres, por naturaleza inclinadas a elegir los más dominadores, e incapaces de diferenciar la fuerza fecundante de la fuerza destructiva, que se ofrecen indisolublemente ligadas en la Naturaleza. Obediente a un impulso de su inteligencia razonadora, cuando la joven Eufemia, con su voz campestre como una fábula de Esopo, le dijo que obraba mal y era malo, creyó el señor Bergeret oír un murmullo halagador, que al final del breve discurso de la sirvienta reflexionaba:

"Entiende, Luciano Bergeret, que tú eres malo en el sentido vulgar de la palabra, como si dijéramos que tú eres capaz de dañar y destruir, que te hallas en plena posesión de la vida, propicio a defenderte y a conquistar. Sabe que tú eres, a tu manera, un gigante, un monstruo, un ogro, un hombre terrible."

Pero de continuo propenso a la duda y refractario siempre a aceptar, sin previo examen, las opiniones de los hombres, se analizó para saber si era verdad lo que decía Eufemia. De las primeras observaciones que hizo dentro de sí dedujo que, generalmente, no era un ser temible, y, por el contrario, se convenció de que tenía un alma piadosa y sentimental, que simpatizaba con los infelices, que estimaba a sus prójimos; que su gusto sería satisfacer todas las necesidades, remediar todas las miserias, consentir todos los deseos lícitos o pecaminosos. No encerraba su caridad con el género humano en los limites de un sistema de moral; suponía inocente lo que no redunda en perjuicio de nadie, y por esto era más tolerante de lo que permiten las leyes, las costumbres y las religiones de los pueblos. Después de analizarse dedujo, en consecuencia, que no era malo, y quedó algo confuso; le apenó atribuirse las inútiles dotes intelectuales que no fortalecen la vida.

Con excelente método indagó si se habría excedido en algunas ocasiones, a pesar de su carácter bondadoso y de su condición pacífica, precisamente respecto a la señora de Bergeret. Y no le fue difícil estimar que había procedido en este caso concreto contra sus máximas generales y sus acostumbrados sentimientos; que su conducta ofrecía en este punto varias particularidades; y se fijó en las más notorias.

"Particularidades más notorias: finjo que la creo criminal y obro como si efectivamente lo creyese. Mientras que Amelia se juzga en su conciencia culpable por haber fornicado con mi discípulo Roux, yo considero inocente su fornicación porque no redunda en perjuicio de nadie. Amelia tiene una moralidad mayor que la mía; pero al mismo tiempo que se juzga culpable, se perdona. Yo no la juzgo culpable, y, sin embargo, no la perdono. Mi reflexión es, respecto a ella, inmoral y suave; mi conducta, moral y cruel. Lo que yo condeno sin piedad no es el hecho, incongruente y ridículo a mis ojos; la condeno a ella, no por lo que hizo, sino por ser como es. La joven Eufemia tiene razón: ¡soy malo!"

Agradóle su razonamiento, y devanando sus nuevas reflexiones, prosiguió:

"Soy malo, porque realizo. No me hacía falta la experiencia de ahora para saber que no hay acción inocente, y que para realizar algo es indispensable dañar o destruir. Desde que principié a realizar, soy un malvado."

No sin motivo discurría de aquel modo acerca de sí, porque realizaba una acción sistemática, persistente, continua, en daño de la señora de Bergeret, a la cual hacía imposible la existencia, privada de todo lo necesario a su torpe humanidad, a su carácter doméstico, a su espíritu sociable; y acabó por extirpar en su casa la esposa importuna y desapacible que le puso, con el engaño, en situación muy ventajosa.

No la desaprovechaba; insistía en sus propósitos;con una tenacidad impropia de un carácter débil. Porque de ordinario el señor Bergeret era indeciso y falto de voluntad; pero en aquella ocasión un Eros invencible, un deseo le impulsaba. Son los deseos fuerzas más firmes que las voluntades, y después de haber creado el mundo, lo sostienen. El señor Bergeret iba guiado en su empresa por un inefable deseo, por el Eros de no ver más a la señora. Y ese puro, ese diáfano deseo, no turbado por odio alguno, tenía la violencia encantadora del amor.

Aguardaba la joven Eufemia que el señor contestara, por lo menos, con algunas palabras violentas. Semejante a la señora de Bergeret en este punto, la moza consideraba el silencio más cruel que la injuria y el oprobio.

Al cabo, el señor Bergeret habló, y dijo sosegadamente:

—Quedamos en que te despides, y saldrás de mi casa dentro de ocho días. Sólo replicó la joven Eufemia con un grito de conmovedora bestialidad. Estuvo inmóvil un momento; luego se retiró a la cocina, estúpida y desalentada.

Veía tristemente las cacerolas, que sus brutales golpes abollaron como armaduras en lo más recio del combate; veía tristemente la silla rota, donde casi nunca pudo sentarse; la fuente, cuyo grifo, dejado por descuido abierto algunas veces —después de fregar de noche—, inundó toda la casa; el fregadero casi siempre obstruido, la mesa destrozada por la macheta, los hornillos de fundición resquebrajados por las llamas, la carbonera, los vasares cubiertos con papeles recortados, la caja del betún, la botella de lejía... Y entre aquellos testigos de su difícil existencia lloró.

Al día siguiente —que lo era de mercado— el señor Bergeret, muy de mañana, fue a casa de Deniseau, que tenía una agencia de colocaciones, y en la sala del piso bajo vio a unas veinte campesinas; las había de todas edades, jóvenes y viejas: unas, rechonchas, coloradas y mofletudas; otras, altas, enjutas y descoloridas; todas eran diferentes por su talle y por su rostro, pero semejantes por el ansia con que fijaban los ojos para descubrir su propio destino en cada visitante que abría la puerta. El señor Bergeret contempló al paso aquella variedad abundante de mozas de servir, y entró luego en el despacho adornado con almanaques de pared; allí estaba el propio Deniseau, sentado detrás de su mesa, entre mugrientos registros y desgastadas herraduras que servían de pisapapeles.

Pidió una criada, y sin duda la quería de condiciones excepcionales, porque, después de conversar con el agente diez minutos, salió desalentado; pero en un rincón oscuro de la sala descubrió una moza, a la que no había visto al entrar. Era larguirucha, sin edad ni sexo determinado, con la cabeza huesuda y calva y con una frente colocada como una esfera enorme sobre una roma nariz. Asomaban a su boca unos dientes de muía, y su labio inferior, caído, apenas encontraba mandíbula en que apoyarse.

Abstraída, con los ojos bajos, embutida en el rincón, no mostraba la inquietud de las otras, acaso porque supondría imposible colocarse mientras fuesen muchas a pretender. Vestía como las mujeres de la tierra pantanosa donde abundan las calenturas. Enredadas en su toquilla de punto, se veían algunas briznas de paja.

El señor Bergeret la observó detenida y minuciosamente, y dijo a Deniseau:

—Me conviene aquélla.

—¿María? —preguntó el agente, sorprendido.

—Sí —respondió Bergeret.