El miedo de las tormentas
En todos los tiempos hubo algún amante
(nota que solamente digo "alguno")
que pudo ser tenido por constante;
pero en cuanto a ser fieles,
preciso es confesar que no hay ninguno.
Es desconsolador, triste, aflictivo,
mas si no se hace adrede con pinceles
en todo el universo hallarás uno.
Se puede aconsejar el paliativo
de atarse los amantes uno al otro,
o usar aquel anillo del demonio
que usó Carvel durante el matrimonio;
pero la asiduidad es siempre un potro,
y el fastidio la sigue sin remedio.
Elige, pues, entre uno y otro medio.
La historia con que voy a divertirte
te hará ver cómo debes conducirte.
En una casa rica y de linaje
servía una doncella
y, pues ya el consonante dice ella
lo bella que era, referir no quiero
cuánta beldad celaba su ropaje;
mas no puedo dejarme en el tintero
decirte que tenía
un galán a quien tierna recibía
en su lecho, callada y diestramente;
y una noche que estaban olvidados
del mundo, con mil besos embriagados,
estalla una tormenta de repente,
horrísona, espantosa,
que aturde a la doncella temerosa;
da en pensar que los cielos encendidos
por sus pecados van a consumirla.
¿Qué mucho que Isabel tanto temiera,
si era su edad de veinte no cumplidos
y a más era mujer, cual si dijera
devota y pecadora todo junto?
Un nuevo trueno acaba de aturdirla,
y huyendo de la cama sale al punto
sin que el galán consiga disuadirla.
- ¡Queda, queda con Dios, fatal amigo,
y no pretendas escapar conmigo,
que, huyendo de la culpa, ansiosa corro
a ocultarme en un sótano profundo!
¡Es Dios el que irritado
os amenaza al ver nuestro pecado!
Y echó a correr, y el otro en un segundo
durmió como un cachorro.
Durmiendo viene el bien, dice el proverbio
del vecino francés; y así le vino
al susodicho abandonado amante,
que, apenas el indino
un sueño saboreaba tan soberbio,
siente una mano suave... luego un brazo...
luego una pierna... un beso acariciante...
- ¡Qué!, ¿duermes, Isabel? Y un nuevo abrazo
acabó de incendiar al ex dormido.
Una niña de quince había caído
como del cielo, al lado del tunazo,
quien su suerte bendice,
mientras con voz dulcísima le dice:
- ¿Cómo desnuda así, dime, te acuestas?
¿Qué tienes, Isabel, que no contestas?
¿Has perdido la voz? A ti, sin duda,
lo que a mí te sucede: que los truenos
miedo te han dado, ¿es cierto?... ¿sigues muda?
- No, no, pero el temor..., dice en voz baja
la fingida Isabel. - Ya van a menos
los relámpagos, vuélvete de frente.
¡Jesús, qué trueno! ¡El cielo se desgaja!
Y esto diciendo estrecha fuertemente
con los brazos al mozo, que la enlaza
con los suyos y el cuerpo al cuerpo anuda.
Cuán difícil, lector, en tal estado
sería de mujer tener la traza,
ya tú lo consideras. - ¡San Conrado!,
grita la niña, ¡cómo!, ¿qué he tocado?
¿Eres monstruo, Isabel?, porque me acuerdo
que yendo con mi madre por el río
una tarde, vi en él una persona
con una cosa igual, ¡bien lo recuerdo!,
y al preguntarle... (a ti te lo confío
que mucho me agradó considerarlo),
respondiome mi madre: "Gran simplona,
ése es un monstruo horrible; ni mirarlo
se puede". No creí fuera tan mala
cosa que así la vista nos regala.
¿Serás monstruo también, amiga mía?
- ¡Oh, no!, responde quedo el mozalbete,
es el miedo que tengo.
- ¡Cómo! ¿El susto...?
- Sucede algunas veces.
- No sabía...
¿Conque el miedo...?
- Es capaz de cualquier cosa,
y al pobre a que acomete
hay vez que ha convertido en lobo o grulla,
en cuervo o en raposa;
a mí me ha resultado aquí esta puya.
La inocente muchacha tragó el cuento;
mas el hado en aquél mismo momento
los truenos arreció con tal bramido
que la pobre, asustada, va a acogerse
a los brazos abiertos de la amiga
y, para más a gusto guarecerse,
una pierna por cima le ha subido...
Júntanse, al fin, barriga con barriga...
¿Qué harías tú, lector, en tal postura?
Lo que él: aprovechar la coyuntura.
- ¿Dónde lo metes?, dice la inocente;
¡qué singularidad!, ¡qué justo viene!
Parece que lo han hecho expresamente...
No pudo decir más; que tartamuda
la lengua da señal de lo que tiene
y la voz que perdió la deja muda.
Hace el amor su juego tan a gusto
que redoblan los truenos los temores
y sucede un asalto a cada susto.
Empero, como al fin somos mortales,
el miedo se le acaba (o los ardores)
a la falsa Isabel. ¡Y es diferencia
que hay del hombre a los dioses inmortales:
que en aquél es muy corta la potencia
y en éstos, más felices, es eterna,
lo cual hace su dicha sempiterna!
- ¡Cómo!, amada Isabel, ¿no tienes miedo?,
¿no turban ya tus lánguidos sentidos
los truenos repetidos?
¡Ay, mi Dios!, ¡yo, por mí, parar no puedo!,
¡ten miedo, Isabelica!, ¡teme un poco!,
¡este trueno es atroz, nos pulveriza!
- No, amiga mía, no; todo es ya en vano:
ya no me atemoriza
el ruido de los truenos, ni tampoco
suena ya tanto; duerme, pues, querida,
que ésta ha sido una nube de verano.
La niña, resentida,
vuelve la espalda y quédase dormida;
el mozalbete, en tanto, bien quisiera
imitar a la bella, de cansado
que estaba; mas ocúpale el cuidado
de escaparse, que así son los amantes:
¡tan prontos por marcharse a la carrera
cuanto para llegar lo fueron antes!
Tomó el trote por fin. La otra doncella,
dando gracias al cielo y a su estrella
porque en trance tan fuerte
escapó del peligro de la muerte,
tranquila ya, subió de su escondite
y, al par que el miedo pierde a la centella,
el acceso amoroso la repite.
¡Ignora la infeliz su mala suerte!
A su cama se vuelve con descoco
y, creyendo abrazar al ser querido,
en los brazos estrecha a la que ha poco
con él perdiera el himen y el sentido.
- ¿Duermes, pregunta, amor del alma mía?
¿Es posible que el miedo...?
- ¡El miedo, el miedo!,
exclama la novicia, ¡oh, qué alegría!
¿Te ha vuelto? Deja, a ver si te lo toco.
Mas, ¡qué dolor! ¡Ay, Dios! ¡Si se está quedo!
Aunque busco, Isabel no te lo encuentro;
¿será que se ha quedado todo dentro?
La infeliz Isabel luego adivina
el caso todo, y busca con su mano
la prueba material que tanto teme;
o le queda ya duda: el inhumano,
provisto de una buena culebrina,
entreabriole al postigo medio jeme.
El disgusto que tuvo la doncella
se deja concebir bien fácilmente;
y con qué saña y qué furor la bella
acusa de inconstante al pobre ausente,
sin pensar que la culpa estuvo en ella;
que el mismo san Pascual, aun siendo un santo,
en ocasión igual haría otro tanto.