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El mosquito (Daireaux)

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Fábulas argentinas
El mosquito

de Godofredo Daireaux


Zumbando a los oídos del pastor, asentándose acá y acullá, picando al caballo en el hocico y a la oveja en el ojo; juntándose en el campo con bandadas de sus compañeros para divertirse en arrear los animales a gran distancia, se iba haciendo el mosquito insoportable a todos.

Él se reía, incansable, liviano, alegre, poco ambicioso, encontrando fácilmente cómo mantener su pequeña persona con la ínfima cantidad de sangre que de vez en cuando conseguía sacar a algún animal grande. Cuando su víctima recién lo sentía, su hambre estaba satisfecha, y, al encabritarse o corcovear el caballo, al sacudirse la oreja, o al colear fuerte la vaca, disparaba ligero, haciéndoles morisquetas y golpeándose la boca.

Más que todo, le gustaba chupar la sangre humana, y el hombre era de veras, con permiso de la gente, un animal superior para él. Ya que lo veía llegar cerca del rebaño, se asentaba en él, en acecho; elegía en la cara o en la mano el sitio favorable, y despacio metía la trompa en el cutis y empezaba a chupar.

Al sentirlo, el hombre le pegaba un manotón; pero el mosquito, ligero, volaba contento con lo que había podido conseguir, y se mandaba mudar a otra parte, zumbando.

Desgraciadamente para él, acostumbrado a evitar fácilmente los manotones y a salir ileso de sus atrevidas campañas, cobró mayor y mayor afición a la sangre del rey de la creación, al mismo tiempo que una confianza llena de peligros.

Un día, se colocó sobre la mano del hombre, tan despacio que éste, absorbido en la contemplación de sus ovejas, no lo sintió. Empezó a chupar; al rato, satisfecho ya el apetito, pensó retirarse ligero como de costumbre; pero viendo que nada se movía, siguió chupando, y chupó más y más, ya de puro regalón vicioso y avariento, pensando en hacer provisión para varios días. Se iba llenando como para reventar, cuando despertó el hombre de su medio sueño. Al movimiento que hizo, quiso huir el mosquito. Pero ¿cuándo? señor, si no podía ni moverse. Todo lo que pudo hacer fue desprender la trompita. El hombre lo sintió, lo vio (¿quién no lo iba a ver con semejante panza toda colorada?) y ¡zas! le pegó una que lo dejó tortilla.

La codicia, dicen, rompe el saco.