Ir al contenido

El náufrago (Trigo): 08

De Wikisource, la biblioteca libre.
El náufrago (Trigo)
de Felipe Trigo
Segunda parte
Capítulo II

Capítulo II

Cuando el conde se bajó en la estación de San Bernardo llevaba ya, no sólo todas sus trazas de hombre respetable, sino también aquel remordimiento que siempre al regresar invadíale con respecto á su mujer.

¡Tan buena! ¡tan bonita la infeliz..., acaso más que Gabby!

¿Por qué se obstinaba él en estas cosas de líos y de queridas?

Tomó un simón.

Había cruzado los andenes, recatándose, como á causa del frío (aunque hacía una noche nada fresca), en sus complicados chaquetones y arreos de cazador.

Un factor y un guardia de Orden público, colocados por él, le habrían reconocido sin tales precauciones.

Él propio se causaba risa dentro del fiacre. Con tantos chirimbolos, parecíase un Tartarín.

Pero tornó el amargado pensamiento á su mujer, en tanto botaba el coche por las piedras.

¡Sí! Era la verdad que, viniendo harto, se veía negro para disculpar con Josefina, después de toda una semana de abstinencia, ciertas frialdades.

Poníalo á cuenta de jaquecas, de dolores reumáticos cogidos en los montes y en los valles.

¡Valles y montes deliciosos!... Cochinó!

Afortunadamente, Josefina le creía. Y además, en su innato pudor, era pasiva.

Ventaja de las honradas.

Llegó el coche. Paró el coche.

Daban las diez.

Recogió el perínclito cazador su nada leve carga de perdices y conejos, pagó al cochero, y traspuso la abierta cancela del jardín.

Un ambiente de paz, de descanso, se respiraba por su casa.

En la escalinata abrió la puerta, sin más que alzar el picaporte; y pasó.

Tuvo inmediatamente una visión de todos los demonios; el galoneado portero, que paseaba por el hall de entrada, y Rosa, la doncellita, que cruzaba llevando en alto un servicio de te..., huyeron dispersos y espantados en presencia del dueño de la casa, igual que si hubieran visto al mismísimo diantre.

Pero... que... así, huir...; que huyeron despavoridos, desapareciendo cada uno por su lado, y sin darle tiempo á preguntar.

Todas las tazas y copas del servicio de te, con la bandeja, habían rodado hechas pedazos por el suelo.

¡Caracoles!

¿Qué pasaba?

El conde se paró, tomado también casi de miedo en su sorpresa.

Lo que acababa de ver, era de todo punto inexplicable.

-¡Rosa! ¡Rosa!... ¡Manolo! -llamó.

Inútilmente.

Como datos del enigma incomprensible solo quedaban por tierra aquellas tazas rotas.

¿Era que los había sorprendido, quizá, á Rosa y al portero, en algún coloquio amante?

-Mas, ¡no!... La una cruzaba á séis metros del otra cuando él hubo de verlos.

-¡Ay! ¡Santo Dios!

¿Qué?... ¡Caramba!... Otra doncellita que, como poseída del diablo, escapaba también, al aparecer y divisarle desde la parte superior de la escalera.

El conde, imprevistamente (pero imperiosamente ante la fuerza de los hechos) sufrió en el corazón una cruda puñalada: este terror, este vertiginoso escapar de los criados, no podía significar sino que la condesa..., Josefina..., su mujer..., á pesar de todas sus inmensas apariencias de bondad..., en ausencias del marido tomaba el te... con compañía... Y efectivamente, comprobábalo aquel juego de tazas por el suelo...

Loco de indignación, empuñó la escopeta, subió la escalera á saltos, para llegar al... íntimo gabinete, ó al comedor, ó adonde estuviesen ellos, antes que con el recado pudiesen llegar los fugitivos.

Ya en el piso alto, la luz y el ruido de una conversación le atrajo al comedor... ¡Ah, sí, sí... la voz del primo, del húsar!... Hizo una irrupción furiosa á través de las cortinas... y... ¡oh, por piedad!... sus ojos no supieron qué tragedia confirmaban en aquel fulminante efecto de tragedia: al verle, dos mujeres enlutadas, la suya y la hermana de Rodrigo, se alzaron de sus silla con las caras descompuestas y los cabellos erizados, cayendo como heridas por el rayo, desmayadas; y Rodrigo, de pie, todo lívido y temblando también, le miraba absortamente.

Le miraba. Se miraban los dos primos, los dos hombres; el conde, paralizado en la entrada misma y amenazador en torba actitud con su escopeta.

-¡Aaaah! ¡Tú... Javier! -pudo articular el húsar-. ¡Tú ¿De donde... sales?

El cigarro y la boquilla de ámbar que bailaban entre sus dedos cayeron al mantel. Rodrigo miraba macabramente aquel siniestro espectro de cadáver rodeado de conejos y perdices. Y todavía le invadió otra convulsión de pánico al verle avanzar un paso y oirle demandar:

-¡Cómo que «de dónde salgo»!... ¿Qué hacíais? ¿Se puede saber?

-Pero, ¡Javier! ¡Tú!... ¿Te salvaste?

-¡De qué me salvé?

La advertencia, al fin, de que con el húsar y Josefina estaba la hermana del húsar, humanizaba un poco el asombro de Javier; y Rodrigo por su parte, al ver tangible al «muerto», y enteramente humano, recobrábase, asimismo, con sólo recordar que no apareció entre los cadáveres, y que en los primeros instantes se pensó que algunos se libraron del siniestro.

-¿Dónde fuiste á arribar? ¿Cómo has venido?

«¡En el tren!» fué á responder abrumadoramente espontáneo el conde; pero se contuvo á tiempo y contestó:

-¡En el Giralda!... ¿dónde iba á venir? ¿Quizá no me esperabais?...

-¡En el Giralda! -exclamó el húsar, empezando á comprender por aquel aplomo de inocencia con que mentía el buen primo cargado de perdices.

Y acercándose, añadió:

-¡En el Giralda! ¡Por Dios, hombre! Pues... ¿no sabes que se hundió, que se ahogaron todos, que te dábamos por muerto entre los muertos?... ¡Míranos de luto!... ¿En dónde diablos dejaste tú el Giralda?... ¿Alguna mujer, verdad?

La estupefacción, ahora, embargó al buen conde con una balumba de emociones que hacíale completamente inútil la escopeta.

La soltó. Y puesto que las dos damas seguían sobre la alfombra desmayadas, los dos hombres, tras una breve y rotunda explicación de Rodrigo, dedicáronse á auxilarlas.

Pero no acertaba el conde pie con bola. A cada cariñoso ¡Josefina! ¡Josefina! que, rociándola de agua, le lanzaba á su mujer, la desmayada volvía á, estremecerse y á crisparse, cual si estuviera oyendo un eco de ultratumba. Por otra parte, no le permitían mucha agilidad su azoramiento, su preocupación de no saber cómo fuera á disculparse, y aquellos conejos y perdices con que llenábala las ropas de pelos y de plumas.

-Anda, hombre, déjala! -le aconsejó Rodrigo, viendo ya medio repuesta á su hermana, y que á la puerta del comedor se agolpaban temerosos y curiosos los sirvientes- ¡Ve á, desembarazarte de todas esas cosas, y pensando tus disculpas, como puedas, mientras ella vuelve en sí!... la llevaremos á su cuarto. Al reaccionar, no conviene que te vea. ¡Ya te avisaremos!

Prudente el consejo.

El conde salió, cómico en el ambiente de tragedia; causándole á la servidumbre, todavía, al cruzar, un instintivo movimiento de fuga, contenido en el respeto.