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El niño llorón

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Tradiciones peruanas - Quinta serie
El niño llorón

de Ricardo Palma


Zapatero tira-cuerno, como canta el villancico, o mejor dicho, zapatero remendón era, por los años de 1675, Perico Urbistondo, mozo mellado de sesos, pero honrado a carta cabal. Habitaba un tenducho situado en el barrio de Carmeneca de la por entonces ciudad de Huamanga y hoy capital del departamento de Ayacucho (rincón de muertos).

Por mucho que el buen Perico metiese lesna y diese puntadas, sus finanzas iban siempre de mal en peor; pues el pobrete había hecho la tontuna de casarse con una muchacha muy para nada y aindamáis bonita y ganosa de lucir faldellín de seda. ¡Qué demonio! Muchas hembras que pisan mayor peldaño en la escala social se han perdido por el maldito frou-frou de la seda, y sería pedir copo y condadura pensar que la consorte del zapatero saliese avante, sin comprometer su honra y la ajena.

Para colmo de desdicha, el discípulo de San Crispín traía en el alma el comején de los celos; pues Casilda, que así se llamaba su conjunta, andaba en guiños y tratos subversivos con Antuco Quiñones, que era, como quien dice, el mocito del barrio coco de viejas y quebradero de cabeza de mozas casquilucias. Para decirlo de una vez, Casilda era de la misma pasta que cierta chica melómana y vivaracha que cantaba:


«Tengo el dúo de la Norma,
tengo il alma innamorata,
y espero tener en forma
el final de la Traviata».


El tenducho ocupado por Perico constaba de dos cuartos, sirviendo el uno de alcoba conyugal, y el que comunicaba con la calle contenía las hormas, tirapié, mesita de trabajo y demás menesteres del oficio, amén de un gallo, cazilí o matalobo, sujeto a estaca en un rincón. En aquel siglo no había zapatero sin gallo.

Todo el lujo del infeliz era un busto del Niño Jesús, primorosamente tallado, al que obsequiaba cada día con una mariposilla de aceite.

El zapatero hacía a la linda efigie confidente de sus cuitas domésticas; y una tarde en que, por ganar un doblón de oro, se comprometió con un caballero a ir hasta Huanta, conduciendo unos pliegos de urgencia, antes de emprender el viaje se acercó al Niño Jesús y le dijo:

-Mira, chiquitín cachigordete. A ti te encargo que cuides mi honra y mi casa; y si me das mala cuenta, peleamos y te perniquiebro. Conque así, mucho ojo, niñito, y hasta la vuelta, que será mañana.

En seguida proveyose de coca y cigarros corbatones, despidiose de Casilda, recomendándola mucho que durante su ausencia no dejase pasar pantalones por el quicio de la tienda, ni pusiese ella pie fuera del umbral; y piano piano, en el rucio del seráfico San Francisco hizo en seis horas las siete leguas de camino que hay de Huamanga a Huanta, entregó los pliegos y le dieron recibo, y sin perder minuto, después de echar un remiendo al estómago, empezó a desandar lo andado.

Eran las nueve de la mañana cuando el zapatero llegó a su casa, y quedose como una estantigua al ver la puerta cerrada. Casilda era madrugadora y, por lo tanto, no podía presumir el marido que las sábanas se le hubiesen pegado al cuerpo. Golpeó Perico, redobló el estrépito y... ¡nada!... aquella condenada puerta no se abría.

Al ruido asomó una vieja, más doblada que abanico dominguero, con correa de la orden tercera. Era la tal de aquellas que tienen más lengua que trompa un elefante, que se pirran por meterse donde no las llaman ni han menester de ellas, y que se pintan solas para dar una mala noticia y clavarle al prójimo alfileres en el alma.

¡Mucha plepa era doña Pulquería!

Ítem, la susodicha beata parecía forrada en refranes; pues viniesen o no a pelo, soltaba una retahíla de ellos, y habría sido obra de teatinos el hacerla callar, una vez desenfundada la sin pelos. Por doña Pulquería dijo sin duda el marqués de Santillana que la vieja y el horno se calientan por la boca.

-No te canses, Periquillo, que si esperas a que tu mujer venga a abrir, tarea te doy hasta el día del juicio por la noche; que la mujer como el vino engañan al más fino. Y aunque bocado de mal pan, ni lo comas ni lo des a tu can, avísote que, desde que volviste la espalda, alzó el vuelo la paloma, y está muy guapa en el palomar de Quiñones que, como sabes, es gavilán corsario. Por lo demás, hijo, en lo que estamos benedicamos, y confórmate con la lotería que te ha caído; que, en este mundo redondo, quien no sabe nadar se va a fondo. Y aunque mal me quieren mis comadres porque digo las verdades, ponte erguido como gallo en cortijo, y no te des a pena ni a murria, que eso sería tras de cornamenta palos, y motivo para que hampones y truchimanes te repitan: «modorro, ya entraste en el corro». Deja a un lado la vergüenza o dala un puntapié, que la vergüenza es espantajo que de nada sirve y para todo es atajo: verde es la vergüenza y se la come el burro de la necesidad. Calma, muchacho, y no des con esa tu furia y fanfurriña vagar para que yo piense que predico en desierto, y que en cabeza de asno se pierde la lejía; que aunque el decidor sea loco, el escuchador ha de ser cuerdo, y cada gorrión aguante su espigón, y sobre todo, no hay mal de amores que no se cure, ni pena por hembra que no se olvide. Y ten presente que el bobo, si es callado, por sesudo es reputado, y que muchos están en la jaula por demasiado ir al aula. Alborotar merindades para luego salir con paro medio, es proceder como el galán que presumía de robusto, de noche chichirimoche y de madrugada chichirinada. ¡No que no! De pagártela habrá con las setenas, que Casilda y Quiñones son tal para cual, y a ruin mozuelo ruin capisayuelo; y el mejor día la planta en mitad del arroyo, y cátate vengado; que, como dice el refrán: ¿con quién la hábedes, cuaresma?, con quien non vos ayunará. Y cuenta que los refranes y sentencias son evangelios chiquitos, que dicen más verdad que la bula de composición, y los inventó Salomón, que fue un rey más sabio que el virrey príncipe de Esquilache, y que, como él, sacaba décimas de su cálamo, y era más mujeriego y trapisondista que Birján y los doce pares de Francia que vinieron con Pizarro a la conquista.

Doña Pulquería habría podido seguir un año vomitando proverbios y disparates, sin que el burlado marido la atendiese. A las primeras palabras con que la vieja le hizo conocer su deshonra, Perico, que era mozo fuerte, arrimó el hombro a la puerta tan vigorosamente que a poco consiguió hacerla ceder.

Cuando después de recorrer los dos cuartos se convenció de que su mujer andaba a picos pardos, abrió el cajoncito de la herramienta, y tomando una lesna, se dirigió al Niño Dios, diciéndole:

-¡Ah, ingrato! ¿Así vigilas por mi honra y así pagas mi cariño? Pues toma lo que mereces.

Y clavó la lesna en una pierna de la infantil y divina efigie.

La vieja, que se había quedado en la calle ensartando refranes, oyó en la habitación de Perico el llanto de un niño; y movida por la curiosidad, pues el matrimonio carecía de hijos, aventurose a penetrar en la tienda.

Perico había caído desmayado y conservaba en la mano la lesna ensangrentada.

El llanto que atrajo a la vieja había cesado.

Acudieron vecinos y socorrieron al zapatero, quien al volver en sí refirió que, después de herir el busto del Niño Dios, había éste prorrumpido en llanto.

Consta del expediente que siguió la autoridad eclesiástica que en la pierna del Niño se vio la sangre que brota de toda herida.

Esta imagen, que el devoto pueblo llama el Niño Llorón, fue trasladada con gran pompa a la catedral de Huamanga, donde existe, en la nave de la derecha, en el altar del señor de Burgos.

El zapatero se retiró al convento de Ocopa, y años más tarde murió allí devotamente vistiendo el hábito de lego.

En cuanto a Casilda, acabó como acaban casi siempre las heroínas de la prostitución: el final de la Traviata.