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El nido de cóndores

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El nido de cóndores
de Olegario Víctor Andrade


I

En la negra tiniebla se destaca,
como un brazo extendido hacia el vacío
para imponer silencio a sus rumores,
un peñasco sombrío.

Blanca venda de nieve lo circunda,
de nieve que gotea
como la negra sangre de una herida,
abierta en la pelea.

¡Todo es silencio en torno! Hasta las nubes
van pasando, calladas,
como tropas de espectros, que dispersan
las ráfagas heladas.

¡Todo es silencio en torno! Pero hay algo
en el peñasco mismo,
que se mueve y palpita cual si fuera
el corazón enfermo del abismo.

Es un nido de cóndores, colgado
de su cuello gigante,
que el viento de las cumbres balancea
como un pendón flotante.

Es un nido de cóndores andinos
en cuyo negro seno
parece que fermentan las borrascas,
y que dormita el trueno.

Aquella negra masa se estremece
con inquietud extraña:
¡Es que sueña con algo que lo agita
el viejo morador de la montaña!

No sueña con el valle ni la sierra
de encantadoras galas;
ni menos con la espuma del torrente
que humedeció sus alas.

No sueña con el pico inaccesible
que en la noche se inflama
despeñando por riscos y quebradas
sus témpanos de llama.

No sueña con la nube voladora
que pasó en la mañana
arrastrando en los campos del espacio
su túnica de grana.

Muchas nubes pasaron a su vista,
holló muchos volcanes;
su plumaje mojaron y rizaron
torrentes y huracanes.

Es algo más querido lo que causa
su agitación extraña:
¡Un recuerdo que bulle en la cabeza
del viejo morador de la montaña!

En la tarde anterior, cuando volvía,
vencedor inclemente,
trayendo los despojos palpitantes
en la garra potente,

bajaban dos viajeros presurosos
la rápida ladera;
un niño y un anciano de alta talla
y blanca cabellera.

Hablaban en voz alta, y el anciano,
con acento vibrante,
"¡Vendrá, exclamaba, el héroe predilecto
de esta cumbre gigante!".

El cóndor, al oírlo, batió el vuelo;
lanzó ronco graznido,
y fue a posar el ala fatigada
sobre el desierto nido.

Inquieto, tembloroso, como herido
de fúnebre congoja,
pasó la noche, y sorprendiólo el alba
con su pupila roja.

II

Enjambres de recuerdos punzadores
pasaban en tropel por su memoria,
recuerdos de otros tiempos de esplendores,
de otros tiempos de glorias,
en que era breve espacio a su ardimiento
la anchurosa región del vago viento.

Blanco el cuello y el ala reluciente,
iba en pos de la niebla fugitiva,
dando caza a las nubes en oriente;
o con mirada altiva
en la garra pujante se apoyaba
cual se apoya un titán sobre su clava.

Una mañana, ¡inolvidable día!,
ya iba a soltar el vuelo soberano
para surcar la inmensidad sombría,
y descender al llano
a celebrar con ansia convulsiva
su sangriento festín de carne viva,

cuando sintió un rumor nunca escuchado
en las hondas gargantas de occidente:
el rumor del torrente desatado,
la cólera rugiente
del volcán que, en horrible paroxismo,
se revuelca en el fondo del abismo.

Choque de armas y cánticos de guerra
resonaron después. Relincho agudo
lanzó el corcel de la argentina tierra
desde el peñasco mudo,
y vibraron los bélicos clarines,
del Ande gigantesco en los confines.

Crecida muchedumbre se agolpaba,
cual las ondas del mar en sus linderos;
infantes y jinetes avanzaban,
desnudos los aceros,
y, atónita al sentirlos, la montaña
bajó la frente y desgarró su entraña.

¿Dónde van? ¿Dónde van? Dios los empuja,
amor de Patria y libertad los guía:
¡donde más fuerte la tormenta ruja,
donde la onda bravía
más ruda azote el piélago profundo,
van a morir o libertar un mundo!

III

Pensativo, a su frente, cual si fuera
en muda discusión con el destino,
iba el héroe inmortal que en la ribera
del gran río argentino
al león hispano asió de la melena
y lo arrastró por la sangrienta arena.

El cóndor lo miró, voló del Ande
a la cresta más alta, repitiendo
con estridente grito: "¡Este es el grande!".
Y San Martín, oyendo,
cual si fuera el presagio de la historia,
Dijo a su vez: "¡Mirad! ¡Esa es mi gloria!".

IV

Siempre batiendo el ala silbadora,
cabalgando en las nubes y en los vientos,
lo halló la noche y sorprendió la aurora;
y a sus roncos acentos,
tembló de espanto el español sereno
en los umbrales del hogar ajeno.

Un día... se detuvo; había sentido
el estridor de la feroz pelea;
viento de tempestad llevó a su oído
rugidos de marea;
y descendió a la cumbre de una sierra,
la corva garra abierta, en son de guerra.

¡Porfiada era la lid! Por las laderas
bajaban los bizarros batallones,
y penachos, espadas y cimeras,
cureñas y cañones,
como heridos de un vértigo tremendo,
¡en la cima fatal iban cayendo!

¡Porfiada era la lid! En la humareda
la enseña de los libres ondeaba,
acariciada por la brisa leda
que sus pliegues hinchaba:
y al fin entre relámpagos de gloria,
¡vino a alzarla en sus brazos la victoria!

Lanzó el cóndor un grito de alegría,
grito inmenso de júbilo salvaje;
y, desplegando en la extensión vacía
su vistoso plumaje,
fue esparciendo por sierras y por llanos
jirones de estandartes castellanos.

V

Desde entonces, jinete del vacío,
cabalgando en nublados y huracanes
en la cumbre, en el páramo sombrío,
tras hielos y volcanes,
fue siguiendo los vívidos fulgores
de la bandera azul de sus amores.

La vio al borde del mar, que se empinaba
para verla pasar, y que en la lira
del bronce de sus olas entonaba,
como un grito de ira,
el himno con que rompen las cadenas
de su cárcel de rocas y de arenas.

La vio en Maipú, en Junín y hasta en aquella
noche de maldición, noche de duelo,
en que desapareció como una estrella
tras las nubes del cielo;
¡y al compás de sus lúgubres graznidos
fue sembrando el espanto en los dormidos!

¡Siempre tras ella, siempre!, hasta que un día
la luz de un nuevo sol alumbró al mundo,
el sol de libertad que aparecía
tras nublado profundo,
y envuelto en su magnífica vislumbre,
¡tornó soberbio a la nativa cumbre!

VI

¡Cuántos recuerdos despertó el viajero,
en el calvo señor de la montaña!
Por eso se agitaba entre su nido
con inquietud extraña;
y, al beso de la luz del sol naciente,
volvió otra vez a sacudir las alas
y a perderse en las nubes del oriente!

¿A dónde va? ¿Qué vértigo lo lleva?
¿Qué engañosa ilusión nubla sus ojos?
Va a esperar del Atlántico en la orilla,
los sagrados despojos
de aquél gran vencedor de vencedores,
a cuyo solo nombre se postraban
tiranos y opresores.

Va a posarse en la cresta de una roca,
batida por las ondas y los vientos,
¡Allá donde se queja la ribera
con amargo lamento
porque sintió pasar planta extranjera
y no sintió tronar el escarmiento!

¡Y allá estará! Cuando la nave asome
portadora del héroe y de la gloria.
Cuando el mar patagón alce a su paso
los himnos de victoria,
volverá a saludarlo, como un día
en la cumbre del Ande,
para decir al mundo: ¡Éste es el grande!