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El obispo de los retruécanos

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El Obispo de los retuécanos

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D. José María Pérez y Armendáriz, vigésimo quinto obispo del Cuzco, nació en Paucartambo por los años de 1727. A la edad de catorce años entró de alumno en el seminario de San Antonio, del cual fue en 1769 nombrado rector. Cuando el Sr. Las Heras pasó a desempeñar el arzobispado de Lima, designó el rey para la mitra del Cuzco a Pérez Armendáriz, quien recibió las bulas pontificias en 1809, alcanzando a gobernar la diócesis hasta el 9 de febrero de 1819, fecha en que falleció.

Fue el Sr. Pérez muy caritativo, y tanto que su renta la distribuía en limosnas. Chocándole a uno de sus familiares ver que el obispo, tan desprendido del fausto y del dinero, conservaba una escupidera de oro, manifestole su extrañeza con esta pregunta:

-¿Cómo es que su señoría, que todo lo da a los pobres, no se ha desprendido de esta alhaja?

El Sr. Pérez satisfizo la impertinente curiosidad de su familiar, improvisando estos octosílabos:

«Consérvola por ser de oro,
y no de metal sencillo,
que el oro debe un cristiano
usarlo... para escupirlo».

Fama han dejado en el Cuzco las agudezas del nonagenario obispo, que era gran improvisador de copias y muy dado a jugar con los vocablos. Vamos a apuntar aquellas muestras de su ingenio que la tradición se ha encargado de transmitir hasta nosotros.

Mucho sentimos no encontrar manera pulcra de referir la historia de un calembourg que hizo de las voces papel y piedra, a propósito de un coronel apellidado Piedra, que envió a mala parte un billete que el obispo le dirigiera solicitando la libertad de un recluta.

«Español y caballero
es Piedra y tócale a él
hacer uso de papel
para...
Tal proceder no me arredra
en semejante animal:
yo soy indio, y como tal
...con Piedra».

La malicia del lector suplirá lo que nuestra pluma calla.

Cuando en 1811 estalló en el Cuzco la revolución encabezada por Pomacachua, proclamando la independencia del Perú, el obispo hizo ostentación de sus simpatías por la causa patriota. Así, al saber la derrota sufrida por el general realista Picoaga, única victoria que en esa tan sangrienta como desigual lucha alcanzaron los heroicos revolucionarios, dijo Armendáriz públicamente:

-Dios sobre las causas que protege pone una mano; pero en favor de la proclamada por el Cuzco ha puesto las dos.

Vencidos al cabo los patriotas por el mariscal de campo D. Juan Ramírez y ajusticiados los caudillos Pomacagua y Angulo, cayó la ciudad nuevamente bajo la férula española, y Ramírez, hablando un día de la conducta revolucionaria del obispo, dijo:

-Ese viejo chocho me parece que ha perdido la cabeza.

A poco, cumpliendo con un deber de etiqueta, fue el obispo a visitar a Ramírez, y al despedirse fingió dejar olvidado el sombrero. El mariscal salió a darle alcance en el patio, para entregarle el abrigo capital, y le dijo:

-Mal anda esa cabeza, señor obispo.

Pérez Armendáriz contestó inmediatamente:

«Es cierto, mi general;
aunque si bien considero,
el que no tiene cabeza
no necesita sombrero».

Pero si algo nos prueba, más que el talento, la elevación de espíritu del Sr. Pérez, es el siguiente sucedido.

Con motivo de una provisión de curatos, cierto clérigo que vivía muy pagado de su persona y méritos, envidioso de que se hubiera favorecido a otro con un buen beneficio de los de segunda nominación, le dijo al obispo:

-Probablemente su señoría no sabe qué casta de pájaro es Fulano. Básteme contarle que mantiene barragana y un celemín de hijos.

-¡Hola! ¡hola! ¿Esas teníamos? Llámeme usted al secretario.

El chismoso salió a cumplir el encargo, reconcomiándose de gusto ante la idea de que el diocesano iba a inferir grave desaire al acusado.

Cuando se presentó el secretario, acompañado del denunciante, le dijo el Sr. Pérez:

-Dígame usted, D. Anatolio, ¿cuál es el más pingüe de los curatos vacantes?

-Ilustrísimo señor, el mejor curato es el de Tinta.

-Pues nombre usted para Tinta al pájaro de quien tanto mal ha dicho el señor.

-¡Cómo, Ilustrísimo señor! -exclamó el chismoso dando un brinco.

Pero el obispo se hizo el desentendido y continuó como hablando consigo mismo:

-¡Pobrecito padre de familia! ¡Cargado de hijos! ¡Me alegro de saberlo! ¡Pobrecito! Que tenga recursos para llenar con decencia las obligaciones de su casa... ¡Sí, sí! ¡Pobrecito!...

Jamás chismoso fue tan magistralmente reprendido.

Sin embargo, el envidioso clérigo, que había sido el ojito derecho, el mimado del Sr. Las Heras, tuvo empaque para protestar con estas palabras:

-¡El antecesor de su señoría no me habría agraviado así!

-¿Cómo ha de ser, hijito? ¡Paciencia!

«En tiempo de Heras,
todo eras.
En tiempo de Pérez,
nada esperes».

-Ve con Dios, que él te dé luz y, sobre todo, caridad con el prójimo.