El ocaso del paraíso "rojo"
Una vez más llega hasta nosotros, desde Rusia, un clamor de angustia parecido al que pudieran lanzar, en medio de la desconsoladora inmensidad del mar, unos naúfragos implorando socorro de las naves lejanas. En este mar de sangre se revuelven aún, sobre montones de cadáveres, los que se han salvado milagrosamente de las sentencias de muerte, del hambre y de las epidemias, sus trágicas hermanas. En vano procuran asirse a esa desquiciada nave del Estado, en la que sus tiranos Lenine y Trotzky prometieron, engañosamente, llevarse hasta las costas de la redención, o sea el paraíso comunista. Se les rechaza a golpes, diciéndoles que en ese barco sólo hay sitio para los comisarios de los Soviets y para los soldados del Ejército rojo que los impusieron por la fuerza de las armas. ¿Y el pueblo agonizante? ¡Bah! El pueblo fue sólo el trampolín de que se sirvió un grupo de cínicos aventureros, de agentes del extranjero y de revolucionarios a sueldo del internacionalismo judío para asaltar el Poder. Fué la fuerza brutal y ciega de los bajos instintos sociales que supieron encauzar sus viles instigadores, no sólo contra el zarismo y el Imperio sino contra las mismas bases de la sociedad. Sus anhelos de libertad y de igualdad, su sed de venganza contra la autocracia, su cándida fe en el reparto equitativo de la propiedad y en la inmediata supresión del capitalismo, arrastraron al desgraciado pueblo ruso hasta el abismo donde hoy se revuelve, sin que ninguno de sus "libertadores" se digne siquiera a tenderles una mano. Ya no es posible disimular ni alterar más la verdad: la República de los Soviets y su bandera roja ha sido la ruina total de Rusia, la más lúgubre farsa revolucionaria y la bancarrota de las teorías comunistas. No lo pregonan sólo por el mundo los gritos de sus víctimas, el llanto de sus emigrantes sin pan y sin hogar, ni siquiera las impresiones más o menos verídicas de ciertos literatos y periodistas. Lo confiesan los mismos gobernantes, los propios comisarios del pueblo... engañado, al lanzar por la pluma de su agente Máximo Gorki un llamamiento a la Europa occidental que invoca en tonos sombríos el célebre escritor ruso dirigiéndose en carta abierta a sus insignes colegas el francés Anatole France, el alemán Hauptmann y el español Blasco Ibáñez. El pueblo ruso—se confirma en este memorable documento—hállase hoy en la miseria más espantosa, víctima del hambre y de todas clase de epidemias. Es preciso venir a su auxilio; socorrer a millones de eslavos que se muere por carecer de pan.
Por otro lado, Lenine, el autócrata rojo, confirma tan desesperada situación invocando socorro de los Estados Unidos, a cuyas grandes Compañías financieras había hecho ya, anteriormente, amplias concesiones de explotaciones en Rusia, olvidándose, sin duda, de su propaganda contra el capitalismo burgués. Pide éste a la República norteamericana el envío de trigo y medicinas. Propone como garantía que una comisión mixta de americanos y rusos sea la encargada de repartir entre el pueblo los donativos y víveres enviados. ¿Puede darse prueba más palpable del fracaso del régimen comunista? ¿Quedarán todavía en el resto de Europa hombres de buena fe que sigan creyendo en el paraíso rojo? Tras de una larga etapa de tinieblas y de incertidumbre ya va resplandeciendo la verdad, y la verdad es ésta: que el bolcheviquismo ruso tiene su origen en la traición, y sus fuerzas, en el judaísmo internacional. Paso a paso se va haciendo la luz en los orígenes de la nefasta revolución rusa y sus relaciones con la alta banca judaica, cuyos agentes israelitas han provocado chispazos de comunismo rojo en casi todos los países recién terminada la gran guerra.
Los que hoy oprimen a Rusia bajo el engañoso lema de la "dictadura del proletariado" fueron primero agentes de Alemania para derribar al Gobierno de Kerensky y traicionar a los Gobiernos de la Entente. La Alemania imperial, según confiesa el general Ludendorff en sus Memorias, es la responsable de que el revolucionario Lenine se entronizara en la Rusia de los Zares. Hizo pasar a éste desde Suiza al territorio ruso como agente disolvente que acabara de una vez con el derrumbado Imperio moscovita. Los resultados no se hicieron esperar. Huído Kerensky, esa fugaz esperanza de una República "democrática", surgió la tiranía sanguinaria de los Soviets. ¡Pobre Rusia! Le habían asegurado sus "redentores" que todos los males que venía padeciendo terminarían repentinamente el día que acabara la dinastía de los Zares y firmara la paz con sus enemigos. Y esta es la hora en que comenzaba su calvario terrible. Vendados los ojos, atado de pies y manos, el pueblo ruso era entregado a los alemanes en Brest-Litowsky, donde, en nombre de los Soviets, el judío Trotzky, nuevo Iscariote, le vendía, no ya por treinta dineros, pues la vida ha encarecido, sino por el oro anticipado y la promesa de no intervenir para nada en la orgía de sangre y de saqueo que iba a comenzar ahora en el interior de Rusia. Y así fué. Asaltado el Poder por Lenine y sus satélites, judíos casi todos, como Trotzky, Livitnoff, Zinovieff, Kameneff, Radek y demás apóstoles del comunismo, empezó la negra pesadilla que han vivido en Rusia los supervivientes de detenciones, de fusilamientos y de matanzas en masa. Eran pasados por las armas, no ya los magnates, los capitalistas, los clérigos o los militares adictos al Imperio, sino los burgueses, y tras de los burgueses los revolucionarios de la víspera, los intelectuales, los obreros y, en fin, cuantos ciudadanos parecían sospechosos al triunfante régimen bolcheviquista. En vano se ha pretendido ocultar la verdad en la Prensa europea adicta al comunismo rojo, pródigo siempre en pagar a sus agentes dentro y fuera de casa. En vano se ha clamado un día tras otro, en esas hojas vendidas, que todo eso eran patrañas del "capitalismo" mundial, que Rusia era un edén y que el credo comunista había de salvar a la humanidad. Ha sido preciso que los mismos socialistas y escritores revolucionarios de Occidente visitaran aquellas tierras de muerte y desolación para que se descubriera la gran farsa. No hay tal República de los Soviets, ni se ha implantado un régimen de libertad a beneficio del proletariado. Lo que hay es un Zar rojo en el Kremlin de Moscou, cuyo poder se basa en la fuerza de las armas, como el más reaccionario de los tiranos. Lo que hay es una verdadera dictadura militar "roja" que militariza las fábricas, obliga al trabajo y castiga la huelga o la protesta con la muerte. El pillaje, el asesinato, la tiranía, la censura y todo lo que representa negación de las libertades humanas ha sido la fuerza de los Soviets. Y ahora, sobre el montón de ruinas y de cadáveres en que ellos mismos han convertido a Rusia, invocan el socorro y la caridad del mundo entero. Es el crepúsculo sangriento del bolchequivismo exterminador, y ojalá paguen sus culpas los que del "paraíso rojo" hicieran un infierno.