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El odio

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El odio
de Rafael Barrett


Hay odios que no son más que amor. Cuando Zola, en el primer arranque de su talento titánico, escribió el famoso artículo Mes haines, que es una fulmínea imprecación a los imbéciles y a los hipócritas, demostró heroico amor a la ciencia y a la sinceridad. Benvenuto Cellini discutía escultura a puñaladas en las calles de Florencia. Su puñal estaba tan enamorado al defenderla belleza, como su cincel al retratarla. Delante de Napoleón no había enemigos que aniquilar, ni aborrecimientos que estrangular, sino problemas que resolver. «Para un espíritu superior, decía el sublime combinador de batallas, no existen más que hechos». Napoleón amaba la guerra sin odiar a nadie. Los grandes ambiciosos, nacidos del pueblo para apoderarse del pueblo, fueron grandes amantes de sí mismos. Su vitalidad desbocada engendró el sueño insolente de la gloria, y con fanatismo profético transfiguraron su destino en leyendas deslumbradoras. ¿Quién cuenta las víctimas anónimas del tirano que funda naciones? Su mano ensangrentada es venerable. Su espada y su látigo son reliquias. Sólo el amor arraiga y procrea.

Los fuertes no pueden odiar. Se odia de abajo a arriba. La salud no odia, y el odio absoluto, la obsesión del mal por el mal, el designio de la destrucción inútil es cosa de enfermos. La lucha por la vida, con todas sus ferocidades, no es más que el santo amor a la vida. De las decepciones que exageró sin soportarlas nuestro cerebro anémico, de las humillaciones merecidas que nuestra cobardía y nuestra debilidad hizo fáciles y no dejó castigadas, se amasa nuestro odio. Los que apenas tienen fuerzas para no ser aplastados las emplean únicamente en odiar, y destilan la última defensa de los organismos inferiores: veneno.

El odio y la corrupción juntos. «Compadezco al demonio, exclamaba Santa Teresa, porque le está prohibido amar». El amor se queda a la puerta donde Dante leyó la inscripción terrible. El Infierno es el lugar del odio eterno. Si en los instantes de dolor y de angustia, cuando nos rodean las tinieblas y la maldad humana, somos aún capaces de amar, de combatir sin odio, estamos salvados. Si odiamos, estamos perdidos. Cuando los romanos empezaron a odiarse y a delatarse bajamente, comenzó la agonía de Roma. No eran los emperadores crueles, sino viles los ciudadanos. Llegó un día en que los cristianos odiaron también, y se hicieron católicos. Los instrumentos de tortura que el odio inquisidor imaginó en España asesinaron por segunda vez a Cristo, y Cristo no resucitó. La religión española, deshonrada desde entonces, se ha convertido en un materialismo grosero. Así mueren los cultos, alma de las razas, y así mueren las almas de los hombres. Odiar es obedecer a la muerte.

No es al amor a quien hay que pintar ciego. Es el odio el que no ve ni comprende. Las ideas se aman, y sólo se odian las personas. El odio es mezquino como su objeto. Toda la ilusión del que odia consiste en herir la miserable envoltura ya condenada por leyes fatales a desvanecerse. ¿Cuál será tu triunfo, odio que caminas con los ojos bajos, buscando un arma que se clave, un alfiler que pinche, un pedazo de lodo que manche? Desgarrar unas entrañas: ahí concluye tu obra. El amor las fecunda, y su obra no tiene fin.

Odiamos demasiado. Al despojarse del prestigio que le daban los tradicionales factores históricos, semi anulados hoy por la democracia, el odio social se ha desnudado de cuanto lo volvía interesante y casi poético. Ha sido, como tantas otras cosas, reducido a su verdadero tamaño por el positivismo del siglo XIX. Se ha revelado individual, vulgar y monótono. Ha descubierto netamente su repugnante raíz, la envidia, y su procedimiento habitual, la calumnia. De gigante que dislocaba fronteras se mudó en microbio que infecciona el hogar y hace irrespirable la política.

Pero la trágica cuestión económica tornará a organizarlo vastamente. La humanidad se ha dividido en Caín y Abel; el rico y el pobre. Los desniveles de dinero, en vez de producir energía matriz, como todos los desniveles mecánicos, producen odio mortal. La estúpida y salvaje dinamita había de ser el verbo de ese odio. El trabajo es un tormento, el afán de libertad, sed de venganza, y el progreso, crimen. Emponzoñada en sus fuentes vivas, la civilización se siente más en peligro que cuando el Asia volcó sobre Europa el mar furioso de sus hordas innumerables.

Hasta a la Naturaleza odiamos. Nuestras horrendas construcciones profanan los suaves y profundos paisajes que hubiéramos cantado en otro tiempo. Esclavos del oro, cotizamos los encantos del planeta, explotándolo sin compasión. Nuestra admiración es industrial. Hemos olvidado el virgiliano amor a la tierra madre. No es ya el secular arado quien abre con ternura su vientre para preparar la venida de la simiente misteriosa. Encontramos mayor placer en hendirlo a golpes de explosivo para saquearlo. Y también nos odiará la tierra. Vagaremos hambrientos sobre su seno destrozado y estéril. Temblará de ira formidable, y hará desplomarse nuestras fútiles torres de Babel.



Publicado en "Los Sucesos", Asunción, 9 de mayo de 1906.