El ojo del amo
Don Salvador era un gran trabajador. Hombre de empeño y de fuerte voluntad, había formado su estancia poco a poco, supliendo su relativa escasez de recursos con el trabajo personal asiduo, una vigilancia continua de sus intereses, dirigiendo o haciendo él mismo todo cuanto le fuera posible.
No se había fiado de nadie para comprar las haciendas con que había poblado su campo, y las había también traído él mismo, evitando así que algún capataz descuidado le extraviase o estropease animales.
Siempre levantado el primero, con su presencia impedía que los peones se dejasen sorprender por la salida del sol tomando mate en la cocina o churrasqueando, en vez de estar ya ensillando para el repunte matutino. No tenía hora fija don Salvador, y lo mismo a media noche como en plena siesta, recorría su campo; y, muchas veces, cuando furiosamente ladraba entre las tinieblas la perrada de algún puesto, erraba el puestero, al creer que iba llegando algún mal intencionado o pasando algún cuatrero, pues no era más que el mismo patrón, a quien le gustaba curiosear y saber cuántos caballos había en el palenque de tal o cual, si las majadas dormían en el corral o a rodeo, y si no andaban... duendes por el campo, o alimañas dañinas.
A nadie dejaba don Salvador encargado de dirigir el trabajo en el corral o en el rodeo; él mismo corría, en la hierra, con la marca, y él solo elegía los animales que se debían carnear. De pie firme se quedaba en el tendal durante toda la esquila, vigilando que esquilasen con cuidado, sin cortar las ovejas, y que no se traficase a sus expensas con las latas.
Los domadores, con él, tampoco hacían del todo lo que se les antojaba, y sabedor de lo poco que vale un animal mal domado, trataba de evitar que le volviesen mañeros los potros, al amansarlos.
Poco le gustaba ver otra mano que la suya manejar la segadora y poco se alejaba de las parvas cuando las estaban haciendo; es que, si por estar mal hecha una de ellas, se echa a perder el pasto, no lo va a pagar, a buen seguro, el que la hizo.
Y así prosperaba a las mil maravillas la estancia de don Salvador. El ojo del amo engorda, dicen, el caballo, y esto es muy cierto; pero no solamente los caballos estaban gordos en lo de don Salvador, sino toda la hacienda, lanar, vacuna y yegüariza. No dejaba de sufrir, a veces, epidemias como cualquier hijo de vecino, pero fuera por prolongada sequía o por inundaciones, nunca llegaba a cuerear lo que los demás estancieros de la región. Enflaquecía, por supuesto, su hacienda, pero no al extremo de morirse casi toda, como a tantos les pasaba; siempre -¿quién sabe cómo? -quedaba algo que pellizcar en su campo: alguna loma reservada, en caso de creciente, alguna cañada de pasto tupido, en las sequías.
Y cuando volvía el buen tiempo, en un Jesús arribaban las majadas y el rodeo, se componía la novillada, pudiendo siempre don Salvador aprovechar los mejores precios, como de primicias, cuando todavía escaseaba la gordura.
Hasta de los detalles cuidaba: la leche de las vacas y los huevos de las gallinas alcanzaban para todos en la estancia, y los mismos peones tenían de ellos su buena parte, sencillamente porque vigilaba el patrón.
En muchos establecimientos, donde lo mismo abundan los huevos y la leche, suele carecer de ellos el mismo patrón; es que dejan que la leche ande a disposición de cualquiera y, en un descuido, desaparece: las gallinas ponen en todas partes, y sólo encuentran huevos los perros, zorros, comadrejas y... peones.
Lo mismo las frutas. Don Salvador tenía un buen monte de frutales y era su gloria, no sólo comer él duraznos, pelones y peras a más no poder, sino dar a todos con liberalidad. Pero para esto era preciso que nadie más que él pudiese entrar en el monte, ya que empezaba a ponerse pintona la fruta, y así era; y ¡pobre del que se hubiera atrevido a burlar la prohibición!
Al cabo de un buen número de años de esa asidua labor, don Salvador se había hecho rico; la estancia le daba tan buena renta, que calculó que con ella podría vivir en la ciudad muy descansado y tranquilo, y resolvió dejar el manejo del establecimiento a un hombre que trabajaba con él desde hacía muchos años, que se había formado a su lado, hombre de su entera confianza, pues había aprendido con él cómo se trabaja, y también cómo debe hacer un buen patrón para que prosperen entre sus manos los intereses.
Lo podía considerar, pues, como inmejorable, bajo todo concepto, y le entregó la estancia para que la administrara, confiriéndole la más amplia autoridad sobre todo el personal.
Y se fue a establecer en Buenos Aires. Después de haber pasado su vida ganando plata con su trabajo, le parecía muy natural empezar a disfrutarla, y aunque la vida en la ciudad cueste mucho, no pensaba don Salvador, con la cantidad de hacienda que tenía, llegar a tener nunca necesidades apremiantes; jamás había sacrificado sus novillos o su lana, vendiéndolos a menor precio que el que de antemano se había fijado, y pensaba seguir haciéndolo lo mismo.
De la estancia recibía, cada semana, noticias. El mayordomo le escribía dándole detalles de todo, según se lo había ordenado, y, en los primeros tiempos, parecía que todo anduviese bien y que la ausencia del patrón no se haría sentir.
Hasta llegaban a menudo cajones de huevos, tarros de leche, canastos de frutas y también pollos gordos y pavos que eran un primor, menudencias, pero que ayudaban a la familia a pasarlo bien en la ciudad.
Desgraciadamente no duró mucho tanta belleza, y poco tiempo después fue como si ya no pusiesen las gallinas, ni diesen leche las vacas, ni frutas el monte; y bien pronto se conoció que todo en la estancia andaba como el diablo.
Antes de fenecer el primer mes, supo don Salvador que se había mancado el mejor caballo de la tropilla de su silla. En la quincena que siguió, un toro fino que tenía a pesebre y que le había costado una punta de pesos, se enfermó de tal modo que pronto llegó a no tener compostura y quedó completamente inútil.
No habían pasado dos meses cuando murió, sin que se pudiera saber de qué, uno de los carneros más finos de la majadita de reproductores.
Por cierto, le habían sucedido a él mismo, de vez en cuando, desgracias por el estilo; pero no tan seguidas nunca, ni tampoco tan repentinas que, en su mayor parte, no se hubiesen podido atajar o aminorar.
Durante el invierno le escribió el mayordomo ponderándole lo que había quedado de anegado el campo por las grandes lluvias de otoño; al oírle parecía que nunca hubiera llovido tanto, en todos los años que había pasado don Salvador en la estancia; y después, fueron las heladas, tan recias, según contaba, que era cosa de creer que nunca antes hubiera helado. El verano trajo consigo una sequía, unos calores, ¡señor!, que don Salvador ya casi creyó, al leer las cartas de su hombre de confianza, que él no sabía todavía lo que eran calores ni sequía; y empezó a criar tristeza. Y creció esta tristeza en su corazón como planta de abrojo brotada entre las costillas de una osamenta, cuando, acercándosele el vencimiento de lo que le quedaba por pagar en Buenos Aires, para vivir allí tranquilo ¡ay! con la familia, recibió la noticia de que el rendimiento en lana de sus ovejas había mermado la mitad, que no podía contar con vender novillos hasta el otoño, porque los animales, ese año, habían pelechado tarde, y que capones habría muy pocos porque estando algo flacas las ovejas viejas, se había carneado de ellos. Se volvía desastre la cosa y era como para desesperar. Asustado por tantas des- gracias, viendo que si seguía mermando así el producto de la estancia, no iba a poder él seguir viviendo en la ciudad, resolvió vender la casa, lo que hizo con alguna utilidad, porque él mismo se ocupó del negocio, y con familia y todo, volvió al campo, tomando otra vez la dirección y el manejo de sus intereses.
Al revisar la estancia, quedó asombrado de ver que casi era cierto lo que le había escrito el mayordomo, salvo algunas pocas exageraciones y que todo andaba realmente muy mal. El campo estaba feo, el pasto corto y ralo, las ovejas sin parición y las vacas flacas; las mismas plantas parecían haber dejado de crecer, y todo estaba triste, pobre, como arruinado y sin vida.
Pero, pasado el primer momento de desaliento, empezó don Salvador a darse cuenta de lo único que hacía falta para que todo volviese a mejorar, a crecer el pasto, a engordar los animales, a parir las vacas, a dar lana las ovejas y frutas los árboles, era el ojo del amo.
Vio que en el alambrado había portillos, por donde entraban haciendas de los vecinos y recargaban el campo, desflorando, por supuesto, las mejores partes. Había hecho él un pequeño tajamar durante una sequía, para detener por un tiempo un poco de agua en un arroyo cortado que cruzaba un cañadón; cuando vino la creciente, lo dejaron y se desbordó de tal modo el arroyo que todo lo inundó, y al retirarse el agua, el mayordomo enconado con el tajamar que tanto daño había causado, lo destruyó y se fue toda el agua de golpe, de suerte que la sequía lo sorprendió, antes de que hubiera podido alistar los jagüeles y se atrasó la hacienda.
Los puesteros hacían lo que querían y para tener más campo para las majadas y no tener que repuntar, corrían las vacas y las hacían enflaquecer. Las ovejas, por su lado abandonadas a su suerte perdían los corderos entre las pajas y se carcomían de sarna.
Uno quemaba campo a su antojo para ver más lejos la majada, y, con esto, dejaban sin pasto por dos meses la hacienda vacuna. Los cuatreros, por su lado, no dejaban de hacer de las suyas a troche y moche, sin que nadie les dijera nada. En la estancia se había roto una pieza de la segadora; el mayordomo la pidió a Buenos Aires, pero, como no viniera, en vez de insistir, dejó perderse el pasto; y todo el invierno pasaron hambre los animales finos y los caballos. Y así de todo, con esa gente tan voraz como incapaz de producir.
Don Salvador volvió a manejar las cosas como antes lo había hecho, y en muy pocos días se empezó todo a componer; cada cual hizo lo que tenía que hacer y lo hizo como debía; los animales, bien atendidos, no tardaron en reponerse y en dar todo el producto que de ellos esperaba el amo; los alambrados, bien compuestos, no dejaron ya pasar intrusos y no hubo más quemazones intempestivas; cada majada con su pastor, cada pastor con su majada, y volvieron a lograrse las pariciones; las vacas, repartidas en los potreros juiciosamente aprovechados, engordaron a ojos vistas, y el resultado de todo esto fue que, al año, había recuperado don Salvador todo lo perdido. Reinaba otra vez el orden en todo y la abundancia en la casa, todo había vuelto a crecer, a aumentar, a producir, a engordar, a valer; y una vez más se pudo comprobar que, si en la Pampa, lo mismo que en cualquier parte, hace milagros el ojo del amo, sin él nada se consigue, ni en la misma Pampa, por hacedora de milagros que sea.