El olmo del paseo: I
El salón gris perla, donde recibía las visitas el cardenal-arzobispo, estaba guarnecido con maderas talladas, y fue decorado en tiempo de Luis XV. Descansaban sobre los ángulos de la cornisa figuras de mujer entre varios trofeos. El espejo de la chimenea, rajado transversalmente, se hallaba cubierto, en su parte baja, por un terciopelo carmesí, sobre el que realzaba su blancura nivea una imagen de Nuestra Señora de Lourdes con su lucido manto azul. Suspendidos en las paredes veíanse retratos en colores de Pío IX y León XIII, bordados y esmaltes devotos en marcos de peluche grosella, recuerdos vaticanos o de piadosas damas. Había sobre las consolas, doradas, modelos en yeso de iglesias góticas o romanas; el cardenal-arzobispo era muy aficionado a las obras de arquitectura; se hubiera pasado la vida construyendo edificios. Del florón central colgaba una lucerna merovingia, cuyo dibujo era obra del señor Quatreberbe, arquitecto diocesano y caballero de la Orden de San Gregorio.
Monseñor, junto a la chimenea, recogiéndose la sotana para calentarse, dictaba una pastoral, mientras el padre Goulet su vicario, escribía sobre una mesa grande con incrustaciones de concha y de latón, al pie de un crucifijo de marfil: "Para que nada pueda turbar ni arrebatarnos los goces del Carmelo..."
Monseñor dictaba maquinalmente, sin mística unción. Hombre de menguada estatura, erguía su cabezota y su rostro envejecido; sus facciones eran vulgares, ordinarias; pero se advertía en ellas cierto imperio, una especie de superioridad, seguramente adquirida por el ansia y la costumbre de ser obedecido.
—"...los goces del Carmelo..." Continúe usted expresando sentimientos de concordia, respeto, cordura y sumisión a los poderes que rigen... Amóldese al espíritu, que ya conoce, de otras pastorales mías.
El padre Goulet, alzando la cabeza, pálida y fina, coronada por un hermoso pelo, rizado como una peluca Luis XIV, dijo:
—¿No sería conveniente ahora mostrar alguna reserva en cuanto se refiere a las autoridades civiles, quebrantadas por luchas y desacuerdos, incapaces de ofrecer una seguridad, una satisfacción de que no disfrutan? Sin duda, monseñor, habrá observado que la decadencia del régimen parlamentario...
El cardenal-arzobispo inclinó la cabezota, oscilante:
—Sin reservas, padre Goulet, sin reservas de ningún género. Admiro y respeto su mucha sabiduría y su exaltada piedad; pero el viejo prelado puede aún darle ciertas lecciones de prudencia, muy necesarias, mientras la muerte no le arrebate de las manos el gobierno de la diócesis, entregándolo a tan batalladoras energías. ¿No hay motivos más que suficientes para que nos mostremos agradecidos al señor prefecto Worms-Clavelin, que mira con buenos ojos nuestras fundaciones y nuestras obras? ¿No sentamos a nuestra mesa, mañana mismo, al general jefe de la división y al presidente de la Audiencia? Y, antes de que se me olvide, ¿qué les daremos de comer?
El cardenal-arzobispo examinó minuciosamente la lista de platos, la corrigió, la varió y añadió, recomendando con insistencia que no dejasen de pedir unas perdices a Rivoire, cazador de la Prefectura.
Un criado entró, presentándole una tarjeta sobre una bandejita de plata.
Después de leer el nombre del reverendo padre Lantaigne, rector del Seminario, dijo monseñor a su vicario general:
—Apuesto a que viene contra el padre Guitrel; de seguro.
El padre Goulet se levantó para retirarse; pero monseñor le detuvo.
—Quieto. Le invito a oir al reverendo padre Lantaigne, que goza fama de ser el más elocuente orador de la diócesis. Porque, si nos fiáramos de lo que dice la opinión pública, pensaríamos que predica mejor que usted. Pero yo no lo creo. Aquí, en confianza, le diré que no me convencen su frase ampulosa y su ciencia infusa. Razona de una manera que... aburre, y por eso no quiero que me deje usted solo; ayúdeme a librarme, lo antes posible, de su visita.
Al entrar en el salón, un sacerdote alto, corpulento, grave, sencillo, meditabundo hizo una reverencia.
—¡Buenos días, reverendo padre Lantaigne! —dijo monseñor, alegremente—. Al punto de anunciarse, hablábamos de usted, del predicador más elocuente de la diócesis; y bastaría su Cuaresma en San Exuperio para demostrar excepcionales condiciones oratorias y extraordinarios conocimientos.El reverendo padre Lantaigne se turbó. Era sensible al elogio, único punto del orgullo por donde podía llegarle a su alma el enemigo.
—Monseñor —dijo con el rostro agraciado por una sonrisa, que se desvaneció pronto—, el concepto que merecí a su eminencia me fortalece y endulza el principio de una conversación penosa. Es una queja lo que ofrece a los oídos paternales de su eminencia el rector del Seminario.
Monseñor le interrumpió:
—Dígame, reverendo padre Lantaigne: ¿se han impreso los sermones de su Cuaresma en San Exuperio?
—La Semana Católica de la diócesis publicó un extracto. Me conmueven, monseñor, las atenciones que se digna conceder a mis trabajos apostólicos. ¡Ay! Hace muchos años que predico la fe. Ya en mil ochocientos ochenta podía cederle al padre Roquette, que ha llegado a obispo, algún sermón cuando me sobraban encargos.
—¡El padre Roquette! —dijo monseñor, sonriente—. Yendo el año pasado, ad limina apostolorum, lo conocí; entraba lleno de júbilo en el Vaticano. A los ocho días encontréle orando en la basílica de San Pedro; buscaba en la oración lenitivo a la pena que le produjo no conseguir el capelo.
—Y, ¿a santo de qué —preguntó el padre Lantaigne, haciendo vibrar sus palabras como latigazos—, a santo de qué iban a cubrir con la púrpura cardenalicia los hombros de un infeliz, adocenado por sus costumbres, nulo por la doctrina, ridículo por su torpeza intelectual y sólo recomendable por haber comido junto al señor Presidente de la República en un banquete de francmasones? El padre Roquette se asombraría de ser obispo si para verse pudiera remontarse por encima de su propio nivel. Atravesamos tiempos difíciles, de cara a un futuro oscuro, de dulces promesas y terribles amenazas, y convendría formar un clero poderoso por su carácter y por su ciencia. Precisamente, monseñor, el objeto de mi visita no es otro que hablar a su eminencia de un sacerdote incapaz de resistir el peso de sus difíciles obligaciones, una especie de padre Roquette, un profesor del Seminario, el padre Guitrel...
Monseñor interrumpióle riendo, como si una ocurrencia importuna, de pronto, le hubiera distraído, y preguntó si el padre Guitrel estaba ya en camino de obtener una mitra.
—¡Qué idea, monseñor! —exclamó el padre Lantaigne—. Si ese hombre ocupara, por intrigas, una silla episcopal, veríamos resurgir los tiempos de Cantinos, cuando un prelado indigno degradaba la silla de San Martín.
El cardenal-arzobispo, acurrucado en su butaca, dijo plácidamente:
—Cantinos, el obispo Cantinos... —por primera vez oía pronunciar ese nombre—. Cantinos, que ocupó la silla de San Martín... ¿Está usted seguro de que su conducta era tan desastrosa como se dice? Es un punto interesante de la historia eclesiástica de las Galias, y tengo curiosidad por conocer la opinión que le merece a un sabio tan discreto como usted, padre Lantaigne. Veamos.
El rector del Seminario se irguió.
—Monseñor, las afirmaciones de Gregorio de Tours merecen absoluto crédito. El sucesor del bienaventurado San Martín derrochó en sus lujos los tesoros de la basílica, de tal manera, que al poco tiempo de su administración, todos los cálices habían ido a parar a manos de los judíos. Y si he mencionado a Cantinos, cuando trataba del infeliz padre Guitrel, hícelo porque hay semejanzas entre uno y otro. El padre Gui- trel arrebaña los objetos preciosos, maderas talladas, vasos artísticamente cincelados que aún hay en las iglesias de los pueblos bajo la custodia inútil de cofradías ignorantes, y todo lo adquiere para ofrecérselo a los judíos.
—¿Para ofrecérselo a los judíos? —preguntó monseñor—. ¿Qué dice usted?
—Para ofrecérselo a los judíos —insistió el padre Lantaig- ne—, para enriquecer los salones del prefecto Worms-Clavelin, israelita y francmasón. La señora gusta mucho de objetos antiguos; por mediación del padre Guitrel ha podido adquirir unas capas pluviales, conservadas en la sacristía de la iglesia de Lusancy durante más de tres siglos, y ha forrado con ellas unos almohadones y unos taburetes.
Monseñor bajó la cabeza.
—Unos taburetes y unos almohadones... Pero si la venta de los ornamentos retirados ya del culto se hizo autorizadamente... no veo la semejanza entre Cantinos y el padre Guitrel, ni que sea un crimen espantoso comprar lo que su dueño vende. No hay motivo para venerar como reliquias de santos unas capas pluviales que usaban en tiempos remotos los humildes curas de Lusancy. No es un sacrilegio vender antiguallas ni forrar con ellas almohadones y taburetes.
El padre Goulet, que, desde un principio, inmóvil y silencioso, mordía el mango de la pluma, no pudo contener una exclamación. También deploraba que las iglesias fuesen despojadas de todas las preciosidades artísticas por los infieles. El rector del Seminario prosiguió enérgicamente:
—Dejemos aparte, monseñor, ya que lo juzga de otra manera, el tráfico a que se haya entregado el amigo del señor prefecto israelita Worms-Clavelin, y permítame que formule contra el padre Guitrel, profesor del Seminario, dos quejas, dosacusaciones. Yo le acuso, en primer lugar, por sus doctrinas, y en segundo lugar, por sus costumbres. Apoyo mi acusación primera en cuatro motivos, a saber...
El cardenal-arzobispo extendió los brazos como para defenderse contra un chaparrón de razonamientos.
—Reverendo padre Lantaigne, hace rato que veo al señor vicario general mordisqueando la pluma; comprendo su impaciencia. El impresor aguarda nuestra pastoral, que debe ser leída el domingo en todas las iglesias de la diócesis. Perdone si antepongo a todo lo demás la redacción de un documento que puede servir de alguna utilidad y de algún consuelo a nuestros párrocos y a nuestros feligreses.
El reverendo padre Lantaigne, saludando, se retiró muy triste, y cuando el cardenal-arzobispo supuso que ya no les oía, dijo al padre Goulet:
—Ignoraba yo que sea tan amigo del prefecto el padre Guitrel, y agradezco al rector del Seminario esta noticia. El padre Lantaigne tiene una sinceridad incomparable; me agradan su franqueza y su rectitud. Con él sabe uno siempre adonde va... y —rectificó— adonde puede ir.