El olmo del paseo: V
Muchos consideraban al padre Lantaigne, rector del Seminario, como un sacerdote merecedor de una silla episcopal y digno de que le concedieran la sede vacante de Tourcoing, que honraría seguramente, para entrar con la mitra en la cabeza, el báculo en la mano y la amatista en el dedo —a la muerte de monseñor Chariot— en la metrópoli testigo de su carácter, de su talento y de sus virtudes. Tal era el proyecto del venerable señor Cassignol, antiguo presidente de la Audiencia, que ya contaba veinticinco años de jubilación; y profesaban también las mismas ideas el señor Lerond, fiscal dimisionario en la época de los decretos, y al presente abogado en ejercicio, y el reverendo padre Lalande, viejo cura de regimiento y limosnero actual de las Damas de la Salud, los cuales, arrastrando la opinión de las personas más sensatas de la ciudad, pero no las más influyentes, constituían el núcleo principal de partidarios del padre Lantaigne.
Rogóle que honrara su mesa el presidente Cassignol, y en presencia de los señores Lalande y Lerond, también invitados, le dijo:
—La hora se acerca. Obligados a elegir entre nuestro reverendísimo padre Lantaigne, que sirve noblemente a la Religión y a la Francia católica, sosteniendo con la palabra y con la pluma, con la reconocida autoridad que le conquistaron su talento y su carácter, la causa de la Iglesia tantas veces traicionada; obligados a elegir, repito, entre un virtuoso maestro y el padre Guitrel, no es posible dudar. Y cuando todos los indicios permiten suponer que nuestra metrópoli ha de honrarse dando un obispo a la sede vacante de Tourcoing, los fieles de la diócesis aceptan el sacrificio de una separación temporal, posponiendo su gusto y su exclusivo interés al interés del episcopado y de la patria católica.
Y el venerable señor Cassignol, que acababa de cumplir ochenta y nueve años, añadió sonriendo:
—Acaricio la profunda convicción de que nos veremos reunidos nuevamente, porque nuestro reverendísimo padre Lantaigne volverá a Tourcoing.
El padre Lantaigne contestó:
—Señor presidente, no ambiciono cargos ni honores, pero siempre acudo adonde la obediencia y el deber me llaman.
Deseaba y se prometía verse ocupando la vacante del muy llorado monseñor Duclou; pero como su dignidad era mucho más poderosa que su ambición, aguardaba que le ofrecieran la mitra.
Una mañana el señor Lerond fue al Seminario para enterarle del arraigo que iba teniendo en el ministerio de Cultos la candidatura del padre Guitrel. Sospechábase que todo era debido a la decidida protección del prefecto, el cual apretaba en el ministerio todo lo posible, valiéndose de sus amistades y de la influencia masónica. Le habían dado aquellas noticias en la Redacción de El Liberal, diario católico y conservador de la región. Las disposiciones del cardenal-arzobispo permanecían aún absolutamente ignoradas.
La verdad era que monseñor Charlot, dudando, no atreviéndose a decidirse por ninguno de los dos candidatos, ni apoyaba ni combatía. Los años aumentaban su natural prudencia, y era imposible adivinar sus opiniones. Disimulaba, por gusto de sustraer sus juicios a los comentarios, cómo jugaba por las noches al besig con su vicario general. Ciertamente, nada tenía que ver en la elevación de un sacerdote de su diócesis a un obispado independiente de su autoridad. Pero querían interesarle, querían que tomara cartas en el asunto. El prefecto Worms- Clavelin, a quien monseñor deseaba ser agradable siempre, se prometía el apoyo de su eminencia, quien, estimando en su valor la sagacidad y la dulzura de que había dado tantas pruebas en la diócesis el padre Guitrel, creíale al mismo tiempo capaz de todo. "¿No pudiera ser —pensaba— que, lejos de retirarse a esa oscura y aislada metrópoli de la Galia septentrional, aspire a que le nombren pronto coadjutor mío? Y si ahora lo conceptúo digno del episcopado, ¿no autorizo a pensar que le supongo aptitudes para compartir conmigo los deberes diocesanos?"
El miedo a que le nombrasen un coadjutor envenenaba la vejez del cardenal-arzobispo.
Respecto al padre Lantaigne, le sobraban razones para callar y reservarse. No apoyaría la candidatura del digno sacerdote, por la sencilla razón de que seguramente no prevalecería. Monseñor Charlot no era hombre para declararse partidario de los vencidos. Además, no podía sufrir al rector del Seminario.
En verdad, aquel odio, sentido por un alma suave y acomodaticia como la suya, no contrariaba del todo a las ambiciones del padre Lantaigne. Para librarse de su presencia y tenerle muy lejos, monseñor Charlot consintiera en que le nombrasen obispo y Papa. El padre Lantaigne gozaba de bien adquirida reputación por su virtud, su elocuencia y saber; no era posible, sin desdoro, declararse contra él. Y monseñor Charlot, popular y atento siempre a ganarse todas las opiniones, aceptaba también la de las gentes honradas.
Desconociendo las reservadas intenciones del cardenal-arzobispo, el señor Lerond sabía positivamente que no mostraba preferencias por ninguno de los candidatos; y creyendo posible influir en el ánimo de monseñor, confiando en sus virtudes pastorales, apremió al padre Lantaigne para que fuera inmediatamente al arzobispado.
—Pídale a su eminencia consejos paternales para saber lo que le conviene decidir si le ofrecieran, como está previsto, la sede vacante de Tourcoing. La visita no puede ser más oportuna, y hará un efecto excelente.
—Me conviene aguardar una designación definitiva —objetaba el padre Lantaigne, resistiéndose.
—¿Puede haber una designación más definitiva y solemne que la expresada por los deseos de tantos católicos fervientes, que repiten su nombre con unanimidad semejante a las antiguas aclamaciones populares que saludaron a los Medardos y los Remigios?
—Pero, señor mío —replicaba el razonable rector del Seminario—, esas aclamaciones que usted recuerda, y constituyeron una costumbre abolida ya, procedían de los fieles de la diócesis que aquellos santos varones eran llamados a gobernar. Y no ha llegado aún a mi noticia que los católicos de Tourcoing me aclamen.
El abogado Lerond dijo entonces lo que procedía:
—Si ustdH no le ataja, saliéndole al encuentro, el padre Guitrel entro en el episcopado.
Al día siguiente se puso el padre Lantaigne su manteo de ceremonia, que flotaba sobre su tronco robusto, y caminando hacia la residencia del arzobispo rezaba para que Dios librase a la Iglesia francesa de un desdoro inmerecido.
Cuando el padre Lantaigne se inclinó ante su eminencia el cardenal-arzobispo, acababa éste de recibir un oficio de la Nunciatura pidiéndole noticias confidenciales acerca del padre Guitrel. No velaba el nuncio su inclinación favorable a un sacerdote "inteligente, afanoso, capaz de negociar provechosamente con el Poder civil". En vista de lo cual, había dictado al punto su eminencia una expresiva nota, favorable al candidato de la Nunciatura.
—¡Cuánto me alegro de verlo, padre Lantaigne! —dijo la voz temblorosa y agradable del anciano cardenal-arzobispo.
—Monseñor, vengo a pedir a su eminencia un consejo paternal, para el caso en que nuestro Santísimo Padre, viéndome con ojos piadosos, me designara ...
—Me complace mucho que haya venido, padre Lantaigne, y ¡llega muy a tiempo!
—Me atrevo a solicitar de su eminencia, si no me juzga indigno de...
—Reconozco en usted, padre Lantaigne, un teólogo eminente y un profundo conocedor del Derecho canónico. Su opinión constituye autoridad en los difíciles asuntos de disciplina. Juzgo sus consejos insustituibles en materia litúrgica y en todas las cuestiones que interesan al culto. Si hoy no hubiese venido usted, le rogaría yo que viniera; el padre Goulet podrá decirle si tenía encargo de verlo. Necesito aconsejarme de su mucho saber.
Y monseñor, con su mano gotosa y acostumbrada a bendecir, indicó al rector del Seminario que podía sentarse.
—Oigame, padre Lantaigne; óigame con atención: el párroco de San Exuperio, el reverendísimo padre Laprune, acaba de verme. Ha tenido la desdicha de que se ahorcase un hombre dentro de su iglesia. ¡Considere su apuro! No sabe qué hacer. Ni yo me atrevo tampoco a decidir sin consultar antes las más elevadas y sapientísimas opiniones. ¿Qué resolvemos? Dígalo.
Meditó el padre Lantaigne un momento, y luego, en tono doctoral, expuso las tradiciones relativas a la purificación de las iglesias:
—Los Macabeos, después de lavar el templo profanado por Antíoco Epifanio, en el año ciento sesenta y cuatro antes de la Encarnación, celebraron el ofrecimiento. De ahí se origina, monseñor, la ceremonia llamada Hanicha, que se traduce renovación...
Y continuó desarrollando el concepto.
Le oía monseñor, al parecer, admirado, y el padre Lantaigne continuaba recogiendo sin cesar, en los rincones de su memoria ilimitada, oportunos datos relativos a las ceremonias de purificación, precedentes, argumentaciones, comentarios.
—Juan, capítulo diez, versículo veintidós... El pontifical romano... Beda, el venerable... Baronio...
Habló cerca de una hora.
Y entonces el cardenal-arzobispo repuso:
—Es necesario advertir que apareció el ahorcado en el cancel de la puerta lateral, junto a la Epístola.
—¿El cancel estaba cerrado? —preguntó el padre Lantaigne.
—¡Una cosa difícil de precisar! —dijo monseñor—. El cancel no estaba por completo cerrado... ni francamente abierto.
—¿Entreabierto, monseñor?
—Sin duda; entreabierto.
—Y el ahorcado, monseñor, ¿de qué lado estaba? Es un punto que interesa esencialmente. Su eminencia conoce la importancia de un detalle, al parecer, nimio.
—Es verdad, padre Lantaigne; mucha verdad.
Y volviéndose hacia su vicario general, prosiguió:
—Padre Goulet, ¿no dijo que un brazo asomaba por la parte del presbiterio?
El padre Goulet respondió, violentándose mucho, algunas palabras ininteligibles.
—Puede asegurarse —repuso monseñor— que, si no el brazo entero, asomaba parte del brazo.
El padre Lantaigne dedujo de todo ello que la iglesia de San Exuperio estaba profanada. Refiriendo antecedentes, dijo cómo se procedió en la iglesia de San Esteban del Monte después del execrable asesinato de monseñor el arzobispo de París. Remontóse a lo largo de la Historia; se detuvo en la Revolución, cuando fueron convertidas las iglesias en parques de Artillería; recordó a Tomás Beckett y al impío Heliodoro.
—¡Cuánta ciencia! ¡Qué admirable doctrina! —dijo monseñor, poniéndose en pie y dando a besar el anillo al sacerdote—. Debo a usted un servicio de importancia, padre Lantaigne; un servicio que sólo de su mucho saber podía prometerme. Se lo agradezco y le doy mi bendición pastoral.
Despedido ya el padre Lantaigne, advirtió que no había dicho ni una palabra referente al objeto de su visita. Pero resonando aún en su cerebro sus divagaciones rebosantes de ciencia y de razón, bajaba la escalera del palacio arzobispal muy satisfecho, argumentando a solas acerca del ahorcado que apareció en San Exuperio y de la urgente purificación de la iglesia. Y salió del portal pensando en lo mismo.
En la tortuosa calle de Tintelleries encontróse con el párroco de San Exuperio, el reverendo padre Laprune, que, parado frente a la tonelería de Lenfant, contemplaba los tapones de corcho amontonados en el escaparate.
Se le agriaba el vino, y atribuía ese daño a que las botellas no se taparon con buenos corchos.
—¡Es una desdicha! —murmuraba.
—¿Y ese ahorcado? —le preguntó de pronto el padre Lan- taigne.
Al oir la pregunta, el digno párroco de San Exuperio abrió desmesuradamente los ojos y preguntó a su vez, sorprendido:
—¿Qué ahorcado?
—El ahorcado de San Exuperio, el infeliz suicida que hoy han encontrado en un cancel de la iglesia.
El padre Laprune, angustioso, dudando, por lo que acababa de oir al padre Lantaigne, cuál de los dos hallábase falto de juicio, contestó que no había en su iglesia ningún ahorcado.
—¡Cómo! —replicó el padre Lantaigne, sorprendiéndose—. ¿No ha visto un ahorcado en el cancel, junto a la Epístola?
El párroco, en señal de negación, hacía girar sobre los hombros la cabeza; y en su cara resplandecía la verdad.
El padre Lantaigne vacilaba como un hombre víctima de un vértigo.
—Pero ¡si monseñor acaba de decirme que usted encontró un ahorcado en su iglesia!
—¡Oh! —repuso el padre I.aprune, tranquilizado súbitamente—. Monseñor bromea. Ya conoce usted su carácter malicioso. Tiene ocurrencias graciosísimas; pero no se propasa nunca, eso no; sabe hasta dónde pueden llegar las bromas.
El padre Lantaigne, dirigiendo al cielo una mirada triste y ardorosa, exclamó:
—¡El arzobispo me ha engañado! ¿Ese hombre no dice nunca la verdad? ¡Sin duda la dice oficiando, al coger entre sus manos la hostia santa, y repetir Domine, non sum dignus!