El olmo del paseo: VIII
El seftor prefecto Worms-Clavelin hablaba con el padre Guitrel en el establecimiento de platería y joyería de Rondonneau. Repantigado en el sillón, tenía una pierna montada en la otra, de manera que la suela de la bota enderezábase hacia la barba del suave sacerdote.
—Usted, señor Guitrel, razona con mucho acierto, y es un hombre ilustrado; usted considera la religión como un conjunto de prescripciones morales, como una disciplina necesaria y no como un amasijo de rancios dogmas, de misterios cuyo absurdo no es ya nada misterioso.
Observaba el padre Guitrel, digno sacerdote, reglas de conducta excelentes, una de las cuales consistía en evitar el escándalo y callarse, para no exponer la verdad a las burlas de los incrédulos. Y como esta preocupación era muy propia de su prudente carácter, ni por asomo dejaba nunca de atenderla. Pero el señor Worms-Clavelin era indiscreto. Su nariz carnosa y grande, sus labios gruesos, parecían aparatos poderosos de absorción, mientras que su frente comprimida y sus ojos pálidos le declaraban rebelde a cualquier delicadeza moral. Insistió, lanzando contra los dogmas católicos argumentos de logias masónicas y de cafés literarios, para concluir asegurando que no era posible a un hombre inteligente creer ni una palabra del Catecismo. Luego, dejando caer sobre un hombro del sacerdote su manaza, llena de sortijas, dijo:
—Usted no contesta nada, señor cura, porque opina como yo.
El padre Guitrel, mártir hasta cierto punto, viose obligado con esto a confesar su fe.
—Perdone usted, señor prefecto; ese librito que los partidarios de ciertas ideas tienen a gala despreciar, el Catecismo, contiene más verdades que muchos voluminosos libros de filosofía ruidosamente admirados. El Catecismo reúne la metafísica más elevada y la sencillez más eficaz. Este juicio no es mío, es de un filósofo eminente, de Julio Simón, que pone al Catecismo por encima del Timeo, de Platón.
El prefecto no se atrevió a contradecir las opiniones de un ex ministro; vínosele de pronto a la memoria que su superior jerárquico, el ministro actual del Interior, era protestante, y dijo:
—Como funcionario, todos los cultos me inspiran igual respeto, así el protestantismo como el catolicismo; pero como ciudadano independiente, soy librepensador, y si tuviese una preferencia dogmática, permítame decirle, señor cura, que me inclinaría siempre hacia la Reforma.
El padre Guitrel repuso en tono lastimero:
—Hay, sin duda, entre los protestantes, hombres cuyas honrosas costumbres merecen ser estimadas y, casi me atreveré a decir, prudentes personas de verdadera ejemplaridad, por lo que al mundo se refiere. Pero la Iglesia reformada no es más que un miembro amputado a la Iglesia católica, y el corte sangra todavía.
Indiferente a esta rotunda frase —aprendida en Bossuet—, el prefecto encendió un hermoso cigarro, alargando luego la petaca.
—Fume usted uno, señor cura.
En absoluto ignorante de la disciplina eclesiástica, suponía que a los clérigos no les era permitido fumar, y para comprometerle y turbarle ponía los cigarros ante sus ojos, creyendo inducirle a pecar, a ser desobediente, sacrilego y casi apóstata. Pero el padre Guitrel cogió tranquilamente un cigarro, y, guardándolo en el bolsillo de la sotana, dijo que se lo fumaría después de cenar.
Así platicaban el prefecto Worms-Clavelin y el profesor de Elocuencia Sagrada en el piso principal de la platería. Junto a ellos, Rondonneau, hermano, proveedor del arzobispado y de la Prefectura, presenciaba las entrevistas discretamente, sin meter baza en la conversación. Despachaba, entretanto, su correspondencia, y su cráneo, reluciente, se balanceaba sobre los libros comerciales y las muestras y modelos que había sobre su escritorio.
El prefecto se puso en pie bruscamente, y empujando con suavidad al padre Guitrel hasta el otro extremo del salón, cuando estuvieron junto a la ventana, le dijo al oído:
—Ya sabe usted que se halla vacante la silla episcopal de Tourcoing.
—Sí; ya tuve noticia del fallecimiento del señor Duclou —respondió el sacerdote—. Fue una gran desgracia para la Iglesia. Monseñor Duclou era sabio y modesto como ninguno. Sus pastorales pudieran servir de modelo para el estudio de la elocuencia parenética. Lo conocí en Orleáns, cuando todavía era párroco de Santa Heriberta, y me honró con su amistad bondadosa. Su muerte prematura, porque no era muy viejo aún, es para mí en extremo dolorosa.
Callóse, haciendo con sus labios una mueca de aflicción.
—No se lo recuerdo para que lo llore —dijo el prefecto-. Murió, y lo que importa es cubrir su vacante.
La expresión del padre Guitrel había cambiado. Sus ojillos, redondos, eran semejantes en aquel momento a los de un ratón que descubre un tarro de manteca.
—Usted comprenderá, mi excelente amigo —prosiguió el prefecto—, que no es de mi particular incumbencia este asunto. No me corresponde la elección de prelados; no soy ministro de Cultos, ni soy nuncio, ni Papa, y ¡Dios me libre de serlo!
Interrumpióse de nuevo para reir.
—A propósito: ¿está usted en buenas relaciones con el nuncio?
—El nuncio, señor prefecto, me considera como a un hijo respetuoso y obediente del Padre Santo; pero no puedo suponer que se haya fijado en mi pobre persona y me distinga entre los demás que ocupan, como yo, una posición humilde, y Dios me la conserve.
—Mi excelente amigo, le hablo del particular, confiando en su prudencia, porque se trata de cubrir la vacante de Tourcoing con un clérigo de nuestra diócesis. Noticias de buen origen me aseguran que se ha lanzado el nombre del padre Lantaigne, y como es probable que me pidan referencias confidenciales, pregunto aquí, en la intimidad: ¿Qué opinión le merece a usted el rector del Seminario?
El padre Guitrel, bajando los ojos, contestó:
—No es dudoso que honraría el padre Lantaigne la silla episcopal de Tourcoing, santificada en tiempo remoto por el venerable Loup, con preclaras virtudes y con los dones preciosos de la elocuencia. Las Cuaresmas que predicó en San Exuperio fueron, con justicia, estimadas por la exactitud rigurosa de sus ideas y la brillantez de sus frases, y todo el mundo sabe que para ser perfecta su oratoria carece sólo de la unción religiosa, del óleo perfumado y bendecido que penetra en los corazones.
"El mismo párroco de San Exuperio se complacía en afirmar que la elocuente palabra del padre Lantaigne honraba el pulpito de la más venerable basílica de la diócesis con su ardimiento fervoroso, excesivo alguna vez, pero siempre inspirado en su intención piadosa.
"Deplora solamente las incursiones del orador en los dominios de la Historia contemporánea. Es necesario confesar que pisotea el padre Lantaigne, con la mayor tranquilidad, cenizas aún calientes. Las grandes virtudes y el mucho saber del rector, lo hacen digno de ocupar las más elevadas jerarquías. ¡Lástima que un sacerdote de tales prendas viva obstinado con el prurito de ostentar su adhesión (el motivo es loable y las consecuencias reprensibles) a una familia desterrada, que le honró favoreciéndolo. Se complace mostrando una Imitación de Cristo, que recibió, encuadernada en púrpura y oro, de la señora condesa de París, y hace gala inconveniente de su fidelidad y de su agradecimiento inquebrantable.
"Lástima es también que la soberbia, disculpable acaso en su alta intelectualidad, lo arrastre a proferir sin reparo, a voces, en un paseo público, duros conceptos depresivos para su ilus- trísima, en palabras tan inconvenientes, que mi lengua se resiste a repetirlas. Aun cuando yo lo callara, todos los olmos del paseo pudieran publicar una frase proferida por el padre Lantaigne, rector del Seminario, en presencia del señor Bergeret, catedrático de la Facultad de Letras. Dijo textualmente: 'Su eminencia, por lo menos en filosofía, se atiene a la santa pobreza.' Y es muy aficionado a zaherir con una frase. Pues ¿no le oímos en la última ordenación, cuando su eminencia se adelantaba revestido con todos los ornamentos pontificales, que lleva con tanta nobleza y dignidad, a pesar de su corta estatura; no le oímos decir 'Báculo de oro y obispo de palo'? Censuraba, inoportunamente, la magnificencia de monseñor Charlot, cuya esplendidez aparece tanto en los oficios divinos como en los banquetes oficiales.
"Las aproximaciones amistosas entre la Prefectura y el arzobispado violentan extremadamente al padre Lantaigne, por desgracia decidido a sostener, contra los preceptos de San Pablo y contra las enseñanzas de nuestro santo padre León Trece, los dolorosos desacuerdos que perjudican de igual modo a la Iglesia y al Estado."
En cuanto Worms-Clavelin fijaba su atención se le abría la boca. Oyó al sacerdote con la boca muy abierta, y luego dijo:
—¡Ese Lantaigne alienta la más detestable manifestación clerical!... ¿Por qué me odia? ¿Qué puede reprocharme? ¿No protege a los católicos mi tolerancia? ¿No he cerrado los ojos para no ver que, sin cesar, llegaban monjas y frailes? ¿No he consentido que se construyesen conventos y escuelas? ¿No ven que mantenemos con firmeza las leyes esenciales de la República, pero que apenas las aplicamos? ¿Qué más desean esos curas incorregibles? ¡Todos iguales! En cuanto no se les consiente que nos opriman, se dicen oprimidos. Y... ¿qué murmura de mí ese Lantaigne?
No es posible precisar un reproche contra el proceder administrativo del señor prefecto Worms-Clavelin; pero un intransigente como el padre Lantaigne no le perdona su afiliación masónica ni su procedencia israelita.
El prefecto sacudió la ceniza de su cigarro.
—No tengo amistades con los judíos, ni siquiera estoy bien relacionado en su mundo; pero yo le respondo a usted, señor cura, que me sobran influencias para impedir que sea obispo ese Lantaigne. No lo será, Guitrel; aseguro que no lo será, fin mi juventud yo era pobre. Hice relaciones con personajes, algunos de importancia. Y las relaciones valen mucho, tanto como el dinero. Ya cuidaré de que no se realicen los deseos de Lan- taigne, de que no se ponga la mitra el muy... Además, tengo una candidatura recomendada por mi mujer: ella quiere que se nombre obispo de Tourcoing a su amigo el padre Guitrel.
—¡Ocupar yo la silla santificada por el bienaventurado Loup y por tantos piadosos apóstoles de la Galia septentrional! —dijo el sacerdote, bajando los ojos y levantando ios brazos—. ¿La señora Worms-Clavelin tuvo semejante idea?
—Sí, amigo mío; quiere verlo con mitra. Y le aseguro a usted que, si ella se lo propone, lo conseguirá. Tampoco me disgusta procurar a la República un obispo republicano. Convenido, señor cura, convenido; entiéndaselas con el arzobispo y con el nuncio; mi mujer y yo no descuidaremos este asunto en el ministerio.
El padre Guitrel murmuraba con las manos unidas:
—¡La silla santificada y venerable de Tourcoing!
—Un obispado modesto, de tercera clase; por algo se principia. ¿Dónde se figura usted que desempeñé por vez primera el cargo de subprefecto? ¡En Céret!, un rincón de los Pirineos Orientales. ¿Quién lo diría? ¡Vaya!, no me gusta perder el tiempo... charlando. Buenas tardes... monseñor.
El prefecto le oprimió la mano. Y el padre Guitrel se fue por la tortuosa calle de Tintelleries, humilde, arqueado, urdiendo provechosas diligencias y prometiéndose, para cuando cubriese con una mitra su cabeza y empuñase un báculo, defenderse, como un príncipe de la Iglesia, contra las campañas liberales del Gobierno y atacar a los masones, anatematizando los principios del libre pensamiento, de la República y de la Revolución.