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El olmo del paseo: XIV

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El olmo del paseo
de Anatole France
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XIV

Cuando el señor Bergeret entró en la tienda, el librero Paillot, con un lápiz sobre la oreja, preparando las "devoluciones", amontonaba libros, cuyas cubiertas amarillas expuestas algún tiempo al sol en el escaparate, se broncearon, salpicándose, además, con las injurias de las moscas. Eran los ejemplares invendibles y volverían a las casas editoriales que los ofrecieron. El señor Bergeret reconoció, entre las "devoluciones", obras por él estimadas; pero no le causó tristeza el abandono en que las veía, deseando a sus autores preferidos algo más honroso que los favores de la muchedumbre.

Metióse, como de ordinario, en el rincón de pergaminos y pastas viejas, y cogió maquinalmente, según costumbre inveterada suya, el tomo XXXVIII de la Historia general de los viajes. De badana verdosa eran las cubiertas de aquel volumen, que se abrió, como siempre, por la página 212, y el señor Bergeret leyó una vez más, aquellas líneas fatales:

".. trar un camino hacia el Norte. A este contratiempo —leyó— debemos la fortuna de haber podido visitar de nuevo las islas Sandwich."

Y el señor Bergeret se hundió en sus melancolías.

El señor Mazure, archivero del departamento, y el señor de Terremondre, presidente de la Sociedad de Agricultura y Arqueología, teniendo ambos reservada en el rincón su silla de anea, fueron a reunirse con el catedrático. Era el señor Mazure un paleólogo de bastante mérito; pero sus costumbres distaban mucho de ser elegantes. Se había casado con la criada del archivero, su antecesor, y andaba por las calles con un sombrero de paja muy destrozado. Sus radicales ideas le inducían a publicar documentos históricos de la capital durante la Revolución. Hablaba con insolencia de los realistas del departamento; pero habiendo solicitado inútilmente una condecoración, su insolencia salpicaba también a sus amigos políticos, y especialmente al señor prefecto Worms-Clavelin.

Insultante por naturaleza, la costumbre profesional de lanzar secretos le disponía para la maledicencia y la calumnia. Sin embargo, era de un trato agradable, sobre todo, en la mesa, donde cantaba báquicas canciones oportunas, invitando a beber.

—Ustedes no ignoran —dijo al señor de Terremondre, y al señor Bergeret— que el prefecto acude a la platería de Rondonneau, hermano, para ver a tal o cual señora. Lo han sorprendido. También el padre Guitrel frecuenta mucho el establecimiento. Y, precisamente, la casa donde tiene Rondonneau su comercio es llamada, en un catastro de mil setecientos ochenta y tres, "casa de los dos sátiros".

—Pero —dijo el señor de Terremondre— a la platería de Rondonneau, hermano, nunca fueron mujeres de vida pecaminosa.

— Pues... las hacen ir al presente —replicó el archivero Mazure.

—A propósito —dijo el señor de Terremondre—, tengo noticias, mi estimado señor Bergeret, de que usted provoca en el paseo a mi viejo amigo Lantaigne con las cínicas declaraciones de la inmoralidad política y social que a usted le son gratas, porque, según dicen, para usted no hay leyes ni freno...

—Exageran mucho —respondió el señor Bergeret.

—Ni leyes ni freno... Así ve con soberana indiferencia cuanto se relaciona con la política.

—Son exageraciones; pero, a decir verdad, no le doy excesiva importancia. Los cambios de régimen, las formas del Estado apenas varían la condición de las personas. No dependemos de las Constituciones ni de los decretos; dependemos de los instintos y de las costumbres. De nada sirve cambiar el nombre de las necesidades públicas, y solamente los imbéciles y los ambiciosos pueden intentar revoluciones.

—Hace apenas diez años —replicó el señor Mazure— me hubiera dejado cortar el cuello por la República. Hoy, aun cuando la viera caer de cabeza y estrellarse, me quedaría tan fresco, sin mover un pie ni alargar una mano en su auxilio. A los viejos republicanos los desprecia la República, y solamente otorga sus favores a los advenedizos, a los resellados. No lo digo con la intención de molestar a usted, señor de Terremondre. Pero la situación actual me disgusta. Y observando las cosas como las observa el señor Bergeret, llegué a convencerme de que todos los Gobiernos han sido, son y serán ingratos.

—Son todos impotentes —dijo el señor Bergeret—, y llevo en el bolsillo un corto relato, que de buena gana leería si ustedes me lo permitieran. Lo escribí aprovechando una anécdota que mi padre me contó varias veces. De su contenido se deduce que hasta el Poder absoluto es impotente. Me agradaría conocer la opinión de ustedes acerca de mi trabajito. Si no les disgusta, lo enviaré a la Revista de París.

El señor de Terremondre y el señor Mazure aproximaron cada uno a la del señor Bergeret su correspondiente silla, y el señor Bergeret sacó del bolsillo un cuaderno, comenzando su lectura con voz débil y clara:

Un sustituto

Se reunían los ministros en Consejo...

—Si me lo permiten —dijo Paillot—, escucharé. Aguardo a León, que tarda. Cuando sale siempre le parece pronto para volver y me obliga, contra mi gusto, a servir y contestar a toda clase de importunos. Disfrutaré, al menos, una parte de la lectura. Me agrada mucho instruirme.

—Así me gusta, Paillot —dijo Bergeret.

Y empezó de nuevo:

...Un sustituto.—Se reunían los ministros en Consejo bajo la presidencia del emperador, en una sala de las Tullerías. Napoleón III, silencioso, hacía rayas con un lápiz sobre un plano de barriada obrera. Su rostro, alargado y descolorido, se diferenciaba mucho, en su tristeza suave, de las robustas cabezas de hombres prácticos y de las enrojecidas facciones de hombres laboriosos. Alzó los párpados, tendió en torno de la ovalada mesa el dulce y vago mirar de sus ojos, y preguntó:

—Señores, ¿no hay otro asunto urgente?

Su voz, ahogada, como si los gruesos bigotes la impidieran vibrar, parecía venir de muy lejos.

Entonces el ministro de Justicia hizo a su colega del Interior una seña, que no fue advertida. Era en aquella época ministro de Justicia el señor Delarbre, nacido en la magistratura, que había demostrado en el desempeño altas funciones judiciales, flexibilidad honesta, de cuando en cuando sacudida bruscamente por violencias de una inflexible dignidad profesional. Murmurábase que, sostenido por la confianza de la emperatriz y de los ultramontanos, el jansenismo de ilustres abogados (toda su progenie) rebosaba con frecuencia en su espíritu. Pero los que más de cerca le trataban juzgábanlo sólo muy susceptible, algo extravagante, indiferente a los graves asuntos de Gobierno, que su limitada inteligencia no pudo abarcar nunca, obstinado en fruslerías y pequeñeces, a que se amoldaba su espíritu de intriga.

Con las manos apoyadas en los dorados brazos de su sillón, el emperador estaba dispuesto a ponerse en pie, cuando Delarbre, al observar que el ministro del Interior hundía las narices entre los papeles de su cartera evitando mirarlo, resolvióse a decir:

—Le pido mil excusas, mi respetable colega; pero me creo en el caso de recordar un asunto relacionado con su departamento y con el mío. Convinimos en que usted explicaría en este Consejo la situación dificultosa que ha creado un prefecto del Oeste a un digno magistrado.

El ministro del Interior encogióse un poco de hombros, mirando a Delarbre con alguna impaciencia. Tenía la expresión a la vez atractiva y dura, propia de los que saben agitar a las muchedumbres y someter a los hombres.

—¡Ah! —exclamó—. Son habladurías, chismes ridículos, embustes desatinados, y me avergonzaría que llegaran por mi conducto a imperiales oídos; pero mi colega de Justicia les da una importancia cuyos motivos no están, seguramente, a los alcances de mi corto entendimiento, porque, para mí, todo ello no vale la pena.

Napoleón cogió de nuevo el lápiz y prosiguió haciendo rayas en el plano de la barriada obrera.

—Trátase del prefecto del Loire Inferior —prosiguió el ministro—. En su departamento circulan rumores que lo acreditan de hombre afortunado con las mujeres; y la galante leyenda que se forma en torno de su nombre contribuye, sin duda, tanto como lo ameno de su trato y su adhesión inquebrantable al régimen, a que goce de una popularidad muy conveniente. Sus asiduidades cerca de la señora Mereau, esposa del fiscal de la Audiencia, siendo notorias, han sido comentadas. Reconozco y declaro que la crónica escandalosa de Nantes puso en lenguas el nombre del señor prefecto Pelisson, que se ha juzgado muy severamente su conducta en los círculos burgueses de la capital, y, sobre todo, en los salones frecuentados por la magistratura. También reconozco y declaro que las asiduidades tenidas por el señor prefecto Pelisson con la señora Mereau, a la cual, y atendiendo a los deberes de su cargo, debería proteger contra todo intento equívoco en vez de provocarla, serían lastimosas y punibles prolongándose. Pero los informes que yo he recibido me permiten afirmar que la señora Mereau no se halla seriamente comprometida, y que ningún escándalo se hace temer. Para que todos recobren su tranquilidad y se olviden pasadas inconveniencias, bastará que moderen sus ímpetus una y otra parte, y eviten, con prudente disimulo, molestos comentarios.

Habiendo hablado así el ministro del Interior, cerró su cartera y se reclinó en su butaca.

El emperador proseguía en silencio.

—Permítame usted, respetable colega —dijo secamente el ministro de Justicia—. La esposa del fiscal de la Audiencia de Nantes ha sido y continúa siendo la querida dei prefecto del Loire Inferior. Semejante situación, pública y notoria, es intolerable y conduce al desprestigio de la magistratura. Juzgo el asunto de tal importancia, que lo considero digno de someterlo a la resolución de su majestad.

—Sin duda —insistió el ministro del Interior, con los ojos fijos en las alegorías del techo—, sin duda, son lamentables ciertos deslices; pero hay que tener un criterio firme y no dejarse influir por exageraciones aventuradas. No dudo que haya sido el prefecto del Loire Inferior algo imprudente y la señora Mereau algo ligera; pero...

El ministro dedicó el final de su frase a las mitológicas figuras que vagaban entre las nubes del cielo pintado. Hubo un instante de silencio, durante el cual se oía el insistente piar de los gorriones posados en los árboles del jardín y en las cornisas de la fachada.

El señor Delarbre, mordiscando sus delgados labios y tirándose de las patillas austeras, pero muy acicaladas, prosiguió:

—Sería inútil insistir. Los informes confidenciales que me han comunicado no dejan lugar a duda, y con toda claridad explican la clase de relaciones que median entre la señora Mereau y el señor Pelisson, cuyas relaciones tienen ya dos años de fecha. Queda probado así: En septiembre de 18..., el señor prefecto del Loire Inferior invitó al fiscal de la Audiencia, insistiendo para que fuese de caza con el señor conde de Morainville, diputado por el tercer distrito de su departamento, y, en ausencia del fiscal, se introdujo en las habitaciones de la señora Mereau, entrando furtivamente por el jardín. Al día siguiente, vistas huellas del escalo, el jardinero dio parte a la Justicia. Se hicieron diligencias y hasta se detuvo a un vagabundo que, no sabiendo probar claramente su inocencia, sufrió algunos meses de prisión preventiva; era un hombre malquisto y desagradable; no hubo quien se interesara en su favor. El fiscal de la Audiencia insiste acusándolo; pero son ya muy pocos los que mantienen la creencia que hizo suponer al vagabundo culpable de allanamiento de morada con fractura. La situación así mantenida es intolerable, lo repito, y atentatoria para el prestigio de la magistratura

El ministro del Interior, al rectificar, pronunció, según costumbre, algunas frases contundentes, de esas que ponen término a un asunto y lo ahogan con el peso de rotundas afirmaciones. Ejercía —dijo— una poderosa influencia en todos los prefectos; bastábale advertir al señor Pelisson, para que todo se resolviera satisfactoriamente sin recurrir a extremos de rigor contra un funcionario inteligente y adicto, que administraba su departamento a gusto de todos, y era inestimable, insustituible "desde el punto de vista electoral". Ninguno podía considerarse más interesado que el ministro del Interior en mantener la paz y la concordia entre las autoridades judiciales y gubernativa de un departamento.

Entretanto, el emperador mostraba la expresión vaga y soñadora en que, por lo regular, envolvía su silencio; recordando, sin duda, tiempos ya lejanos, de pronto, dijo:

—He conocido al padre del prefecto Pelisson. Llamábase Anacarsis Pelisson y era hijo de un republicano de mil setecientos noventa y dos; republicano a su vez, Anacarsis Pelisson escribía en los diarios de la oposición bajo el Gobierno de Julio. Durante mi cautiverio en el castillo de Ham, dirigióme una carta muy afectuosa. No pueden ustedes imaginar la sastifacción que a un prisionero proporciona la más insignificante prueba de simpatía. Luego seguimos direcciones distintas. El pobre murió sin que nos hubiéramos encontrado ni una sola vez cara a cara.

El emperador encendió un cigarro, estuvo un momento pensativo, y, al fin, poniéndose en pie, terminó:

—Señores, no los retengo más.

Con el andar pausado y oscilante de un pájaro de alas enormes, así avanzó el emperador hacia sus aposentos particulares, y salieron los ministros, uno tras otro, cruzando la fila de salones, recibiendo al pasar el saludo melancólico de los ujieres. El general, ministro de la Guerra, presentó al ministro de Justicia la petaca.

—¿Quiere usted que vayamos a pie, señor Delarbre? Necesito estirar un poco las piernas.

Y mientras avanzaban por la calle de Rívoli, junto a la verja que circunda la terraza de Feuillants.

—Tocante a cigarros —dijo el general—, sólo me gustan los de cinco céntimos, bien curados. Los otros me parecen golosinas y dulzuras. ¿Comprende usted?...

Se le cortó la idea, interponiéndose otra en su magín, y repuso:

—El señor Pelisson, de quien hablaban ustedes en el Consejo, ¿es un hombrecillo enjuto, moreno, que cinco años atrás era subprefecto en Saint-Dié?

Delarbre respondió que, sin duda, era el mismo, porque Pelisson había sido subprefecto en los Vosgos.

—Por eso me decía yo: "Conozco a Pelisson." Y me acuerdo Perfectamente de la señora Pelisson, a cuyo lado he comido en Saint-Dié, adonde fui para inaugurar un monumento. ¿Comprende usted?...

—¿Y qué tal de aspecto la señora Pelisson?

—Es pequeñita. morena, delgada. Delgada... en apariencia.

Por la calle, con el cuello del vestido cerrado, nadie se fija en ella; no abulta nada; pero de noche, vestida para la mesa con el escote abierto y guarnecido con flores está muy agradable, muy apetecible.

—¿Y moralmente, general?

—¿Moralmente? No me acuerdo. Yo no debo de ser un imbécil, ¿eh? y, sin embargo, nunca he comprendido ni una jota de moralidad femenina. Sí me parece que la tachaban de un exagerado sentimentalismo... y de inclinaciones manifiestas hacia los buenos mozos.

—¿Las dejó traslucir con usted, general?

—En modo alguno. A los postres me dijo: "La oratoria es lo que me divierte más; un discurso brillante, un lenguaje florido me cautivan." No pude adivinar en esto una insinuación. Es verdad que yo había pronunciado por la mañana un discursito; pero me lo había redactado mi ayudante, oficial de Artillería, miope. Lo escribió con una letra tan pequeña, que me costaba trabajo leer. ¿Comprende usted...?

Llegaban a la plaza Vendóme. Delarbre tendió al general su mano esquelética y entró en el ministerio.

* * *

A la semana siguiente, terminado el Consejo, cuando los ministros se retiraban, el emperador apoyó su diestra en un hombro del ministro de Justicia, y le dijo:

—Mi estimado señor Delarbre, por casualidad, he sabido (en mi posición, sólo por casualidad llega uno a enterarse de algo) que una plaza de juez suplente queda vacante en la Audiencia de Nantes. Le ruego que tenga presente, cuar.do provea dicha plaza, el nombre de un joven doctor en Derecho, que demostró una inteligencia y un estudio nada vulgares en su tesis doctoral acerca de las Trade's Unions. Se llama Chanot, sobrino de la señora Ramel. Si hoy le pide audiencia, como supongo, me complacerá usted recibiéndolo y esperanzándolo. Y si me propone usted su nombramiento, lo firmaré con gusto.

El emperador había pronunciado con ternura el nombre de su hermana de leche, a la cual siempre tuvo cariño, mientras ella, republicana contumaz, había rehusado todos los ofrecimientos del señor, y, viuda pobre, indignábase libremente (careciendo en su buhardilla de todo) contra el golpe de Estado. Pero transcurridos quince años, cediendo al fin, a la obstinada benevolencia de Napoleón III, fue como signo de reconciliación, a solicitar del príncipe una gracia, no para ella, sino para un joven sobrino, Chanot, doctor en Derecho y orgullo de la Universidad. según el testimonio de sus catedráticos.

Lo que la señora Ramel solicitaba de su hermano de leche no era un favor excesivo. Abrir la carrera judicial a un joven inteligente y digno como Chanot, a nadie podía parecerle un paso violento, un atropello, una imposición autoritaria e injusta. La señora Ramel deseaba solamente que fuera enviado su sobrino al departamento del Loire Inferior, porque allí vivían sus padres. Hasta ese detalle comunicó Napoleón III al ministro de Justicia.

—Conviene mucho —dijo— que a mi recomendado se le conceda la vacante de Nantes, porque allí tiene su familia. Esta circunstancia es de interés para un joven de pocos recursos pecuniarios y de vida metódica.

"Chanot..., inteligente, laborioso, pobre...", murmuró el ministro.

Y añadió que inmediatamente quedaría complacido el deseo expresado por su majestad. Sólo temía que le hubiese propuesto ya un sustituto el fiscal de la Audiencia de Nantes, y no era lógico prometerse que se le hubiera ocurrido proponer a Chanot. El fiscal de la Audiencia de Nantes era, precisamente, Mereau, de quien hablaron en el Consejo anterior. El ministro de Justicia no quería contrariarle, pues bastante le contrariaban sus desdichas y la impertinencia del prefecto; pero haría todo lo posible para que se resolviese el asunto conforme al deseo expresado por su majestad.

Haciendo un saludo reverente, pidió permiso para retirarse. Aquel día lo era de audiencia en su ministerio. Al entrar en el despacho preguntó a Labarthe, su secretario, si había mucho público aguardándole. Había dos presidentes de Sala, un magistrado del Tribunal Supremo, el cardenal-arzobispo de Nicomedie y una muchedumbre de jueces, abogados y sacerdotes. Preguntó el ministro si estaba entre todos el abogado Chanot. Labarthe repasando las tarjetas, encontró, al fin, la de Chanot, doctor en Derecho, premiado por la Facultad de Derecho de París. El ministro diole preferencia, recomendando que lo hicieran pasar por los corredores de servicio, sin que nadie pudiera notarlo y hubiese pretexto de molestias entre la magistratura y el clero.

Al ocupar el ministro su poltrona reflexionó las palabras del general: "...Cierto sentimentalismo... Admiraciones manifiestas hacia los buenos mozos... Que hablen un lenguaje florido..."

El portero introdujo en el despacho a un joven larguirucho, encorvado y con lentes, de frente despejada y cráneo capaz, cuyo aspecto, falto de toda gallardía, revelaba las timideces del solitario y las audacias del pensador.

Examinándolo de pies a cabeza, el ministro de Justicia reparó en sus mejillas de niño, en su estrecha espalda y en sus hombros débiles. Indicóle que podía sentarse, y el pretendiente apoyando apenas las nalgas en un sillón, cerró los ojos al comenzar con desenvoltura su abundante discurso.

—Excelentísimo señor, vengo a solicitar de su mucha benevolencia la entrada en la carrera judicial. Acaso el señor ministro juzgue suficientes méritos para esta pretensión los diplomas obtenidos durante mi carrera y el premio que me otorgó la Universidad por mi tesis del doctorado, en la cual hice un estudio acerca de las Trade's Unions; tal vez considere al propio tiempo atendible mi parentesco próximo con la señora Ramel, hermana de leche del emperador.

El ministro le interrumpió, levantando su manecita flaca y amarillenta.

—Sin duda, señor Chanot, sin duda; una protección tan elevada y su propio saber, demostrado en sus triunfos universitarios, le favorecen. Ya tengo noticia de lo mucho que se interesa por usted el emperador. Vamos a cuentas, y precisemos bien, señor Chanot; usted pide una plaza de juez suplente, ¿no es eso?

—El señor ministro —se apresuró a decir Chanot— colmará todas mis ambiciones nombrándome juez suplente de la Audiencia de Nantes, en cuya ciudad vive mi familia.

Delarbre clavó en Chanot sus pupilas de plomo, y dijo secamente:

—No hay vacante alguna en la Audiencia de Nantes.

—Perdone su excelencia, yo me había enterado...

El ministro se puso en pie.

—Allí no hay vacante que ocupar.

Y mientras Chanot, retirándose desconcertado, hacía reverencias y buscaba la salida entre los cortinajes blancos, el ministro le dirigió en tono persuasivo y casi confidencial, estas palabras:

—Le aconsejo, señor Chanot, que procure convencer a la señora Ramel, evitando en absoluto repetidas e insistentes recomendaciones, que pudieran, al cabo, perjudicarle más que favorecerle. Para su tranquilidad, sepa que tiene usted en el emperador un decidido apoyo, y que yo he de servirle también en cuanto pueda.

Libre ya del pretendiente, llamó el ministro al secretario:

—Labarthe, haga entrar a su recomendado.

* * *

A las ocho de la noche, Labarthe se metió en su casa de la calle de Jacob, y, subiendo hasta lo más alto de la escalera, dijo a voces:

-¡Apresúrate, Lespardat!

Se abrió la puerta de una buhardilla. Sobre un estante se amontonaban algunos libros de Derecho y novelas deshojadas; había sobre la cama una careta de terciopelo negro con barba je puntilla, un ramo de violetas marchitas y dos floretes; pendiente de la pared, un retrato de Mirabeau, grabado en madera, poco artístico; en el centro de la habitación hacía gimnasia, con pesas de hierro, un poven fornido, moreno, de cabellos encrespados, fosca y estrecha frente, ojos pardos muy dulces y risueños, nariz palpitante, como las narices de los caballos, y boca de labios rojos, entreabiertos por una tirantez agradable, que le permitía lucir sus dientes de lobo.

—Te aguardaba —dijo.

—Labarthe se impacientó; ya tenía mucho apetito. ¿A qué hora iban a comer?

Lespardat, después de soltar las pesas de hierro en un rincón, se quitó la chaqueta, descubriendo su hercúleo cogote, que sujetaba la cabeza, redonda, sobre los anchos hombros.

"Debe de tener lo menos veintiséis años", pensó Labarthe.

Así que se hubo puesto Lespardat un traje de paño, tan delgado que moldeaba las contracciones fáciles y briosas de los músculos, Labarthe le dio prisa, empujándolo hacia la escalera.

—En tres minutos llegaremos a casa de Magny. He traído el coche del ministerio.

En el figón pidieron un reservado, porque, teniendo que hablar, querían verse libres de curiosos.

Después de comer unos lenguaditos y cordero asado, Labarthe abordó el asunto de frente:

—Oyeme bien, Lespardat: mañana te presentaré al ministro; el jueves propondré tu nombramiento al fiscal de la Audiencia de Nantes, y el lunes lo firmará el emperador. Se lo presentarán cuando esté tratando con Alfredo Maury de cómo se determina el emplazamiento de Alesia. El emperador firma todo lo Que se le pone delante mientras las investigaciones topográficas de la Galia en tiempo de César absorben su atención. Pero fíjate en tu misión verdadera: es preciso que seduzcas a la señora del prefecto, y que vuestros amores alcancen la necesaria publicidad. Sólo así quedará vengada la magistratura.

Lespardat se atracaba y oía, satisfecho, sonriente, rebosando ingenua fatuidad. Al fin, dijo:

—¿Cómo ha podido germinar semejante idea en el cerebro del señor Delarbre? Yo le juzgaba piadoso y austero.

Empuñando en su diestra el cuchillo, Labarthe le contestó:

—Lo primero que te corresponde, amigo mío, es ignorar en absoluto si lo que te propongo es o no es idea del ministro; no ser indiscreto. Nosotros lo convenimos, y en paz. El ministro es ajeno a esta intriga. Pero, ya que nombras a Delarbre, te participo que su austeridad es puramente jansenista. Es, en segundo grado, sobrino del diácono de París, y su tío materno era el señor Carré de Montgeron, que tuvo agallas para defender ante un Parlamento a los convulsivos fanáticos del claustro de San Medardo. Has de saber que los jansenistas ejercen con frecuencia su austeridad en el secreto de las alcobas; tienen predilección por las bribonerías diplomáticas y canónicas. Debe de ser el resultado natural de su absoluta pureza. También se preocupan mucho de estudiar la Biblia, y en el Antiguo Testamento hay bastantes historias análogas a la que te propongo, y en la que serás el héroe, mi querido Lespardat.

Lespardat no escuchaba; divagando en su íntima y Cándida satisfacción, preguntábase: "¿Qué dirá mi padre? ¿Qué dirá mi madre?", ansioso de sentir cómo juzgarían aquel rápido encumbramiento. Sus padres eran tenderos, presuntuosos y sin recursos, en Agen, y su naciente fortuna le parecía como un remedo, como una sombra de Mirabeau, su predilecto entre todos los hombres famosos. Desde niño había soñado en un futuro compartido entre la oratoria y el amor; en una celebridad sostenida por el goce de las mujeres y por las fogosidades de los discursos.

Labarthe sacó a Lespardat de su abstracción con estas interesantes reflexiones:

—Ya sabes, al ser nombrado juez suplente, que no se trata de un destino inamovible. Y si en un cierto plazo no consiguieras los favores de la señora Pelisson, "los últimos favores", como dicen los poetas, ostensiblemente acordados, podrías despedirte para siempre de la carrera judicial y de todas las ventajas que ahora se te brindan.

—Pero dime —preguntó, candorosamente, Lespardat—: ¿qué tiempo me concedéis para seducir a la señora Pelisson y dar a mi triunfo la publicidad conveniente?

—Hasta las vacaciones —respondió con gravedad el secretario del ministro—. Además, te ofrecemos todas las facilidades apetecibles: comisiones reservadas, licencias, etcétera, etcétera. Todo lo que no sea dinero. Dinero, no. Aun cuando la gente lo ponga en duda, este Gobierno es honrado. Algún día será notorio que no vivimos de la trampa. Delarbre, ya lo ves, tiene las manos muy limpias. Además, dispone sólo de un presupuesto de gastos secretos el ministro del Interior, el del marido. Has de limitarte a tus dos mil cuatrocientos francos de sueldo y a tus atractivos personales para seducir a la señora Pelisson.

—¿Es bonita la señora? —interrogó Lespardat.

Hizo esta pregunta sencillamente, sin exagerar la importancia que pudiera tener, tranquilo, como un joven para el cual todas las mujeres tienen algún encanto. Queriendo responderle de un modo persuasivo, puso Labarthe sobre la mesa la fotografía de una mujer delgada, con sombrerillo redondo y pelo abundante.

—Ahí tienes el retrato de la señora Pelisson. Lo pedimos a la Prefectura de Policía, que nos lo envió marcado con el sello del Servicio de Seguridad, como puedes ver.

Lespardat lo cogió con ansia entre sus robustos dedos.

—Me parece bastante bonita —dijo, contemplándola.

—¿Meditaste algún plan? ¿Algún sistema lógico de seducción inevitable? —preguntó Labarthe.

—Ninguno —respondió tranquilamente Lespardat.

Labarthe, que presumía de intelectual, indicó la conveniencia de llevarlo todo bien calculado, prevenido y dispuesto, para no dejarse, a última hora, sorprender por circunstancias imprevistas.

—Por ejemplo —añadió—: te invitarán a los bailes de la Prefectura, y debes aprovechar en ellos todas las ocasiones que te aproximen a la señora Pelisson. ¿Bailas bien? A verlo.

Cogiendo una silla para que le sirviera de pareja, Lespardat, que ofrecía el aspecto de un oso amaestrado y amable, dio unas vueltas de vals.

Labarthe lo contemplaba minuciosamente a través de su monóculo.

—Bailas con dificultad, con pesadez, sin la gentileza irresistible que...

—Mirabeau bailaba desastrosamente —objetó Lespardat.

—Sin duda —insinuó Labarthe—, bailarás mejor ciñendo a una señora que agarrado a una silla.

Cuando avanzaban por la calle de Contrescarpe, húmeda y estrecha, se cruzaron con varias mozas de placer, que iban y venían de las cuatro calles de Buci a las tabernas de la calle Dauphine. Al tropezar una de las infelices, fatigada, triste, llena de barro, con Lespardat, a la luz de un farol, agarróla el mozo Por la cintura, bruscamente, y dio con ella —sosteniéndola casi en vilo sobre las aceras cubiertas de barro— dos vueltas de vals antes de que la mujer se diera cuenta de lo que la sucedía.

Recobrada pronto de su asombro, comenzó a proferir insultos groseros contra su pareja, que no la soltaba, obligándola, con impulso irresistible, a valsar, metiendo los pies en los charcos del arroyo. El propio Lespardat hacía también de orquesta, lanzando al aire su voz de barítono, vibrante y avasalladora como una charanga. Giraban con tantísima rapidez, que, salpicados por completo de agua y de lodo, tropezaban en las varas de los coches y sentían junto al cuello la respiración ardiente de los caballos. Habiéndose rendido, al fin. la mujer, ya sin cólera, se abandonó dulcemente, y, apoyando la cabeza en el pecho del hombre, le murmuró al oído:

—Eres un guapo mozo. Las mujeres te querrán mucho, ¿eh?

—Basta: ya me convenciste, amigo —exclamó Labarthe—. Suspende la danza, que pudiera conducirte a la Prevención. ¡Estoy seguro de que vengarás a la magistratura!

Cuatro meses después, a la dorada luz de un día de septiembre, pasando el señor ministro de Justicia y Cultos por los soportales de Rívoli, en compañía de su secretario, reconoció a Lespardat, juez suplente de la Audiencia de Nantes, mientras el joven abogado entraba muy de prisa en el palacio del Louvre.

—Labarthe —preguntó el ministro—, ¿tenía usted noticia de que su recomendado está en París? Por lo visto, ¿no hay nada que lo retenga en Nantes? Hace tiempo que no me comunica usted notas confidenciales, dando cuenta de su comportamiento. Sus primeras gallardías me interesaron; pero ignoro aún si justifica el favorable concepto que a usted le merece.

Labarthe defendió a su amigo, recordando al ministro que Lespardat estaba en París con licencia, que se había conquistado en Nantes la confianza de sus superiores jerárquicos y que había conseguido establecer amistosas y frecuentes relaciones con el prefecto.

—Hasta el punto —añadía— que ya no se hace allí nada en que no intervenga directamente Lespardat; él ha organizado los conciertos de la Prefectura.

Discurrían así el ministro y el secretario mientras avanzaban hacia la calle de la Paz, bajo los soportales, deteniéndose de cuando en cuando para ver las muestras de los fotógrafos.

—Hay demasiadas y escandalosas desnudeces en estos escaparates —dijo el ministro—-. Será necesario reprimir los abusos, limitando las autorizaciones para exponer fotografías en público. Los extranjeros nos juzgan por las apariencias, semejantes espectáculos nos hacen desmerecer ante sus ojos, contribuyendo a formar opiniones desfavorables acerca del país y del régimen.

Cuando llegaban a una esquina de la calle de la Escalera, Labarthe advirtió al ministro de Justicia y Cultos para que se fijara en una señora encubierta y apresurada que iba en dirección opuesta. Examinándola minuciosamente al pasar junto a ellos, el ministro la juzgó bastante vulgar, demasiado menuda y sin elegancia.

—Ni un calzado primoroso —dijo—. Nada que acredite gusto ni distinción. Es una provinciana.

—Precisamente, por eso mismo se la hice notar a su excelencia, que 110 se ha equivocado al juzgarla. Es la señora Pelisson.

Al oir este nombre, interesándose, volvió el ministro la cabeza, y tuvo intención de retroceder para seguir a la señora. No se atrevió, contenido por un vago sentimiento de dignidad; pero advertíase todo su prurito curioso en su mirada.

Labarthe le animó:

—Juraría, señor ministro, que sé adonde va, y es muy cerca de aquí.

Retrocedieron, apresurando su andar, y observaron que la señora Pelisson avanzaba por los soportales, dirigiéndose a la plaza del Palais-Royal; que una vez allí, mirando a derecha e izquierda con inquietud notoria, decidióse y entró en el palacio del Louvre.

Una sonrisa muy alegre retozó en los labios del ministro. Chisporrotearon sus ojos plomizos, y pronunció entre dientes una frase, más adivinada que oída por el secretario:

—¡La magistratura está vengada!

Habiendo fijado su residencia en Fontainebleau, aquel mismo día el emperador fumaba cigarrillos en la biblioteca del palacio. Inmóvil, con la expresión melancólica de una ave marítima, estaba reclinado en el armario donde se conserva la cota de mallas de Monaldeschi.

Viollet-le-Duc y Mérimée, sus dos íntimos, lo acompañaban.

Hizo esta pregunta:

—Señor Merimée, ¿por que le gustan con preferencia las obras de Brantóme?

—Señor —contestóle Mérimée—, veo en esas obras el espíritu de la raza francesa, todo lo bueno y todo lo malo del carácter nacional, que decae y empeora cuando falta un jefe que guíe hacia un fin glorioso.

—¿De veras —dijo el emperador— las obras de Brantóme revelan eso?

—Y también revelan —añadió Mérimée— la influencia de las mujeres en los negocios del Estado.

La señora Ramel entró en la galería. Napoleón había ordenado que la dejaran llegar hasta él siempre que se presentase. Viendo a su hermana de leche, iluminó su rostro macilento y rígido, con una mueca de alegría.

—Mi estimada señora Ramel —dijo, acercándose a ella—, ¿qué le escribe de Nantes aquel sobrino suyo? ¿Está satisfecho?

—¿Ignora vuestra majestad que la vacante fue para otro? dijo la señora Ramel.

—No lo comprendo —murmuró el soberano, pensativo.

Después, apoyando su diestra en un hombro del académico, dijo:

—Señor Mérimée, suponen que mi voluntad gobierna en Francia, que rige, acaso, los destinos del mundo, y no puedo conseguir, con todo mi empeño, nombrar un juez suplente, de sexta clase y con un haber de dos mil cuatrocientos francos...