El olmo del paseo: XVII

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El olmo del paseo de Anatole France
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XVII

Junto al postigo de casa Rondonneau, el prefecto miró hacia la derecha y hacia la izquierda, temeroso de ser espiado. No ignoraba las murmuraciones de la ciudad, suponiéndole galanteos a la sombra de la platería, y asegurando que la señora Lacarelle iba de tapadillo a la casa del platero, por otro nombre Casa de los Dos Sátiros. Le agriaban el humor esas mezquindades; pero le roía un disgusto de más importancia: un diario conservador, El Liberal, que siempre tuvo delicadezas para juzgar sus gestiones, de pronto le atacaba con motivo de los presupuestos, afirmando que se incluían solapadamente los gastos de la campaña electoral.

Worms-Clavelin era hombre de una honradez intachable. Respetaba el dinero, por el cual sentía cariño y veneración. Los "valores" inspirábanle un sentimiento casi religioso, como a los perros la luna. Profesaba la religión de la riqueza.

Su presupuesto aparecía honradamente confeccionado. Aparte de ciertas irregularidades imprescindibles, impuestas por la mala organización administrativa y comunes a todo el mecanismo de la República, no era reprochable. Worms-Clavelin estaba convencido, seguro, satisfecho de su integridad; pero los ataques de la Prensa lo impacientaban. La violencia de sus adversarios y el encono de los partidos, cuyas fuerzas creyó haber neutralizado, entristecían su alma. Era para él una decepción dolorosa no conseguir la condescendencia de los conservadores, preferida en su fuero interno a la confianza de los republicanos. Y era preciso inspirar a El Faro réplicas hábiles y contundentes, dirigir una polémica viva y larga tal vez. Semejante reflexión, turbando la profunda pereza de su espíritu, alarmaba su prudencia, que veía en todo impulso un origen de peligros. Por eso estaba de mal talante y usó una desacostumbrada sequedad al dirigirse a Rondonneau preguntando por el padre Guitrel, que no había llegado aún. El señor Worms-Clavelin quiso distraerse fumando y leyendo un periódico; pero ni las ideas políticas ni el humo del tabaco pudieron borrar las imágenes tormentosas que le desalentaban. Leyendo y fumando sólo tenía Presentes los ataques de El Liberal. ¡Una conversión! En toda la ciudad no había cincuenta personas que supiesen lo que significa la palabra; sin embargo, todos los imbéciles del departamento repetían con gravedad la frase del periódico: "Sentimos lúe no se decida el señor prefecto a romper con la práctica detestable y punible de las conversiones." Meditó. La ceniza del cigarro le caía en el chaleco. Se propuso atar cabos: "¿Por qué me ataca El Liberal? Apoyé siempre su candidatura. En mi departamento es donde un mayor número de adictos ejerce funciones electorales." Y volviendo la hoja, seguía echando cuentas: "No he ocultado el déficit. Las cantidades concedidas para diferentes créditos no se han invertido en otros gastos. No saben leer un presupuesto y, además, tienen mala intención." Resignado, encogióse de hombros; olvidóse de sacudir la ceniza del cigarro, que le caía sobre la pechera, y se abstrajo en su lectura.

El periódico daba, entre otras, la siguiente noticia:

"Un horrible incendio producido en un barrio de Tobolsk, haciendo pasto de las llamas sesenta casas de madera, ha dejado sin hogar y sin recursos a más de cien familias."

El prefecto Worms-Clavelin lanzó un suspiro profundo, algo así como un desahogo triunfal, y dando un puntapié al mostrador del platero, dijo:

—Tobolsk debe de ser una ciudad rusa, ¿eh?

Rondonneau, levantando su cabeza, inocente y calva, respondió que Tobolsk era, efectivamente, una ciudad rusa, de la Rusia asiática.

—¡Divino! —exclamó el prefecto Worms-Clavelin—. Daremos una fiesta para socorrer a las víctimas del horrible incendio que ha devorado sesenta casas en Tobolsk.

Y añadió entre dientes:

—Les enjareto una fiesta rusa... Motivos de conversación... Y no volverán a ocuparse de los presupuestos.

El padre Guitrel, con la mirada inquieta y el sombrero bajo el brazo, entró en el almacén de platería.

—¿Sabe usted, señor cura —le dijo el prefecto—, que, a ruego de muchas gentes piadosas, autorizo una fiesta para socorrer a las víctimas del incendio de Tobolsk: concierto, funciones de gala, tómbola, venta de caridad, etcétera, etcétera? Espero que la Iglesia no dejará de asociarse a tan caritativo propósito.

—La Iglesia, señor prefecto —respondió el padre Guitrel—, tiene las manos llenas de consuelos para los afligidos que la invocan. Y nuestras oraciones...

—A propósito, señor cura; el asunto no marcha. Vengo de París, y en las oficinas del ministerio me han dado malas noticias. Malas, malas. Por de pronto, se reúnen dieciocho pretendientes.

—¿Dieciocho...?

—Sí; dieciocho candidatos a la sede vacante de Tourcoing. Es el primero el padre Olivet, párroco de una de las más ricas iglesias de París, candidato del presidente; le sigue luego el padre Lavardin, vicario general en Grenoble, contando con el apoyo de la Nunciatura.

—No conozco los méritos del padre Lavardin, que, sin duda, son muchos; pero no le creo candidato de la Nunciatura. Es posible que tenga el nuncio su candidato; pero nadie puede sospechar quién sea, porque la Nunciatura no solicita favor para sus protegidos: los impone.

—¡Ah, señor cura! ¿El nuncio se cree una potencia?

—Señor prefecto, no es el nuncio, es la tradición secular que le ofrece apoyo. Es una fuerza, señor prefecto, una fuerza enorme.

—¡Sí, sí! Decíamos que hay candidato de la Presidencia y candidato de la Nunciatura. También hay candidato del cardenal-arzobispo, monseñor Charlot. Al principio creí que se trataba de usted; pero no; el candidato del arzobispo es otro. ¿A que no adivina usted quién? Apuesto a que no lo adivina.

—Será mejor que no apueste, señor prefecto; no apueste, porque perdería. Monseñor propone a su vicario general, el padre Goulet.

—¿Usted lo ha sabido antes que yo?

—Su eminencia teme que le nombren un coadjutor; lo teme tanto, que amarga con ese pensamiento su vejez augusta y serena. Teme que la presencia del padre Goulet en el arzobispado provoque la designación, recayendo en tan digno eclesiástico, que lo merece por sus virtudes y por el dominio que tiene de los asuntos de la diócesis. Monseñor, además, desea verse libre de su vicario, porque, figurando la familia del padre Goulet entre las más encopetadas y antiguas de la región, el digno sacerdote brilla en sociedad con distinciones que ofuscan a su eminencia. ¡Es lástima que a monseñor no le halague ser como San Pablo, hijo de un humilde tapicero!

—Ya sabe usted que también está propuesto el padre Lantaigne. Le ayuda el general Cartier de Chalmot. Y el general Cartier de Chalmot, a pesar de sus opiniones clericales y reaccionarias, tiene mucho arraigo en el Gobierno. Se le considera como uno de los más inteligentes y de los más hábiles, una de las primeras figuras del ejército. Sus opiniones, en las actuales circunstancias, más le favorecen que le perjudican. De un Ministerio de concentración, los reaccionarios obtienen cuanto les place. Sirven de balancín para sostener el equilibrio, y, además, el convenio de alianza con Rusia y la visita del emperador obligan a restaurar los viejos prestigios del ejército y de la aristocracia. Estimulamos la República imponiéndola cierta distinción intelectual y mundana. Una tendencia de autoridad y estabilidad se afirma. A pesar de todo, no veo en favor del padre Lantaigne muchas probabilidades. Yo di malísimos informes, presentándolo como un realista de acción, poniendo muy de relieve su intransigencia y su altivo carácter. En cambio, hice de usted un retrato de maestro, en el cual resaltaba la moderación de sus costumbres y su flexibilidad, su política prudente y su respeto a las instituciones republicanas.

—Quisiera tener ocasión de probarle cuán obligado me dejan sus caritativos elogios. Y ... ¿qué opinaban, señor prefecto?

—¿Qué opinaban? ¡Prepárese a escucharlo! "Conocemos —decían— otros eclesiásticos del mismo corte de su padre Guitrel. En cuanto pescan la mitra son peores que los demás, y nos contradicen con rudo empeño."

—¿Es posible, señor prefecto, que opinen así en regiones elevadas?

—¡Y tan posible! ¡Me dijeron más aún! Oiga usted las palabras de un influyente personaje: "No me gustan para obispos los candidatos que rinden culto exagerado a nuestras instituciones. Si mi opinión prevaleciera, siempre nombraríamos 'de los otros'. Preferir en el orden civil y político los funcionarios más afectos al régimen, los más entusiastas, me parece bien. Pero no hay eclesiásticos afectos ni entusiastas de la República. Para evitar disgustos, deben preferirse los más honrados."

Y el señor Worms-Clavelin, tirando la colilla de su cigarro, terminó con estas palabras:

—Ya ve usted, señor cura, que sus asuntos no marchan.

El padre Guitrel balbuceó:

—No adivino, señor prefecto, no adivino qué pudo impresionar su ánimo en esas frases que me repite, produciendo en su espíritu ese... desaliento. A mí, esas frases me hubieran inspirado... confianza.

El señor Worms-Clavelin, mientras encendía otro cigarro, dijo, riendo:

—¿Y si tuviesen razón?... No se intranquilice; no lo abandono, señor cura. Vamos a ver: ¿de qué fuerzas disponemos?

Abrió la mano izquierda para contar por los dedos.

Y reflexionaron.

Estaban de su parte: un senador, que aleteaba ya, libre de las consecuencias del escándalo último; un general retirado, político y publicista; el obispo de Ecbatane, muy estimado en el mundo artístico, y Teófilo Mayer, el amigo de todos los ministros.

—Señor cura —exclamó el prefecto—, no tiene usted más que metralla.

El padre Guitrel soportaba esas bromas, pero no le hacían gracia ninguna. Mirando al prefecto con los ojos tristes, cariacontecido, apretó sus labios.

El señor Worms-Clavelin, que no se gozaba en el mal ajeno, quiso animar al viejo sacerdote diciéndole:

—¡Vaya!, no son tan malos protectores. Y... ¡cuente con el apoyo de mi mujer! Ella se basta y se sobra, como se la meta en el moño, para consagrar a un obispo.


FIN DE "EL OLMO DEL PASEO"