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El oso mayor

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El oso mayor
de Leopoldo Alas


Servando Guardiola dejó caer el libro, una novela francesa, sobre el embozo de la cama; apoyó bien la nuca en la almohada, estiró los brazos con delicia de dilettante de la pereza... y bostezó, sin hastío, sin sueño -acababa de dormir diez horas-, sin hambre -acababa de tomar chocolate-; saboreando el bostezo, poniendo en él algo de oración al dios de la galbana, que alguno ha de tener.

Dejaba caer el libro para continuar deleitándose con las propias ideas y las queridas familiares imágenes, mucho más interesantes que la lectura que le había sugerido, por comparación, mil recuerdos, mil reflexiones.

Se sentía superior al libro, con una inadvertida complacencia.

Era el volumen pequeño, elegante, coquetón, de un autor joven, de moda, de los pervertidos, jefe de escuela, un jeune maître próximo ya a la Academia y que iba cansándose de su especialidad, el amor con quintas esencias y lo quería convertir en extraña filosofía austera, de austeridad falsa, llena de inquietud y sobresalto.

Todavía aquel poeta del vicio parisiense, que tantas depravaciones eróticas había pintado, casi inventado, continuaba en esta reciente obra, por tesón de escuela, por costumbre, acaso por espíritu mercantil, buscando nuevos espasmos del placer; pero lo hacía con evidente disgusto ya, cansado de repetirse, empleando por rutina, ahora, las frases gráficas, fuertes, audaces, que en otro tiempo habían sido el triunfo principal de su estilo nervioso.

Todo aquello le sabía a puchero de enfermo a Servando, gran lector ahora de clásicos, que estaba descubriendo la historia en los autores célebres antiguos, aquellos de que todos hablan y que en nuestro tiempo casi nadie los tiene para leer. Él sí, los leía, los saboreaba; ¡qué de cosas decían que no habían hecho constar los comentaristas más minuciosos!

¡Qué mayor novedad que leer de veras a uno de esos maestros antiguos!

Y en cuanto a las novedades de caprichosa y misteriosa voluptuosidad que el autor francés encontraba a cada paso en ciertos antros del vicio de la gran capital, ¡qué poca admiración le causaban a Guardiola, que algo conocía y todo lo demás del género lo daba por visto y condenado en nombre, no ya de la moral, del buen sentido estético y hasta del mero egoísmo sensual y utilitario!

Le halagaba, sin darse él cuenta, el verse tan fuera y por encima de todo snobismo concupiscente; y esto, sin pretender perfecciones morales de que, ¡ay!, sabía él, definitivamente, que estaba muy lejos.

Había vivido bastante en Madrid, en Sevilla; conocía por experiencia la vida poco edificante del París menos original acaso, el del vicio... y conocía además el gran mundo de las concupiscencias intelectuales, las grandes farsas de la pseudofilosofía, de la ciencia preocupada por unos cuantos postulados ilegítimos, y soberbia en sus deleznables conclusiones.

Pero estaba lejos de ser un escéptico, ni de la vida, ni de la ciencia. Le repugnaba la clasificación de los sistemas en pesimistas y optimistas, y le placía ver de qué grotesca manera el telégrafo y la prensa van deshaciendo el sentido de estas palabras, optimismo, pesimismo, que jamás debieron servir para clasificar ni calificar filosofías.

Y pensaba Servando aquella mañana fría, húmeda, de cielo gris, para él tibia, seca, de cielo de plata, entre el calor de las sábanas, con la chimenea encendida en el próximo gabinete, pensaba que era necia pretensión la de aquellos autores de las populosas capitales empeñados en pasmar al mundo, a la provincia con la perversión febril de las acumulaciones del rebaño humano en los grandes centros.

¿Qué hacía París, que no hubieran hecho Babilonia, Antioquía, Síbaris, Roma y tantas otras ilustres corruptoras de la antigüedad remota?

¡Provinciano! Él se sentía profundamente provinciano. Ni corte, ni cortijo; quería su ciudad adormecida, con yerba en algunas calles, con resonancias en los atrios solitarios, con paseos por las largas carreteras, orladas de álamos... sin gente.

Allá, a lo lejos, se distinguen dos, tres, cuatro puntos... se mueven, avanzan, se acercan... ¿será ella? ¿Quién era ella?... Una mujer; la mujer, cualquiera; pero toda una mujer; respetable, idealizada... la manzana de ceniza, tal vez, que... no se monda.

El amor era eso... hacer el oso. ¡Siempre el oso! Nada más que eso. Es claro que, en la juventud primera, Servando había amado con fuerza, creyendo; idealizando siempre, pero deseando, esperando. Pero con aquello no había que contar... Aquellos paraísos perdidos no aguardaban redención; no volvían. Eso es, pasa, no vuelve... Hasta acordarse de ello hace daño. A otra cosa. Los ojos, los ojos a distancia. No había más.

El oso, el verdadero, el tenaz, es provinciano. Sin saber por qué a punto fijo, Servando comprendía el amor del oso provinciano, sin mañana, porque mañana es como hoy, sin finalidad, como el arte, según Kant, el fin sin fin, le comparaba a los cánticos del coro de los canónigos en la catedral.

Aquel alabar a Dios por costumbre, por deber, por oficio, sin arrebatos líricos, con respeto, con más somnolencia que misticismo, se parecía al oso eterno, a que él se consagraba en la calle, en el paseo, en el teatro, en el baile. Los canónigos alaban a Dios sin acordarse de la recíproca; no esperan, por lo regular, ninguna recompensa sobrenatural por la justa corte que hacen al Señor.

Tampoco Servando esperaba nada de la mujer a quien miraba de lejos con una constancia que sólo tiene el vacío.

En su pueblo, en su vieja y aburrida ciudad querida, mansión propicia para filósofos previamente desencantados, había notado Guardiola que mucha clase de relaciones sociales se parecían a las del oso por la falta de comunicación oral o escrita entre personas y personas.

Años y años veía él ciertos convecinos a quienes no trataba, porque no había habido ocasión para ello, ni deseo de lograrla; los veía todos, todos los días; sabía su vida entera, sus costumbres, sus gustos; eran para él imágenes familiares, que le cansaban por lo repetidas, y que, no obstante, contribuían a la plácida sensación de bienestar local que sólo en su pueblo satisfacía.

Se estimaban sin decírselo, sin saberlo, él y aquellos desconocidos que conocía como a hermanos; y sin embargo, jamás cruzó palabra ni un saludo. No había ocasión.

A lo mejor una gacetilla anunciaba la grave enfermedad de aquel señor a quien, en efecto, Servando había notado un poco alicaído... Al obscurecer, una campanilla; el Viático. A veces Guardiola llevaba el Señor al enfermo... ¡Uno menos! Moría aquel convecino a quien jamás había hablado... Y dejaba un vacío. Y así otros, y otros. Y parecía nada, y sin embargo, la tristeza, la soledad que iba encontrando en el teatro, en los paseos solemnes de los días de fiesta no era causada exclusivamente por la edad que se le echaba encima; también contribuía a aislarle aquella ausencia de los desconocidos familiares, con quien no había hablado nunca.

¿Y las desconocidas? ¡Los osos, sin palabras y que duraban años y años! ¡Cuántos ideales de aquellos había visto Servando envejecer!

Había amado ya a cuatro o cinco generaciones. Ahora idealizaba las nietas de sus Beatrices de los quince años. Con una indiferencia perfectamente natural y espontánea, lanzaba al olvido los ideales que se hicieron viejos. No había crueldad ni inconstancia en este proceder, porque ya se ha dicho que el oso era una finalidad sin fin.

Ni había que sacarle consecuencias de las que suelen pedir los demás amores, los utilitarios. Ni matrimonio, ni logro, ni celos, ni perfidia, ni cansancio, ni hastío... El oso no acababa hasta que llegaba la imposibilidad fisiológica de darle un parecido con el amor. Además los osos antes de hacerse del todo viejos, sabían desaparecer. Casi todos se convertían en madres honradas que salían poco de casa y sólo pensaban en los hijos. Cada primavera traía su juventud y ¡quién se acordaba de las hojas de otoño!

El amor así era compatible con toda clase de ocupaciones y preocupaciones. Servando había sido una porción de cosas, dándoles importancia, y sin dejar de hacer el oso de aquella manera. Político, algo beato, casado, viudo..., todo eso había sido y nada de ello tenía que ver con el oso; cosa aparte.

Cuando le empezó a salir la pata de gallo, llevaba diez o doce años de mirar a una marquesita muy mona, muy lánguida, casada con un cacique terrible del partido liberal.

La había conocido cuando ella, niña todavía, jugaba al aro, y a saltar la cuerda en el paseo principal. Desde entonces empezó a mirarla como a todas. Y ella a él, como a todos.

El oso en estos pueblos aburridos es propiedad ideal de la comunidad, casi, casi corre con él el Ayuntamiento. Todas miran a todos, y viceversa.

La marquesita pálida, interesante, esbelta, era un alma de Dios; fiel a su esposo, como era respetuosa con su madre; se había casado porque sí, y hacía el oso lo mismo, porque lo veía hacer al mundo entero. Ponía los ojos a lo místico, en el cielo... o en el cielo raso, según el lugar, y dejaba caer de repente la mirada sobre el varón puesto enfrente; que era muchas veces, en muchas partes, Guardiola.

No se habían hablado diez veces en la vida; unas temporadas se saludaban y otras no. ¡Y qué de historia común! ¡Qué relaciones tan largas las suyas! A veces, en el teatro, mal alumbrado -con poca gente-, no tenía ella más oso que él, ni él más oso que ella... Y, ¡cosa rara!, esas noches se aburrían de lo lindo, bostezaban, y se miraban mucho menos!

Faltaba la competencia, la animación, ¡qué sé yo! En cambio, los días alegres, los de gran función, las miradas se buscaban con afán, se aprovechaban del bullicio, de la multitud que pasaba por delante, entre ojos y ojos, para hablar más claros, más insinuantes... pero total, relámpagos. Nubes de verano en lo más frío del invierno.



Una noche, al retirarse Servando, oyó tocar a administrar en la parroquia vecina. Era para la marquesita. Una fiebre puerperal, cosa de días. Servando cogió un cirio y siguió al cortejo religioso. Quería estar muy triste, muy triste, y no podía; no sabía.

Aquel ideal de tantos años, que acaso era el último, tan familiar, tan escogido... se desvanecía también; y Servando tenía que confesarse que había sentido más la muerte de cierto primo carnal, que sentía la de la marquesita.

Murió aquella bendita y elegante señora, y Servando estuvo un mes sin ir al paseo, ni al teatro. Pero por culto que rendía a la sinceridad, pasado el mes volvió al paseo y al teatro. ¡El vacío existía! Sí. ¡Grande! En aquella platea solitaria de la marquesita había un agujero negro... El diablo de la metafísica no le dejaba a Guardiola entregarse a la desesperación con tan plausible motivo.

Vivir es ir muriendo todos los días, dicen muchos poetas, sin recordar que ya lo había dicho Séneca, y no había sido el primero. Pero ¿y qué? Claro que vivir es cambiar; y cambiar es eso; ahora uno y mañana otro; hoy por ti; mañana por mí.

Guardiola se murió también. Y no muy viejo. De un catarro mal curado. Fue al purgatorio, como era de esperar. La marquesita también había estado allí; pero ya había subido al cielo. Bien lo merecía, aunque sólo fuera por haber estado casada con un cacique.

Al cabo de los años mil, también Servando ascendió en el escalafón lo suficiente para llegar a la gloria eterna. Había estado mucho más tiempo purgando culpas que la marquesita; pero no por los osos, que en esto, allá se iban, y pesaban poco en la balanza de la Justicia; pero él había sido filósofo y ella no. Y por eso.

Sabido es que en la corte celestial está todo como lo dispuso Miguel Ángel, maestro de ceremonias. Cristo a la diestra de Dios Padre, y cada cual como corresponde y es de derecho. Después de arcángeles y serafines, tronos y dominaciones, ángeles, santos patriarcas, doctores, etc., etc., viene la gente menuda; y entre la gente menuda se vio, y no esperaba otra cosa, Servando. Los asientos están en largas filas paralelas. Los hombres a un lado, las mujeres a otro. Pero se ven, se ven, cuando las nubes de incienso no son demasiado espesas, los hombres y las mujeres.

Durante muchos millones de años, Servando no atendió más que a gozar de la felicidad eterna, que le correspondía. Pero tantos siglos de siglos -secula saeculorum- fueron pasando, que al fin, al fin (es decir, al fin no, porque aquello no tiene fin) Servando... se puso a reparar en el mujerío que tenía enfrente.

No se podía hablar con los demás una palabra, pero esto no le importaba a él, que ya venía acostumbrado a tal silencio desde la vida en su pueblo. En una ocasión en que el humo era menos denso se le figuró ver... ¡no había duda! ¡Era la marquesita! La tenía enfrente. Ella le había visto a él mucho antes.

Al principio (muchos millones de millones de años) no se atrevieron a mirarse... pero... al cabo de ese pedazo de eternidad, la marquesita clavó los ojos en el cielo del cielo... y los dejó caer, como solía en su pueblo, sobre el buen Guardiola.

No tenían otra cosa que hacer... y se entregaron a su costumbre favorita; a mirarse de lejos, sin un gesto, como si no fueran más que ojos, y no unos completos bienaventurados.

Se disponían a pasar la eternidad haciéndose el oso. Y se lo hicieron, siglos de siglos...

Pero se enteró la policía celestial. Aquello no estaba bien. Era cosa inocente, pero más propia que del cielo, del limbo. Pero como del cielo ya no se les podía echar, ni era la cosa para tanto..., los trasladaron al cielo... estrellado.

Y la marquesita y Servando Guardiola pasaron a ser entre estrellas telescópicas, dos muy juntas enfrente de otras dos muy juntas, formando entre todas un grupo, una constelación que, cuando se descubra, se llamará... el oso mayor.