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El paje Roger

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Brisas de primavera
El paje Roger

de Julia de Asensi


- I -

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El rey Marcial había declarado la guerra al rey Godofredo. No contento con eso, había ido a buscarle a sus propios Estados seguido de un formidable ejército fuerte y bien armado con el que esperaba vencer en breve a su contrario. Creía hallar a este desprevenido porque ignoraba que un súbdito traidor no sólo había advertido a Godofredo el peligro que le amenazaba, sino que le había revelado todos los planes de su enemigo para que los hiciese fracasar.

Caminó el rey Marcial con gran cautela, hizo el viaje a pequeñas jornadas y por último puso su campamento a corta distancia de la capital.

-No me han visto -exclamó el monarca con júbilo; porque en efecto no había encontrado a nadie por aquellos campos, ni aun a los pastores que sacaban sus rebaños en otros tiempos por allí.

Estaban rendidos después de tantos días de viaje y se retiraron a sus tiendas de campaña para descansar.

Algunos centinelas se paseaban por delante de ellas para no dormirse y dirigían miradas de codicia a la ciudad próxima en la que esperaban entrar en breve vencedores. El rey reposaba ya con agitado sueño y había encargado a sus guardias que le llamasen muy temprano; quería sorprender a Godofredo al despuntar la aurora.

La luna brillaba en un hermoso cielo tachonado de estrellas enviando sus melancólicos rayos a la tierra. Se contemplaba en las aguas de un ancho río como en un espejo. Un palacio de cristal, que se divisaba cerca de las puertas de la ciudad reflejaba también la suave claridad del astro de la noche.

-Mañana entraremos ahí -dijo un capitán señalando el bello edificio.

A eso de las doce, divisaron los soldados unos pequeños seres que se aproximaban; al pronto los creyeron duendes, pero no tardaron en convencerse de que eran niños y niñas que iban vestidos de una manera extraña con telas que parecían luminosas.

-¿Venís de la ciudad? -preguntó un centinela.

-No, señor -contestó el mayor de los niños-, somos del pueblo inmediato y queríamos entrar en ella para celebrar una fiesta que empieza precisamente a la media noche.

-Pues no se puede entrar.

-En ese caso, mi buen señor, me permitiréis que la celebre aquí con mis compañeros, pues seríamos todo el año desgraciados si no festejáramos este día que va a comenzar.

-No hay inconveniente.

Los niños, que llevaban pendientes de la cintura unas hachas pequeñas, las cogieron y se pusieron a cortar con ellas ramas de árboles y lozanos arbustos que las piñas colocaban en montones delante de todas las tiendas. Hecho esto, los rociaron bien con un líquido que llevaban en pequeños cántaros y a un tiempo les prendieron fuego. Las hogueras ardían y los niños y las niñas bailaban en derredor de ellas o saltaban por en cima. El líquido que habían arrojado embalsamaba el ambiente y era sumamente grato.

Los soldados se habían parado para contemplar el espectáculo y el capitán olvidaba su guardia también. Al principio estaban de pie todos, luego se sentaron, se echaron por último; un sueño invencible se había apoderado de aquellos bravos guerreros; antes de la una no había nadie despierto en el campamento. Entonces uno de los niños se dirigió hacia la ciudad e imitó por tres veces el canto de un pájaro nocturno.

Las puertas se abrieron sin ruido y un ejército, aún más numeroso que el del rey Marcial, se dirigió hacia las tiendas de campaña.

Llevaban aquellos soldados muchos carros tirados por mulas. Penetraron en el campamento y fueron sacando al monarca y todos sus guerreros sin que opusieran la menor resistencia, pues se hallaban dormidos. Los colocaron en los carros, penetraron en la ciudad y los encerraron en diversos castillos, después de desarmarlos.

Los niños que habían celebrado la fiesta eran los pajes del rey Godofredo, disfrazados por orden de su señor de diferentes modos, y habían arrojado al fuego un líquido extraño compuesto por un célebre nigromántico de la ciudad que tenía el singular poder de sumir en un prolongado sueño a todo el que lo aspirase. Los niños llevaban un preservativo, que les dio el mismo mago, para librarse de los efectos del narcótico.

Así pudo Godofredo apoderarse sin riesgo del rey Marcial y de sus valientes guerreros.


- II -

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Cuando el monarca se despertó, muchas horas después de hallarse preso, estaba en un estrecho calabozo pobremente amueblado y en el que apenas penetraba un débil rayo de luz. La primera idea que le asaltó fue que había perdido el juicio mientras combatía al enemigo, que esto le había obligado a cometer todo género de desaciertos y que no conservaba ni la menor idea de lo ocurrido. Su desaliento fue grande no sólo por verse prisionero sino al considerar los males que su derrota habría traído, sospechando que su ejército habría tenido la misma desastrosa suerte que él.

Durante el día vio únicamente una vez a su carcelero que le llevó algún alimento y un jarro de agua, pero al que en balde preguntó, pues el hombre, atendiendo a órdenes recibidas, no le pudo responder.

Así pasó una semana.

Entre tanto la noticia de su cautiverio con todos los detalles de lo ocurrido llegó a la nación del rey Marcial llenando de consternación a sus súbditos. La mayor parte de los jóvenes del país había seguido al monarca para hacer la guerra, casi no quedaban allí más que los ancianos, las mujeres y los niños. Pensaron todos formar un ejército numeroso, aunque débil, pero la idea fue rechazada porque tampoco era prudente dejar aquella tierra abandonada y a merced de los enemigos que, sabiendo su desgracia, podrían presentarse a las puertas de la ciudad para conquistarla.

Nombraron a un anciano general para que gobernase el país hasta el regreso, si es que regresaban, de su legítimo dueño y los pocos jóvenes que quedaban y las mujeres formaron un ejército de guerreros y de amazonas.

Algunos pajes se reunieron una noche para deliberar sobre la conducta que debían seguir. Entre ellos se hallaban los nombrados Rodrigo, Gonzalo y Roger.

-Yo opino -dijo este último-, que puesto que los pajes de Godofredo son los que han aprisionado a nuestro rey, nosotros debemos oponer astucia contra astucia, y que nos corresponde más que a otros el deber de librarle. El que se atreva a emprender tan arduo proyecto que lo diga; yo por mi parte me comprometo a intentarlo.

-Y yo -dijo Rodrigo.

-Y yo -añadió Gonzalo.

Los demás guardaron silencio por lo que se juzgó que no querían arriesgarse en semejante plan.

Participaron al regente su pensamiento y como el rey Marcial no tenía hijos se prometió solemnemente al que librase al monarca que sería su heredero.

Quedó convenido que los jóvenes pajes no irían juntos, sino que cada cual trabajaría por su lado como mejor pudiese.

El primero que salió de la ciudad fue Rodrigo disfrazado de vendedor de frutas. Se dirigió con toda la rapidez posible hacia los estados de Godofredo, pero, mucho antes de llegar, le cerró el paso un bosque incendiado en el que le fue imposible penetrar. Herido a causa de las quemaduras que sufrió, y medio muerto de sed y de cansancio, llegó al reino de Marcial al mes de haber salido y fue tal la vergüenza que le ocasionó su derrota que se ocultó en una choza con nombre supuesto para que nadie supiera su regreso a la ciudad.

Gonzalo se disfrazó de pescador y salió en un bote con el objeto de penetrar en los dominios de Godofredo por mar. Los primeros días hizo el viaje felizmente, pero antes de divisar el ansiado puerto se halló ante una poderosa escuadra que le cerraba el paso.

Una barca le salió al encuentro, y como pareciese a los marineros que aquel hombre era sospechoso, pues le interrogaron y no supo qué contestar, le hicieron prisionero. Aprovechando un descuido de sus guardianes, Gonzalo se arrojó al agua y trató de alejarse nadando de sus adversarios. Lo logró gracias a muy poderosos esfuerzos, pero extenuado, medio muerto de fatiga se vio precisado a buscar reposo en una isla desierta.

Allí permaneció dos días hasta que una embarcación extranjera que pasó cerca le recibió a bordo dejándole no lejos de su patria. Se fue ocultando hasta llegar a una cabaña abandonada, a juzgar por su aspecto miserable.

Penetró en ella sin dificultad.

Sobre un montón de paja dormía un joven, casi un niño, con agitado sueño. Gonzalo se echó junto a él sin mirarle y se durmió.

A la mañana siguiente los rayos del sol que penetraban por la pequeña ventana que estaba al lado de la puerta, despertaron a la vez a los dos durmientes que se hallaban de espaldas el uno al otro. Se volvieron y ambos lanzaron una exclamación de sorpresa pronunciando su nombre:

-¡Rodrigo!

-¡Gonzalo!

Se contaron en breves palabras sus aventuras encontrando un triste consuelo al ver que ninguno de los dos había logrado el objeto de su viaje y no dudando que a Roger le pasaría lo mismo.

-¿Vendrá también a refugiarse en esta choza? -preguntó Rodrigo.

-Por si viene le aguardaremos aquí algunos días -dijo Gonzalo.

Pero pasaron muchos y no supieron nada de su compañero. Entonces, con su mismo disfraz, se marcharon a un pueblo pequeño, donde no eran conocidos, y se dedicaron a las rudas faenas del campo para no confesar su derrota en la capital del reino.


- III -

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Entre tanto Roger, que había seguido distinto camino que ellos, acariciaba la esperanza de obtener un buen resultado. No había buscado disfraz al abandonar la ciudad, llevaba siempre su airoso traje de pajecillo. Anduvo durante varios días sin rumbo fijo y sin saber lo que haría.

Al fin, rendido de cansancio, se echó en el campo al pie de una encina para buscar algún reposo. Empezaba a anochecer y densa niebla le ocultaba los objetos lejanos permitiéndole ver los más próximos confusamente. Así le pareció que algo o alguien se movía a pocos pasos de él. Era un mendigo. Al acercarse a Roger le dijo en lastimero tono después de mirarle con atención:

-Hermoso paje, tengo mucho frío; dame tu capa y Dios te recompensara. Tú eres joven y resistirás mejor que yo los rigores del otoño que es crudo y del invierno que se acerca. Dame tu capa nueva y yo te daré la mía vieja.

-Toma, buen anciano -dijo Roger desprendiéndose de ella-, y guarda también la tuya si la quieres o la necesitas.

Pero el mendigo no pareció oírle y sólo se llevó la nueva dándole antes de alejarse este consejo:

-Si vas al primer pueblo que encuentres, mira, oye y calla.

Roger cogió con alguna repugnancia la andrajosa prenda, pero como sintiese luego frío, se cubrió con la capa del pobre con la que quedó poco menos que desconocido.

A la mañana siguiente vio a un niño que volvía de trabajar en un campo distante. Llevaba la cabeza descubierta y la inclinaba abatido sobre el pecho.

-¿Qué tienes? -le preguntó Roger.

-Señor -contestó el muchacho-, he perdido mi sombrero y mis padres me pegarán cuando vean que deben comprarme otro para los trabajos del año que viene en que tendré que volver aquí.

-Toma mi gorra -dijo el paje poniéndosela al muchacho, que se marchó dando saltos de alegría.

Roger prosiguió su camino, y antes de la noche empezó a llover de tal modo que tuvo que suspender su viaje. Se paró al pie de un árbol con los cabellos empapados en agua y allí se quitó la capa con el objeto de cubrirse también con ella la cabeza, pero cual no fue su asombro al descubrir que dicha capa tenía una capucha que no sólo ocultaba el pelo sino el rostro viéndose en esta parte dos agujeros a la altura de los ojos. Pensó entonces que así podría seguir su camino, se cubrió bien y echó a andar llegando después de una hora a un pueblo de cierta importancia.

-¡El peregrino! ¡el santo! -gritaron los chicos al verle.

Y las mujeres salían a las puertas y tocaban su capa y los hombres le saludaban con respeto.

-Padre -le dijo un lego acercándose-, los frailes del convento de San Francisco le aguardan como siempre.

Iba Roger a descubrirse cuando el otro añadió bajando la voz:

-Ha llegado un emisario del rey Godofredo y deseamos que le oigáis.

Entonces el paje le siguió silencioso confiando en sacar algún partido de aquel hecho. Entraron en un sombrío edificio y Roger fue introducido en una sala baja donde se hallaban una docena de frailes y un guerrero con brillante armadura.

-Mirad a quien os traigo -dijo el lego.

Todos saludaron respetuosamente. El prior habló después así:

-Señor emisario del rey Godofredo nuestro señor, el que acaba de entrar es un hombre notable, el peregrino Marcelo; ha hecho voto de no hablar y sólo contestará por escrito; nadie ha visto su rostro por haber hecho esa promesa también, pero todos le conocemos. Fue un gran guerrero en su juventud, tuvo un amigo a quien mató en la pelea, porque la fatalidad le colocó en contra suya y desde entonces recorre el mundo en busca del hijo de aquel compañero de la infancia, al que no logra encontrar; el día que le halle quebrantará su voto. Decidle lo que aquí os trae.

El emisario contestó:

-El rey mi señor no juzga seguro al nombrado Marcial en su corte y desea encerrarle aquí donde nadie sospechará su presencia. ¿Os parece que le traigamos?

Roger hizo un signo afirmativo.

-¿Y a sus generales también?

El paje repitió la señal.

-¿Y quién se encargará de su custodia?

El joven puso una mano sobre su pecho como diciendo: yo.

-Está bien, mañana se traerá a los cautivos; entre tanto buscad la prisión mejor para ellos.

El emisario partió, los frailes acompañaron al supuesto peregrino a una gran celda y, dejándole allí numerosas provisiones, se alejaron. Roger echó el cerrojo a su puerta, cenó opíparamente y se acostó después.


- IV -

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Cuando se despertó empezaba a lucir el día. Se levantó rápidamente y vio con sorpresa sobre un mueble un pliego cerrado en el que no había reparado la noche anterior; estaba dirigido a él. Lo abrió con mano trémula y leyó lo siguiente:

«Niño audaz, prosigue tu obra y nada temas, Dios está contigo y te ayuda. Manda encerrar al rey Marcial y a sus generales en las celdas que tienen los números 13, 15 y 17. En todas ellas hay una trampa que conduce a un subterráneo donde los esperara alguien que anhela protegerlos, no tanto por ellos como por ti. A los tres días de su llegada los harás salir de su prisión y tú permanecerás en el convento cuarenta y ocho horas más. Al transcurrir estas fingirás un asunto urgente que te lleva a otra población y te alejarás por la puerta principal del convento hacia el campo. En el papel adjunto hallarás la explicación de las salidas de las celdas al subterráneo».

Roger volvió a leer el pliego, lo guardó con cuidado y entró en el claustro después de haberse echado la capucha.

Cuando llegaron los prisioneros, designó para que los encerrasen las celdas que tenían los números 13, 15 y 17.

Aunque el pliego no le decía que debía descubrirse a su rey, Roger no pudo resistir a la tentación de hacerlo siendo recibido con los brazos abiertos por Marcial.

El peregrino Marcelo, o mejor dicho, aquel a quien daban este nombre, era la única persona que tenía el derecho de ver a los cautivos. Tres días después los hizo salir y durante otros dos continuó llevando provisiones a las vacías celdas. Cuando escribió que necesitaba partir, añadió que volvería pronto y que nadie debía ir entretanto a ver a los prisioneros. Así ganaba tiempo para que Marcial y los generales huyesen.

Salió por la puerta principal y a poco rato encontró a un escudero montado que llevaba otro caballo que puso a su disposición. No descansaban día y noche, pues hallaban relevos en muchos pueblos. Al fin llegaron al antiguo reino de Marcial; durante el camino apenas se habían cruzado entre los dos jinetes algunas palabras.

En la capital esperaban a Roger hombres, mujeres y niños en gran número que le hicieron un entusiasta recibimiento. Le quitaron la capa y la capucha poniéndole en sustitución de la primera una de hermoso terciopelo y en vez de la segunda una gorra con ricas plumas.

Así entró en triunfo en la ciudad, yendo el rey Marcial a su encuentro.

-¡Viva el príncipe Roger! -gritaron todos-, ¡viva el heredero del trono!

El monarca y sus servidores habían hecho el viaje sin el menor tropiezo gracias al verdadero peregrino. Este se hallaba en la ciudad y Roger le saludó enternecido.

-Todo os lo debo a vos -dijo el paje.

-A mí no, a tu padre -contestó Marcelo-; era mi amigo y le maté, entonces ofrecí que todo lo daría por su hijo y lo he cumplido. Servidor del rey Godofredo, le he sido traidor por ti, tan traidor, que no sólo le he quitado a sus prisioneros valiéndome del prestigio que tengo en su país, sino que ahora combatiré contra él para salvar a los otros súbditos de tu monarca. Eres el vivo retrato de tu padre, te vi, adiviné tu intento y te ayudé. Tú serás el sucesor de Marcial, así habré pagado mi deuda.

Esta vez fue Godofredo quien declaró la guerra a Marcial; el peregrino con su antiguo traje se puso al frente de las tropas de este, y las contrarias, no atreviéndose a hacer fuego contra aquel que tenían por santo, se dejaron vencer. Habiendo hecho numerosos prisioneros, fueron guardados como rehenes que devolvieron al ser enviados a su tierra los súbditos del rey Marcial. Se firmó la paz y los dos reyes, gracias a Marcelo fueron por fin amigos.

Roger, considerado como príncipe heredero, vio premiado su arrojo siendo, al morir Marcial, aún más querido y respetado que su antecesor.

Rodrigo y Gonzalo, que se batieron como dos héroes contra Godofredo, obtuvieron elevados puestos en la capital.

En cuanto al peregrino, una vez cumplida su misión sagrada, se retiró a una solitaria ermita donde acabó sus días tranquilamente.



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