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El papá de las bellezas/Capítulo III

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Capítulo III

Fresco, pimpante, remozado, con el monóculo puesto, con la flor azul en el ojal, Hipólito, siempre irreprochablemente galante en sus maneras (¡ah, sus maneras! ¡la suprema dignidad de sus maneras!), entreabrió á la puerta del comedor las colgaduras, sé inclinó, y con su voz armónica (¡ah, su voz armónica, pausada, un poco ronca, musical y grave cual si en ella tremolasen dos cuerdas de violonchelo á un tiempo!) pidió permiso:

-¿Se puede?

No obtuvo respuesta.

Entró. Cruzó á lo largo de la blanca alfombra y fué á tenderse en la poltrona.

Luz no había acudido.

Sacó un pitillo, lo encendió, y entretúvose en considerar este otro bien que le debían sus refinados gustos de comodidad á su armónica voz y á sus maneras: salón-comedor casi suntuoso, pálido, de gusto inglés, con bronces y platas y finísima vajilla, con flores, con butacas y divanes, con araña modernista, con alfombra...

Bueno, sí, sí... un poco cursi..., ¡claro!... pobres muchachas éstas!... La alfombra, por ejemplo,... ¡en Junio, con un calor que el Nuncio se tostaba!... y aquellos cuadros de desnudos...

Ya lo iría enmendando todo lentamente.

Llegó Luz.

¡Guapísima!... Había entrado con un gran bouquet de rosas, sin saber que él estuviese aquí; y, sin verle, habíase dirigido á ordenar las flores en un jarrón de enfrente.

¡Guapísima! ¡guapísima!... Un tanto cursi, á la verdad, la bata de sedas lilas llena de randas y de cintas, con que ella había salido de la alcoba... pero, ¡guapísima! ¡guapísima, y auténticos aquellos pendientes de brillantes acerados, tamaño media peseta, del burro de Fajarnés!

¡Oh, y desnuda... ¡qué prodigio! Griega, enteramente. Clásica -y podía afirmarlo Hipólito, sabio en cuestiones de belleza: las piernas finas; los muslos largos, poderosos; los senos como dos triunfos del raso y de la rosa y de la nieve...

Se estremeció Luz, «su hija» ¡nada menos!... vuelta de improviso, habríale sorprendido en la cara, tal-vez, la expresión de estos pensamientos reprochables...

-¡Oh, padre mío! ¡Papá! -había exclamado ella, viniendo á arrojársele en los brazos.

Y él, que ya esperábala de pie, la acogió en los suyos abiertos, la estrechó á su corazón, y replicó, entre besos, con el mismo tono exaltado de ternuras:

-¡Oh, hija mía, Luz, muy buenos días! ¿Has dormido bien?

Aunque habitaban la misma casa, las sendas ocupaciones tan distintas hacíanlos verse de tarde en tarde -como, no fuera en estos viernes de los almuerzos y las cenas consabidos.

Por eso era mayor la efusión de sus abrazos.

Exacerbábasele á ella la ternura, allí, tan unida á él, sumiéndola, como siempre, en una vergüenza que la ponía á punto de llorar, é Hipólito, para cortarla esta emoción, la impulsó plácidamente hacia la mesa.

-Vamos, vamos á almorzar, nena. No estés triste.

La dejó sentada, y fué á sentarse. La bellísima mujer, más bella en el conflicto de sus rubores dolorosos y de su condescendencia á la alegría, se quedó extasiadamente observando los rítmicos movimientos del duque... ¡de su padre!

En el amplio comedor flotaba sobre ambos una santa paz de decoros y respetos. Clarisa les servía, igualmente infiltrada de tanta dignidad. Pero, sonó en esto el timbre de la escalera, sonó la puerta, é inmediatamente se oyeron las voces de una dama y de dos señores que, á pesar de las tímidas protestas de Cristina, pretendían entrar como en terreno conquistado.

Luz, lívida, se levantó.

El duque se quedó también suspenso y en escucha.

Los dos habían reconocido á Carmen la Churriana, á Felipe Lúgigo amante de ésta y al barón de Villalucena del Castil, joven provinciano que se arruinaba en Madrid rápidamente, y bravo competidor, con Fajarnés, en lo de regalarle á Luz fulgidos brillantes.

-¡Oh, no, no, que no entren! -impúsole á Clarisa, loca de indignación, la dueña de la casa. -¡Anda, ve, corre, cierra! ¡Que se marchen! ¡Que se marchen!

Los de fuera hablaban del auto que aguardábalos abajo para una excursión al Escorial... La imprudentísima Churriana reclamaba á Luz á grandes gritos... Lograron las sirvientes persuadirles de que Luz estaba ausente, y se los sintió partir entre no muy limpios reniegos del barón...

-¡Ah, papá, no ves? -clamó Luz, deshecha en lágrimas, cuando pudo volver á su asiento de la mesa. -¡Qué vida! ¡Qué vida! ¡Por Dios!

Sin dejar de comer con su distinción insuperable, Hipólito trató de consolarla:

-¡Anda, come, hija mía! ¡Por favor, no te disgustes!... Bien reconozco en ti la sangre de cien duques, la sangre hasta de reyes que corre por tus venas y mis venas.

Llevóse á la boca medio langostino, correctamente, y lamentó:

-¡Ah, si mis hermanos, si tu abuela, si nuestros ilustres ascendientes pudiesen adivinar y comprenderle tanto ultraje á nuestro orgullo!

Calló, para mascar bien el langostino. Bebió luego chablís, y digno, digno eternamente, con un velo de augusta serenidad forzada cubrió la acerbidad de su tormento.

Habían hablado de estas cosas tristes varias veces, sin hallarlas solución; por lo tanto, Luz, malherida en su flamante y aristocrática altivez, y recogida á la dulzura del cariño paternal, prefirió no insistir en el empeño.

Comió también, y demandó en seguida:

-Oye, papá...

-¡Chist!...-la atajó el duque, advirtiendo que apenas había traspuesto la puerta Clarisa, -¡delante de las criadas, llámame Hipólito, y no papá! ¿A qué enterarlas?

-Bien, si ya estaba fuera. Digo que por qué has dicho sangre de reyes también... ¿es que fue rey alguno de nuestros antepasados?

Tuvo que sonreírse Hipólito. Luz le había lanzado tal pregunta en un fulgurador relámpago de todas las vanidades de su estirpe, como si positivamente fuese una Puentenegro Ruiz de España Ibraleón de Casas de Palencia, escrupulosamente interesada en depurar su ejecutoria, y no la hija anónima de Inés la Aljecireña, figuranta del Real.

Mas como, por otra parte-, era cierto que la rama de los Puentenegro podía pavonearse con el alto honor de una regia bastardía, por lucirlo, al mismo tiempo que adulaba á Luz, púsose á informarla.

La cosa venía nada menos que de Carlos II el Hechizado; y la hechicera que le hechizó, dijesen lo que dijesen las historias, fué una preciosísima señorita de la corte, condesa de Puentenegro, á la sazón, que por el don de su inocencia en los egregios brazos, recibió la ducal categoría. De aquellos amores, parece ser que hubo cinco, entre hembras y varones, de familia...; enterada la reina de la traición de su marido, se confabuló con los magnates para mandar desterrada á la ilustre Puentenegro á Córcega...

-¿Mira, ves? -comprobó Hipólito, quitándose y entregándole á Luz un anillo con las armas de su casa. -Por eso podrás notar que tiene nuestro escudo un Corzo, que quiere decir Córcega, un mar, el que rodea á la misma isla, y banda de oro diagonal... que significa la ascendencia ilegítima de reyes.

-¿Ilegítima?-inquirió la joven, luego de mirar el anillo heráldico, y toda inflamada en ingenua complacencia, -de modo que... también la condesa, -nuestra abuela, fué... como mamá!

-¿Cómo, como mamá?

-Sí, como mamá... contigo; sino que en vez de duque, fué rey el que la deshonró.

Se inmutó Hipólito; pero no supo rechazar, dado el supuesto de que él hubiese deshonrado á Inés la Algecireña, la bien poco honorable semejanza de conducta que Luz le señalaba á la una y á la otra. ¿Qué iba él á intentar siquiera explicarle á una ignorantísima muchacha las morales diferencias entre un pendón que se daba á duques y no duques por diez duros, y una ilustre condesita loca por un rey á cuenta de ducados?...

Además, desviaba la atención de esto la curiosidad de Luz, que, fija en la sortija, é inflamada en entusiasmo por los timbres de su raza, iba preguntando ahora los simbolismos de los otros signos del escudo: los; veros, los roeles... los cuarteles punteados ó rayados ó lisos para indicar que eran de azur ó de sinople ó de plata... El duque hizo gala de su sapiencia, en esta suerte de problemas, nada fáciles para los profanos, para los plebeyos; y la plebeya, según iban almorzando y escuchándole, aparecíasele más deslumbrada de aristocráticas grandezas y más contenta de ella propia, en la gratitud hacia él, cuya paternidad inesperada habíala descubierto aristócrata á sí misma.

-¡Oh, que lástima -lamentábase á la hora del café, -que no me dejes, que yo no pueda llevar un escudo así en la portezuela de mi coche!

Y puesto que Hipólito callaba penosamente, por no oponerse á la viva ansia de ella, una vez más, ya que su situación de ruina le impedía dignificar á la hija queridísima cuyo casual encuentro había querido Dios que fuese tan tardío, Luz se conformó con quedárselo mirando llena de piedad y de generosísima avidez, en su cariño.

-Mira, papá-le dijo, dejándose arrastrar por una patética explosión de sus afectos, -ya que tu económica situación no te permite, ahora cuando menos, sacarme y redimirme de esta vida de infamia, yo te ruego que, siquiera, y entretanto, me dejes hacer á mí cuanto á una buena hija corresponde. Tú debieras venirte á mi casa, no á dormir todos los días, no á almorzar y á cenar cada viernes, para que podamos vernos y hablarnos una vez en la semana; como ahora estás haciendo; sino á vivir, á trasladarte, á comer y á cenar siempre á mi lado ¿Quieres? ¿Por qué no quieres?

Una larga y ducal mirada de Hipólito, agradeció esta invitación.

-¡Gracias, Luz, hija mía!-replicó dulce y severísimo. -Gracias, muchas gracias; pero yo tengo mi casa y mi vida, y no debes exigirme, por favor, más sacrificio que éste que hago acompañándote los viernes á la mesa.

-Pues, ¿no duermes aquí?

-Sí, porque no te supone gasto alguno; y por sentirte más cerca de mi sueño.

-Podías ahorrarte, entonces, el alquiler de tu vivienda, de tu cocinero, de tus criados, ¡vente, papá!

-¡Jamás, Lucita mía! -se obstinó él, aceptando los besos con que Luz, después de haber rodeado la mesa y sentada en el brazo del sillón, acariciábale la frente. -Ni mi pasajero agobio es tan completo que de todo eso haya de privarme, ni debes olvidar que tengo pleitos, y amigos, y abogados que me visitan con frecuencia y que no podrían hacerlo en otro sitio que mi casa. Y, adiós, hijita, voy á salir. Son las cuatro. En el círculo me aguarda Campuzano.

Se levantó y deslizó, sacudiéndose del pantalón unas migajas.

-¿Tienes demás algún dinero?

-Sí, papá. ¿Mil pesetas?

-¡Vengan!

-Tengo más, si quieres más.

-¡No, no, en modo alguno, pobrecilla!

Salió Luz, para buscarlas.

Salió el duque, para coger en su alcoba el sombrero y el bastón.

Volvieron á reunirse cerca de la puerta, en el pasillo. Entregados y guardados los billetes, Luz le despidió con nuevos besos.

-¿Hasta la noche, verdad?

-Hasta la noche, nenita.

La hija besábale en la cura. Él, sin darse cuenta acaso, estrechábala con demasiada fuerza, cuerpo á cuerpo, y la iba buscando la boca con la boca... Pero fuese por advertencia á tiempo de él, fuese por instintivo rechazo de ella, apenas si hicieron más que tocarse levemente los ducales labios y los labios juveniles...

-¡Adiós!

-¡Adiós!

Dijéronse últimamente, sin nombres cariñosos, tocados de discreción por la presencia de Clarisa, que había acudido á abrir la puerta.

El duque, desentendiéndose de Luz y de sus malos pensamientos, los trasladó á la morena doncellita, al cruzar.-«Tampoco está mal empaquetada este muchacha!» -iba pensando.

Y Luz, llevando en la boca, abrasadora, aunque leve, la impresión de los labios de su padre, llena de pena aristocrática (un tinte de la pena que ella no conocía dos meses antes), se refugió en el comedor y se abrumó en una butaca con un abrumo de tragedia.

-¡Ella, la cocota, la descendiente de reyes, la duquesa de Puentenegro...! ¡Y pensar que sesenta días atrás había sido por tres noches la amante de su padre, sin saber que era su padre!!