El paraíso de las mujeres/Capítulo IX
Cuando el bondadoso Flimnap se presentó al día siguiente, Edwin le hizo una pregunta que tenía preparada desde la tarde anterior.
Adivinó que el profesor hembra le traía buenas noticias, a juzgar por la expresión alegre de su rostro; pero antes de que se enfrascase en su relato y tal vez en la manifestación de sus tiernos sentimientos, quiso satisfacer la propia curiosidad.
- Dígame, doctor: ¿Momaren tiene una hija?
Al oír estas palabras, Flimnap perdió su alegre gesto. No se acordaba en aquel momento del mencionado personaje, y la pregunta del gigante resucitó en su memoria las molestias y los temores del día anterior.
- Si, gentleman; tiene una hija, como usted dice, o como nosotros decimos, un hijo, que pertenece a la Universidad y podría ser una de sus mejores glorias. Pero el doctor Popito, además de proporcionar al Padre de los Maestros abundantes molestias en el presente, le recuerda un pasado de sucesos muy tristes.
Viendo que Flimnap callaba, el gigante indicó con un gesto su deseo de saber algo más; pero el universitario se negó a seguir hablando si no se colocaba antes en una oreja aquel aparato que permitía oír las voces mas tenues. Temía contar a gritos la historia de las desgracias familiares de su poderoso jefe. Una indiscreción de tal clase aumentaría la frialdad que le mostraba Momaren después de lo ocurrido en la tarde anterior.
Solo al ver que Gillespie hacía uso del micrófono, siguió diciendo en voz baja:
- La historia del Padre de los Maestros es la historia de todas las mujeres que concentran su felicidad y su porvenir en un hombre, entregándose a esa pasión absorbente y martirizadora que llaman amor. Hace veinticinco años, cuando aún no era jefe de la Universidad, pero ocupaba un asiento por primera vez en el Senado y una cátedra de Historia política, se enamoró de un hombre.
No crea usted, gentleman, que este hombre era un intelectual, digno del afecto de Momaren. Por el contrario, apenas sabía leer y escribir, pero era un buen mozo y disponía a su capricho de todas las artes que cultivan los varones metidos en sus casas para atraer y dominar a las pobres mujeres. Como la mujer vive preocupada por sus negocios y vuelve a su domicilio rendida de tanto trabajar, ignora el modo de precaverse de tan diabólicas asechanzas.
Momaren, que aspiraba a ser un asceta del estudio, dedicando a la ciencia su vida entera, sin las preocupaciones de familia, que estorban la concentración silenciosa del pensamiento, fue débil, y cayo vencido, como cualquiera de esas muchachas del casco con aletas que estudian para oficiales en nuestra Escuela militar. Durante tres años se consideró el profesor mas feliz de la República porque tenia a su lado a este hombre seductor y diabólico.
No era aún Padre de los Maestros, pero fue padre de Popito, que nació al año de esta unión.
El caprichoso joven no pudo acostumbrarse a la gravedad amorosa del profesor, a la calma de su casa, y un día se fugó con una cómica, célebre por su belleza, para vagar por los diversos Estados de nuestra patria, llevando una existencia de aventuras y privaciones.
Debe haber muerto hace tiempo; nadie ha sabido más de el. Pero el ilustre Momaren quedó herido para siempre después de esta traición, y muy pocos le han visto sonreír.
El dolor es el agua que riega los jardines de la poesía y hace crecer sus árboles más lozanos. (Esta imagen, gentleman, siempre que la uso en una conferencia arranca murmullos de entusiasmo.) Quiero decir que la mala acción de aquel aventurero sirvió para que Momaren produjese sus mejores obras. Como usted notó durante la lectura de sus versos, este gran poeta solo canta armoniosamente al recordar sus dolores.
La educación de Popito le entretuvo durante los años de su infancia y su adolescencia. Pero ahora Popito es una mujer completa, un doctor de gran porvenir, y si el Padre de los Maestros puede darle órdenes como jefe en los asuntos universitarios, no le puede imponer su voluntad dentro de la familia.
Para Momaren, la mejor de las esperanzas era que su hijo viviese como el no supo vivir: observando el celibato, que conviene a toda mujer de estudios, pensando únicamente en la gloria propia y en el porvenir de la humanidad, sin caer nunca bajo la tiranía del hombre. Un sabio que desea ser verdaderamente fuerte necesita despreciar el amor. Pero Popito ha resultado completamente distinta a las ilusiones de su padre. Debe tener un alma igual a la de aquel aventurero enamoradizo y caprichoso que abandonó al más alto de nuestros sabios para irse con una cómica. Es de las pobres mujeres que consideran necesarios para su vida el hombre y el amor.
De seguir los consejos de su padre, la veríamos antes de pocos años sucederle en el alto cargo de Padre de los Maestros. Pero tiene un alma débil y contemporizadora, como la de aquellas hembras que en los primeros días de la Verdadera Revolución lloraban e intercedían por los varones. Por eso desprecia la más eminente posición universitaria de nuestro país, prefiriendo vivir con un hombre amado, en cariñosa servidumbre, adivinando sus deseos para cumplirlos y dejándose despojar de los derechos de superioridad que le confirió, por ser mujer, nuestra victoria revolucionaria.
Su detuvo el profesor para añadir con timidez, bajando aun más el tono de su voz:
- Por desgracia, gentleman, yo tengo cierta culpa de la frialdad con que acoge Popito los sabios consejos de su padre. Esta muchacha ama a un hombre, y yo, sin darme cuenta, hice que los dos se conociesen.
La interrumpió Gillespie con una voz que para el era casi un susurro:
- Lo se, profesor; el hombre se llama Ra-Ra....
- ¡Mas bajo, gentleman! -dijo el traductor-. Ese nombre no le conviene a nadie repetirlo en los presentes momentos. Digamos "el" simplemente, y nos entenderemos lo mismo. ¿Cómo le ha conocido usted?
Gillespie inventó una historia para hacer creer al profesor que por un azar había conocido a Ra-Ra, contra la voluntad de este, llegando al fin a ver su rostro.
- ¡Imprudente! -murmuró Flimnap, refiriéndose a su protegido-. Hay que ver como lo buscan por toda la capital. Muchas veces quise abandonarlo a su suerte, en vista de sus absurdas predicaciones contra el excelente gobierno de las mujeres, ¡pero le quiero tanto!... Lo conozco desde niño. Además, en los últimos días ha aumentado mucho mi afecto hacia el. ¿Se ha fijado, gentleman, como se le parece a usted?...
Gillespie siguió contando el encuentro de Ra-Ra y Popito sobre su mesa en la tarde anterior, y como, extendiendo uno de sus brazos, creó un refugio para que los dos amantes se hablasen entre caricias.
- ¡Imprudentes! -volvió a repetir Flimnap-. Ahora comprendo por que se mostraba usted tan distraído y no contestó a mis preguntas. ¡Que atrevimiento!... Tener una entrevista de amor a corta distancia del Padre de los Maestros, que odia a Ra-Ra y desea suprimirle, pues cree que es el único culpable del despego que le muestra su hija....
A pesar de las grandes muestras de escándalo que provocaba en Flimnap la audacia de los dos amantes, se notó en su voz cierta admiración. Unos días antes su protesta hubiese sido sincera, pero después de conocer a Edwin pensaba de distinto modo, mostrando veneración por todos los que sacrificaban la seguridad y las comodidades de su existencia en pro de un amor.
- Me asombro de su atrevimiento, gentleman, pero ¡quien sabe si estos enamorados valerosos ven la realidad mejor que nosotros y conocen los goces de la vida mas que los prudentes!... Yo, gentleman, tal vez hubiese sido como ellos, pero nunca tuve ocasión de conocer el amor. Mi mundo no me daba facilidades para enamorarme. Siempre he soñado con dedicar mi ternura a algo muy alto, muy extraordinario, que estuviera por encima de las cabezas de los demás mortales.... Pero antes de que usted viniese esto equivalía a soñar con lo imposible.
Se ruborizó Flimnap, creyendo haber dicho demasiado, y miró a través de su lente el rostro del gigante. Este permanecía impasible, como si no la hubiese entendido, y el profesor juzgó oportuno no insistir. Por el momento bastaba esta insinuación; mas adelante se expresaría con mayor claridad. Y pasó a hablar de aquellas noticias que dilataban de gozo su cara bonachona cuando entró en la antigua Galería de la Industria.
- Usted no puede estar metido aquí siempre, pues eso acabaría con su salud. Se lo he dicho al presidente del Consejo Ejecutivo, a muchos senadores, al gobierno municipal de la ciudad y a todos los periodistas que conozco, excelentes muchachas, que ahora me prestan alguna atención, después de no haberme hecho caso nunca, y se dignan repetir en sus artículos todo lo que me oyen. En una palabra, gentleman: he creado un movimiento de opinión a favor de usted para que su vida sea mas higiénica y divertida.
El gobierno me ha autorizado para que forme un programa de diversiones. ¿Qué es lo que usted desea?... Yo, espontáneamente, me he atrevido a proponer varias. Quiero que un día le dejen visitar la capital. Esto es mas difícil que parece a primera vista. Habrá que suspender la circulación en las calles para que usted, al marchar, no aplaste a unos cuantos centenares de transeúntes y para que nuestros vehículos terrestres no le corten los pies con sus ruedas. La gente solo le verá desde las ventanas y los tejados.
Como le digo, esto no es fácil, y solo puede realizarse después que se reúna el gobierno municipal y decrete la suspensión del tráfico por unas horas.
También he hablado al ministro de la Guerra, y está dispuesto a enviarle un batallón de muchachas, las más jóvenes y ágiles, para que hagan maniobras sobre esta mesa y ejecuten varias danzas guerreras. Otras diversiones tengo pensadas, pero sólo podrán realizarse más adelante, pues exigen larga preparación.
El recreo más inmediato será mañana. Usted necesita el aire del campo, dar un paseo digno de sus piernas, y el gobierno me ha autorizado para que le lleve al parque secular, donde nuestros antiguos emperadores se dedicaban a la caza durante sus veraneos. Tres días de viaje echaban aquellos déspotas en sus pesadas carretas para llegar a dicha selva, poblada de toda clase de animales feroces. Ahora, con nuestros vehículos automóviles, vamos en tres horas, y usted, gentleman, tal vez haga el camino en menos tiempo.
Verá usted cosas maravillosas en aquellas frondosidades, que, según la credulidad de nuestros remotos abuelos, fueron habitadas por los primeros dioses. Encontrará árboles casi de su estatura y tal vez bestias de caza muy interesantes.
Edwin aceptó la invitación con entusiasmo. Deseaba conocer algo más que el eterno espectáculo de la capital vista por los tejados, y el río, en el que únicamente le permitían moverse dentro de un reducido espacio.
Pasó la noche inquieto por esta novedad, despertándose con frecuencia, y apenas hubo empezado a apuntar el alba salió de la Galería, encontrándose con que el profesor Flimnap le aguardaba ya acompañado por dos individuos mas del “Comité de recibimiento del Hombre-Montaña”. Un destacamento de amazonas armadas con arcos llenaba tres vehículos enormes, sin duda para recordar al gigante que no era mas que un prisionero.
Las dos máquinas voladoras que permanecían día y noche sobre el enorme edificio abandonaron su inmovilidad, lanzándose a través del aire como para indicar la dirección al cortejo terrestre.
Camino el gigante unas tres horas en pos del automóvil donde iba su traductor, rodando detrás de el los otros vehículos llenos de soldados. Al entrar en la selva se hundió en una arboleda que tenía siglos y sólo le llegaba a los hombros, pasando muy contadas veces sus ramas por encima de su cabeza. Los vehículos marchaban por caminos abiertos entre las filas de troncos, pero el gigante, al seguirlos, tropezaba con el ramaje en forma de bóveda, acompañando su avance con un continuo crujido de maderas tronchadas y lluvias de hojas.
La escolta tuvo que quedarse en el antiguo palacio de caza de los emperadores, que casi era una ruina, y Gillespie se lanzó a través de lo más intrincado de la selva, aspirando con deleite el perfume de vegetación prensada que surgía de sus pasos.
Del fondo de la arboleda se elevaban nubes de pájaros, unas veces en forma de triángulo, otras en forma de corona, siendo las más grandes de estas aves del volumen de una mosca. Todos los habitantes de la selva adormecida escapaban asustados al sentir la aproximación de este monstruo inmenso. Bajo sus pies morían a miles las flores y los insectos; cada una de sus huellas era un cementerio vegetal y animal. Las grandes bestias de caza, del tamaño de ratas, capaces de poner en peligro la vida de un cazador pigmeo, corrían en galope furioso, temerosas y encolerizadas a la vez por la intrusión de esta montaña andante, que podía aplastarlas con sus piernas, tan gruesas como los troncos de los árboles más antiguos.
Gillespie vio jabalíes de erizado pelaje y ciervos de complicadas y altísimas astamentas, que parecían datar de los tiempos en que cazaban los emperadores. Estas bestias de terrorífico aspecto hacían temblar de emoción al profesor Flimnap, a pesar de que las contemplaba desde una altura prodigiosa. El gigante, al salir del palacio ruinoso para correr la selva, había creído prudente llevar con el a su traductor.
- Así me acompanará alguien de la Comisión encargada de velar por mi seguridad.
Y puso al catedrático sobre su pecho, aposentándolo en el bolsillo superior de su chaqueta, donde antes guardaba el pañuelo perfumado que había sido el asombro de las damas masculinas en el palacio del gobierno.
Flimnap, asomado al borde del bolsillo, casi lloraba de miedo cada vez que el gigante extendía una mano pretendiendo apresar en plena carrera a alguna de aquellas bestias amenazantes dominadoras de la selva.
- ¡No, gentleman! -gritaba-. ¡Tenga cuidado! En este momento recuerdo que uno de nuestros viejos cronistas relata como una fiera de esta clase mató, hace quinientos años, al emperador Deffar Plune, valeroso cazador.
Pero el gigante, excitado por los perfumes silvestres y sintiendo renacer su vigor con este deporte extraordinario a través de una selva que tal vez tenía mil años y no era más alta que su cabeza, rió del miedo de la traductora y de los emperadores de cinco siglos antes.
En una replaza abierta entre espesos árboles persiguió a un jabalí, que, al verse acorralado, le acometió con espumarajos de rabia, pretendiendo hundir sus colmillos en el cuero de sus zapatos. Pero una patada del gigante lo envió por alto, yendo a estrellarse contra un árbol copudo y robusto semejante a un cedro. Luego, en un sendero, agarró a un ciervo en mitad de su fuga veloz y lo subió a la altura de su pecho, colocándolo a corta distancia de Flimnap, de modo que el asustado animal, al mover la cabeza, casi le tocaba con las puntas de su cornamenta.
El profesor cayó desmayado de miedo en el fondo del bolsillo, mientras el gigante volvía a inclinarse sobre la tierra para dejar al ciervo en libertad.
Tuvo que atender a su traductora, sacándola de su refugio, después de esta broma un poco ruda. Se sentó en el suelo, rompiendo bajo su peso varios árboles. Luego metió una mano en un arroyo próximo, pasando dos dedos sobre la cara de su acompañante. Esta empezó a despertar bajo la caricia húmeda.
- ¡Oh, gentleman!- suspiró con acento de reproche-. ¿Por qué me ha dado ese susto?... ¡Yo que le amo tanto!
A pesar de este tono de queja, se notaba en su voz y en sus ojos una expresión adorativa, como si estuviese dispuesta a sufrir nuevos terrores a cambio de contemplar la majestuosa autoridad que ejercía su amigo sobre una selva donde habían temblado de emoción tantos cazadores valerosos.
El gigante la dejo por unos momentos sentada al borde del arroyo, para meterse otra vez entre los árboles.
- Quiero llevarme un recuerdo de esta visita -dijo a Flimnap.
Y el profesor vio como cogía con ambas manos un árbol que le llegaba a la cintura, empezando a moverle a un lado y a otro, cual si pretendiese arrancarlo del suelo.
Una nube de hojas envolvió al gigante. Varios pájaros se escaparon lanzando chillidos. El árbol crujía cada vez mas ruidosamente, hasta que al fin se rompió junto a las raíces. Gillespie fue tronchando sus ramas, y así pudo fabricarse un bastón que mas bien era una cachiporra, gruesa de abajo, delgada de arriba y con varias púas que marcaban el ramaje roto.
Hizo un molinete con el tal bastón, que estremeció a los árboles inmediatos, extendiendo una brisa ondulatoria sobre gran parte de la selva. Se sentía con esta cachiporra en la diestra menos esclavo de los pigmeos. Sonrió pensando que hasta era capaz de echar abajo el par de máquinas aéreas que le vigilaban haciendo evoluciones sobre su cabeza. Un simple garrotazo podía acabar con las dos si es que volaban, como otras veces, cerca de el para tenerle al alcance de su lazo metálico.
Al cerrar la noche volvió el Hombre-Montaña a su alojamiento. Tanta era su alegría después de esta excursión, que durante el camino de regreso, influenciado por la dulzura del atardecer, empezó a cantar mientras marcaba el paso, llevando sobre un hombro el árbol convertido en garrote.
Su canción era una marcha belicosa de las que entonaba el ejército americano durante la guerra en Francia. Cuando se fatigaba de cantar silbaba, y todos los del cortejo, contagiados por su alegría, intentaban imitarle. Las muchachas de la escolta, no menos regocijadas y enardecidas por la excursión, acompañaban el canto del gigante golpeando sus casquetes con sus espadas. Las aviadoras de larga pluma coreaban la canción o los silbidos desde sus máquinas aéreas, que flotaban muy cerca de Gillespie. Los habitantes de las cabañas y de los pueblecitos corrían hacia el camino, atraídos por esta música ruidosa que parecía venir de las nubes.
Aquella noche el profesor Flimnap escribió un largo informe dirigido a sus superiores, en el que relataba la alegría del prisionero, insistiendo sobre la necesidad de proporcionarle diversiones para que gozase de buena salud. Así los sabios del país podrían enterarse, gracias a sus confidencias, de la civilización de los Hombres-Montañas.
Después de redactar este documento solo durmió unas horas. Debía partir al amanecer en la máquina volante que hacía el viaje a una de las ciudades mas lejanas de la República. Le aguardaban allá para que diese, ante un público inmenso, otra de sus conferencias sobre el coloso.
Este, fatigado por su excursión del día anterior, y sabiendo que Flimnap no vendría a verle, se levantó tarde. Paso dos horas en el río, dedicado a su limpieza corporal, divirtiéndose al mismo tiempo en arrojar manotadas de agua a la orilla de enfrente, donde los curiosos se arremolinaban y huían riendo de estas trombas líquidas.
Cuando subió a su vivienda, vio que la servidumbre trabajaba ya en torno de las cocinas, preparando el gigantesco almuerzo.
Ocupó Edwin su escabel, apoyando los codos en la mesa; pero al abarcar con su vista la planicie de madera, tuvo un agradable encuentro. Había alguien mas que los atletas que dormitaban junto a la grúa. Sentados en el lomo del libro de poesías traído por Flimnap, y que hacia ahora oficio de banco, vio a Popito y a Ra-Ra. Los dos amantes conversaban con las manos unidas y mirándose a corta distancia.
- No se molesten ustedes -dijo el gigante--. Continúen.
Pero estas palabras resultaban irónicas, pues ninguno de los dos se había movido al llegar el Hombre-Montaña ni parecieron enterarse de su presencia.
Gillespie no pudo ofenderse por este egoísmo, propio de enamorados. También el cuando había conseguido una entrevista con miss Margaret en un paseo de Nueva York o en un jardín de California, era capaz de no mostrar el menor interés ni llevarse la mano al sombrero aunque pasase por su lado el presidente de la República. El amor tiene bastante con sus propios asuntos y no deja espacio a las otras curiosidades de la vida.
- Ha hecho usted bien, doctor Popito -continuó alegremente-, en aprovecharse cuanto antes de mi permiso. Hablen todo lo que quieran. Aquí tienen al Padre de los Enamorados, que los defenderá del Padre de los Maestros y de todos los Consejos que intenten su persecución. Sobre esta mesa pueden considerarse más seguros que sobre la más alta montaña. Me basta dar un puntapié a sus patas para demoler todos los caminos de subida, cortando el paso a los perseguidores.
Los dos amantes agradecieron al Gentleman-Montaña su protección. Pero a pesar de esta gratitud, se adivinaba en ellos que hubiesen preferido verse solos, sin la obligación de conversar con el gigante.
Gillespie también excusó tal egoísmo; lo mismo le ocurría a el cuando hablaba con miss Margaret. Pero aquella mañana sentía un vivo deseo de ponerse en comunicación con estos dos seres que reproducían su propia existencia como una miniatura reproduce un rostro humano.
- Desde que tuve el gusto de conocerle, doctor Popito -continuo-, llevo en mi memoria una pregunta, y aprovecho la oportunidad para que me la conteste. ¿Cómo usted, una mujer, ama a este hombre terrible que desea la derrota del gobierno femenino y que la sociedad vuelva a estar constituida como antes de la Verdadera Revolución?...
- Le amo -dijo Popito- por lo mismo que soy mujer y quiero continuar siéndolo. No crea, gentleman, que todas las de mi sexo en este país estamos contentas de la tiranía de nuestro gobierno y de la situación abyecta en que mantiene al hombre, haciendo de él un vencido. Del mismo modo que entre los varones se va formando el partido masculinista, entre nosotras surge un movimiento de protesta dirigido por las mujeres que aspiran a una vida dulce y de concordia entre los sexos: una vida sin violencias, sin que ninguno de los dos grupos en que se divide la humanidad impere sobre el otro ni abuse de el. No queremos que el hombre sea el déspota de la mujer, como en otros tiempos; pero tampoco que la mujer sea el tirano del hombre, como en la actualidad. ¿Por qué no pueden ser iguales los dos, manteniéndose en inalterable armonía gracias a la dulzura y, sobre todo, a la tolerancia?...
Además, gentleman, yo, como dice mi padre y otras mujeres intransigentes, tengo un alma de esclava, porque a todas ellas les parece una esclavitud no ser las primeras en cualquier momento y no poder dominar y maltratar al ser que marcha a su lado. A mí, la libertad a solas, la independencia áspera y egoísta, no me seducen. Necesito vivir acompañada, verme protegida, apoyarme en alguien, y solo pido que, a cambio de mi sumisión cariñosa, me respeten, se muestren ciegos para mis defectos y, sobre todo, me amen.
Somos ya muchas las que pensamos así. Tres generaciones de mujeres han vivido como embriagadas por su triunfo, vengándose de un largo pasado de esclavitud con disposiciones atroces. Nosotras no tenemos nada que vengar; hemos nacido dentro de unas familias en las que el hombre ocupa una situación inferior y humillante, y esto nos hace ver el presente con más claridad y más independencia que pueden verlo nuestros progenitores. Es la reacción inevitable después de un periodo de violencias, el retroceso al buen sentido después de un avance exagerado.
- Pero su Ra-Ra -dijo el gigante- tiene otros pensamientos. Sueña con repetir a favor de los hombres todas las violencias que realizaron las mujeres al ocurrir la Verdadera Revolución.
- No crea usted sus palabras -dijo Popito con dulzura-. Ra-Ra es bueno, aunque parezca amargado y cruel por las persecuciones de que se ve objeto.... Yo estoy a su lado, y cuando el amor une verdaderamente a dos seres, el hombre solo es perverso si la mujer se lo consiente.
Hubo una larga pausa. Mientras Popito hablaba, su amante, con la vista baja, parecía reflexionar.
- Además -continuó ella-, ¿cuándo triunfará Ra-Ra?... Yo lo deseo, aunque esta victoria signifique la desgracia de mi padre y la desaparición del gobierno de las mujeres. Así podría vivir tranquila, sin las angustias que sufro actualmente, pues temo de un momento a otro ver preso y condenado a muerte al hombre que amo. Pero ¿es posible esa victoria?... Cada vez la veo más lejana. Las mujeres triunfaron tal vez para siempre al apoderarse de la fuerza.
Las palabras de Popito hicieron que Ra-Ra saliese de su abstracción. Tomo un aspecto de inspirado, de conductor de muchedumbres, una actitud heroica, que contrastaba con sus vestiduras femeniles.
- Nuestro triunfo llega -dijo con voz sorda-. Están contados los días de la tiranía de las mujeres. Anoche recibí grandes noticias. Un esclavo de la servidumbre de nuestro gigante me entregó un papel que le había dado otro esclavo venido de una de las ciudades más remotas de la República. El número de nuestros adeptos aumenta. Tal vez somos ya un millón.
Pero el número representa poco. Lo que vale es el trabajo de los hombres inteligentes que desean emanciparse de una vida de harén y apelan al estudio como único medio de conseguir la libertad.
Hemos encontrado a un octogenario que de joven hizo la guerra con el generalísimo Ra-Ra, mi heroico abuelo. Este anciano conoce el mecanismo de todos los aparatos de combate que se conservan en las universidades. Acuérdate, Popito, que tu y yo, cuando éramos muchachos y vivíamos en la Universidad, nos hemos deslizado ocultamente en los almacenes de la Facultad de Historia para ver de cerca las bestias de acero, gloriosas y mudas, sin poder adivinar como funcionaron en otros tiempos....
- Pues bien -continuó Ra-Ra con entusiasmo después de una larga pausa-, ese anciano lo sabe; ese guerrero escapado a la venganza de las mujeres prepara la resurrección de un mundo de honor caballeresco y de heroísmo, comunicando sus conocimientos a los jóvenes.
- ¿Y de qué puede servirles todo eso? -interrumpió Gillespie-. Yo conozco la historia de este país, que usted parece haber olvidado? Y los rayos negros?
Ra-Ra levantó los hombros con una expresión de menosprecio.
- ¡Oh, los rayos negros! -dijo al fin-. El invento de una mujer bien puede sobrepujarlo el invento de un hombre. Nuestros sabios trabajan... y no quiero decir mas. Vamos a encontrar algo que nos dará la victoria, y yo vendré a salvarle, gentleman, antes de que ordene su muerte el gobierno de las mujeres.