El paraíso de las mujeres/Capítulo XVI

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Donde el Hombre-Montaña deja de ser gigante y da por terminado su viaje


Se vio envuelto en pegajosa obscuridad. Una fuerza voraz tiraba de el, absorbiéndole. Así fue descendiendo a las regiones inferiores, donde las tinieblas eran aún más densas.

Braceó desesperadamente al sentir las primeras angustias de la asfixia, dando al mismo tiempo furiosas patadas en el ambiente líquido. Tenía la certeza de que iba a morir ahogado, y esto mismo comunicaba a sus fuerzas un nuevo vigor.

- ¡No quiero morir, no debo morir! -se decía Edwin.

El egoísmo vital se había apoderado de el, borrando las tristezas sentimentales de poco antes. Ya no se acordaba de la dulce Popito ni de Ra-Ra, suicida por amor. Este pigmeo podía matarse, era dueño de su vida, y el no pensaba negarle el derecho a disponer de ella. Pero el Gentleman-Montaña no alcanzaba a comprender en virtud de que razones debía imitar al otro, solamente porque se parecían, como una persona se asemeja a un retrato suyo en miniatura.

Como el joven americano deseaba prolongar su vida, agitó brazos y piernas, no sabiendo en realidad si el abismo seguía absorbiéndolo o si lograba remontarse poco a poco hacia la superficie.

Su deseo era terminar lo más pronto que fuese posible esta vida flotante y anormal, en la que su cuerpo tenía que luchar contra las leyes físicas, trabajando desesperadamente por libertarse de los tirones de la gravitación. Solo aspiraba a encontrar un punto de apoyo, algo sólido que poder asir con sus manos.

Tan vehemente era este deseo, que no tenía en cuenta la magnitud del objeto. Una botella cerrada, un simple tapón flotante, bastarían para sostener todo su cuerpo. Lo esencial era encontrar donde agarrarse.

Y de pronto su mano derecha sintió el duro contacto de una madera pulida y firme.

Se cogió a ella con la crispación del que va a morir; la oprimió como si pretendiese incrustar sus dedos en la venosa y compacta superficie. Después pego a ella su otra mano, y, apoyándose en este sostén, fue elevando todo su cuerpo.

Tan grande resultaba la violencia del esfuerzo, que la madera crujió, esparciendo un sonido de rotura a través del ambiente líquido y pegajoso.

Poco a poco saco la cabeza fuera del agua y vio que había cerrado la noche. Pero la lobreguez nocturna estaba cortada por el resplandor de un sol rojo cuyos rayos parecian de sangre fluida.

Este sol lo tenía sobre su cabeza, e instintivamente volvió los ojos para verlo. Era simplemente una lamparilla eléctrica resguardada por un vidrio concavo.

Aturdido por tal descubrimiento, cerró los ojos para condensar sus sentidos y poder apreciar lo que le rodeaba sin absurdos fantasmagóricos. El hecho de que el sol se convirtiese de pronto en una lampara eléctrica le hizo sospechar que estaba dormido o que el descenso al abismo oceánico había perturbado sus facultades mentales.

Volvió a abrir los ojos, limitándose a mirar enfrente de el. Lo primero que vio fue sus pies descansando sobre algo que estaba más alto que el suelo; después contempló este suelo, que era de madera limpia y brillante, con ensambladuras muy ajustadas; y más allá, como último término, una barandilla recubierta exteriormente de lona pintada de blanco. Sobre esta baranda se abría una obscuridad misteriosa que parecía exhalar el aliento salitroso del infinito.

Sintió dolor en las manos a causa de la tenacidad con que estaban agarradas al objeto providencial que le había servido de punto de apoyo en su agonía de náufrago.

Los ojos de Gillespie, todavía mal abiertos, siguieron la longitud de uno de sus brazos, en busca de las manos, para encontrarlas al fin agarradas a una madera de color de manteca, pulida y brillante. Esta madera afectaba una forma que no era desconocida para Edwin.

Después de examinarla con los titubeos de un entendimiento todavía confuso, acabó por descubrir que era el brazo de un sillón. Una vez hecho este descubrimiento, todo lo demás resultó fácil para él; sus facultades despertaron instantáneamente, ayudándose unas a otras.

Se dio cuenta de que estaba sentado en un sillón, con las piernas extendidas. Luego se incorporó, soltando el brazo de madera, que dejó oír un nuevo quejido de quebrantamiento al verse libre de la desesperada opresión. Rápidamente fue reconociendo el verdadero aspecto de todo lo que le rodeaba. El sol rojo no era mas que una lampara eléctrica de las que alumbran el puente de paseo de un paquebote.

Gillespie tardó en reconocer el buque. ¿Qué hacía el allí?... ¿Quién le había traído?... Quiso echar una pierna fuera del sillón, y su pie tropezó con algo que resbalaba sobre la madera lanzando un susurro, como de frote de papeles.

Al avanzar su cabeza vio un libro caido, que tenía el lomo en alto, ostentando en su tapa de colores un hombre con casaca a la antigua, las piernas en forma de compas, y pasando entre ellas un ejército de pigmeos. La vista de este dibujo le ayudó a despertar completamente, reanudando el funcionamiento de su memoria.

No había hecho mas que dormir, como tantos protagonistas de cuentos y comedias, soñando con arreglo a su última lectura y viendo las escenas de su ensueño lo mismo que si realmente transcurriesen en la realidad.

Sintió un escalofrio, y poniéndose de pie, miró su reloj. Eran las ocho. Los pasajeros debían estar ya terminando de comer. Al extremo de la cubierta de paseo jugueteaban tres niños vigilados por una institutriz. Tal vez les pertenecía aquel libro que había hecho pasar a Gillespie cuatro horas de continuos ensueños, inmovil en un sillón, mientras por el interior de su craneo desfilaban las escenas de una historia tan interesante como inverosímil.

Al verle despierto y de pie, los niños hicieron esfuerzos por ocultar sus risas. Debían haber pasado muchas veces ante su asiento, contemplando como se agitaba y hablaba en voz baja sin dejar de dormir.

La risa sofocada de los tres y de la institutriz le hizo abandonar el puente, bajando a los salones del paquebote. El americano, después de tanto soñar, sentía hambre, un hambre solo comparable a la que había sufrido cerca del puerto de la Ciudad-Paraiso de las Mujeres mientras esperaba inútilmente el envío de víveres prometido por la enamorada Flimnap.

Pero la evocación de esta parte material de su ensueño sirvió para resucitar en su memoria la imagen de la dulce Popito y la escena de su muerte.

Pepito era miss Margaret, y al recordar como había fallecido sobre una de sus manos y como la había arrojado al agua, se sintió invadido por los más tristes presentimientos.

Reconoció de pronto que los supersticiosos no son dignos de burla, como el había creido siempre. Se imaginó que todo lo que llevaba visto en sueños no era más que una preparación para llegar a la muerte de Popito y que esta muerte debía considerarla como un aviso de las potencias misteriosas que rigen el curso de la vida humana.

- Miss Margaret ha muerto, estoy seguro de ello -se dijo el joven.

Y en el comedor, cada vez más solitario, pues los pasajeros abandonaban ya las mesas, Gillespie dejó intactos todos los platos que le presentó el camarero.

- Ha muerto, ha muerto indudablemente.

Cuando vio entrar al encargado de la telegrafía sin hilos del paquebote, mirando a un lado y a otro, con un pequeño sobre en una mano, Edwin se incorporó para atraer su atención.

Estaba seguro de que le buscaba a el, trayéndole la más fatal de las noticias.

Efectivamente, el telegrafista fue hacia su mesa y le entregó el despacho.

Gillespie abrió el sobre con mano temblorosa, buscando inmediatamente la firma del telegrama. ¡Lo que el había pensado!... El despacho iba suscrito por mistress Augusta Haynes.

No considero necesario leer las líneas del texto. ¿Para qué?... Sólo un acontecimiento terrible podía obligar a esta señora, tan enemiga suya, a enviarle un telegrama.

- Ha muerto; efectivamente, ha muerto.

Danzaron ante sus ojos las luces del comedor; después se fueron debilitando, como si les faltase la fuerza del fluido. Un velo acuático acababa de correrse entre sus ojos y estas luces. Y para que los pasajeros retardados no le viesen llorar, Edwin Gillespie inclinó la cabeza permaneciendo así mucho tiempo.

Al fin volvió a abrir el despacho instintivamente, para leerlo línea por línea. Sentía el deseo amargamente atractivo que nos impulsa a paladear los grandes dolores. Necesitaba saber como había sido su desgracia, conocerla detalle por detalle, rebuscando entre las palabras inmóviles y secas del telegrama la vibración de aquella catástrofe, sin interes para el resto de los humanos, pero la más grande que podía ocurrir en el mundo para la madre y para él.

Se movió en su asiento nerviosamente al leer las primeras palabras. ¡Miss Margaret no había muerto!... La madre le decía simplemente que su hija estaba enferma, muy enferma, y para que recobrase la salud, ella rogaba a Gillespie que regresase cuanto antes a los Estados Unidos.

Quedó aturdido por el texto inesperado del despacho. Experimentó una gran alegría, avergonzándose a continuación de ella. El desesperado pesimismo que había sentido en los primeros momentos se reprodujo, haciéndole buscar en el telegrama la parte más alarmante, o sea las primeras palabras.

¿Qué importaba que la orgullosa señora, olvidando la altivez con que siempre le había tratado, se humillase hasta formular este llamamiento?... Lo concreto, lo seguro, era que Margaret estaba muy enferma. Para que mistress Augusta Haynes se decidiese a llamar al ingeniero Gillespie -pretendiente que nunca había sido de su gusto- era preciso que la hija estuviera en verdadero peligro de muerte. ¡Y el que se hallaba al otro lado del mundo, separado por una navegación de varias semanas!...

Pasó la noche sin dormir, saltando de su lecho para pasear por el puente y volviendo a meterse en el camarote con un deseo siempre incumplido de lograr un poco de sueño.

- ¡Quién sabe si ya habrá, muerto! -pensaba tenazmente bajo el influjo de su pesimismo-. Cuando la madre ha enviado este despacho, es indudable que Margaret va a morir.... ¡Y yo sin poder realizar los deseos de esa señora, que parece me espera con ansiedad!... ¡Qué idea la mía de emprender un viaje a estas tierras remotas!

Después del amanecer subió a la última cubierta, paseando cerca del puente de mando para poder hablar con alguno de los oficiales.

Encontró a uno que no se parecía en nada al que había visto durante su ensueño, ocupando juntos el mismo bote cuando abandonaron el buque próximo a hundirse.

Quiso saber los medios más seguros para regresar a los Estados Unidos cuanto antes, y el oficial le habló de un paquebote que partiría de Melbourne horas después de la llegada de este en que iban ellos.

La buena noticia animó un poco a Gillespie, haciéndole pensar en la remota posibilidad de que sus asuntos pasionales obtuviesen finalmente una solución dichosa.

Cuando se dirigía al comedor en busca del desayuno, escuchó su nombre. Era el empleado del telégrafo, que le buscaba para entregarle un nuevo despacho.

Sintió que toda su sangre afluía al corazón, dejando sus miembros en una frialdad cadavérica. Después el torrente sanguineo refluyó con violencia, esparciendo por todo su cuerpo una picazón cáustica.... Lo que el había presentido durante la noche iba a realizarse. El primer telegrama de la madre era una especie de preparación para que el dolor lo fuese recibiendo por gradaciones. Le había anunciado que Margaret sólo estaba enferma, para horas después enviarle un segundo telegrama con la terrible noticia de su muerte.... Y el telegrama estaba allí al alcance de su mano.

Pero el telegrafista, un jovenzuelo de ojos maliciosos, le miraba sonriente, y se adivinaba en su sonrisa algo que tal vez tenía relación con el despacho.

En el primer momento Gillespie se sintió tan irritado por esta jovialidad, completamente en desacuerdo con su dolor, que hasta tuvo el propósito de gratificar al joven con un puñetazo entre ambas cejas. Después pensó que el telegrafista estaba enterado indudablemente de lo que contenía el sobre, y era inverosímil que entregase sonriendo una noticia de muerte.

Hasta se imaginó que su sonrisa actual era continuación de otras sonrisas anteriores que no había podido reprimir mientras con un lápiz en la mano y el casco de orejas metálicas en la cabeza escribía las palabras misteriosas llegadas a través de la atmósfera.

Gillespie le arrebató el despacho para abrirlo.... ¡Oh Dios! ¡La firma de miss Margaret!

Y después de leerlo en un silencio entrecortado por su respiración jadeante, empezó a reir. Luego dijo en voz alta, con tono de admiración y regocijo:

- ¡Oh, las mujeres! ¿Quién podrá nunca luchar con las mujeres?

Saludó el telegrafista, asintiendo a estas palabras, y sus ojos parecieron decir: "El gentleman tiene mucha razón."

Luego se marchó para que Edwin pudiese volver a leer con toda calma aquel papelillo que contenia todo un mundo de felicidad.

La dulce miss Margaret Haynes le telegrafiaba para ordenarle que volviese cuanto antes, añadiendo que si había recibido un despacho de su madre con la noticia de que ella estaba gravemente enferma no hiciese caso alguno.

Su salud era mejor que nunca; pero había necesitado fingirse enferma durante un mes, con gran abundancia de melancolias y llantos, y hasta privarse de bailar en tanto tiempo. Esto último era lo que había asustado más a la madre, haciéndola creer en una muerte próxima; y como amaba mucho a su hija, la grave señora había acabado por acceder a su matrimonio con el ingeniero.

La consideración de que Margaret había podido privarse de bailar durante cuatro semanas para casarse con Edwin conmovió a este profundamente. "¡Adorable criatura!... ¡Imposible pedir mayor sacrificio!..." ¡Ay! ¡Cómo deseaba tenerla en sus brazos, de cinco a siete de la tarde, en cualquier hotel de las riberas del Atlántico o del Pacífico, bailando al son de una orquesta de negros, cadenciosa y disparatada!

Su impaciencia le hizo subir otra vez al puente, en busca del mismo oficial.

- ¿Cuándo llegaremos a Melbourne?

- Dentro de tres horas.

- ¿Está usted seguro de que el otro vapor sale en seguida para San Francisco?

- Zarpará lo más tarde mañana al amanecer.... Tal vez salga hoy, y tendrá usted que moverse mucho para obtener un buen camarote y trasladar su equipaje.

¡Oh, Providencia, que alguna vez te acuerdas de los enamorados!... Gillespie, después de tales noticias, bajó al camarote para preparar sus maletas. Pero mientras cumplía este trabajo mecánico, su imaginación empezó a galopar por los campos del futuro, creando instanténeamente las escenas más risueñas.

Se vio unido a miss Margaret Haynes, que había pasado a ser mistress Gillespie. Recorrió la casa que habitarían en Nueva York, improvisando en unos segundos, sin gasto alguno y sin discusiones con los proveedores, todas sus piezas, amuebladas con gran comodidad.

Después, dando una cabriola sobre el obstáculo de diez años, se contempló entre varios niños hermosos, bien vestidos y de una gracia conmovedora, iguales a los que se muestran en los escenarios de los teatros y en el lienzo luminoso de los cinemas.

La señora Gillespie, mamá de todos ellos, estaba más bella que nunca, con ese esplendor de verano hermoso que proporciona la maternidad y un aterciopelamiento azucarado de fruto en plena sazón.

Pero de pronto su fantasía optimista se estremeció, dando un salto atrás. Acababa de ver a alguien que había olvidado. La solemne mistress Augusta Haynes pasó ante sus ojos. ¿Cómo se portaria con el?... ¿Sería la serpiente del paraíso que acababa de crear?...

Su optimismo acabó por no tener en cuenta el aspecto imponente y duro de la madre de Margaret. El fondo de su caracter tal vez era bondadoso, como afirmaba la hija.

- ¿Y si no lo es?... ¿Y si no lo es?...

Gillespie, ante tal duda, se sintió con un alma enérgica hasta la crueldad.

Lo que el deseaba era que Margaret le amase siempre. Contando con el cariño de su esposa, no había suegra que le infundiese miedo.

Nueva York y San Francisco estan a orillas del mar, y el se acordó de lo que había hecho cierta noche, estando en la playa, con el ilustre Momaren, Padre de los Maestros y madre de la dulce Popito.

Y lo que hace un gigante puede repetirlo igualmente un simple hombre, siempre que no le falte buena voluntad.