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El pasaporte amarillo: 01

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El pasaporte amarillo
de Joaquín Dicenta
Capítulo I

Capítulo I

La Judería es, en esta noche, museo de alabastros. Cayó en ella la nieve, y congelándose después; ha realizado el prodigio. Gracias a la nieve parece el barrio miserable, iluminado por la luna, un capricho arquitectónico de gnomos. Los cristales del hielo relumbran como piedras preciosas.

Por encima de esos cristales resbala, con homicida cuchicheo, el viento de la estepa. Refugiado en el quicio de un portalón, próximo a la casa de Isaac, aúlla un perro la muerte.

La familia del anciano judío se agrupa en torno del hogar.

Previamente se mojaron los troncos para que ardiesen muy despacio; las mujeres espolvorean con ceniza las ascuas, a fin de que duren más tiempo. Apenas llamea la leña humedecida, y sus llamas son anémicas, intermitentes. Cuando se desprenden del tronco y flotan por la chimenea, parecen fuegos fatuos. El humo que asciende a la campana dibuja sobre sus paredes frases jeroglíficas.

-Por todos se queja -murmura tristemente el viejo, oyendo a un leño chasquear. ¡Suerte cruel la de nuestra raza -prosigue- en esta Rusia, donde Jehová dispuso que naciéramos!

Isaac deja ir contra el pecho su cabeza de blancas y despeinadas barbas, de pelo que se eriza, a mechones, bajo un casquete renegrido; sus labios se contraen, irónicos, contra unas encías desprovistas de dientes; su gran nariz tiembla por las fosas y sus ojillos relampaguean entre las arrugas de los párpados.

-¡El Padre!... -exclama, tras una pausa que nadie se atreve a interrumpir-. Con tal nombre designan, designamos al zar sus súbditos. ¡Padre quien nos expolia, por mano de sus agentes administrativos, y por mano de sus agentes policíacos, esgrime sobre nuestras carnes el knout!...

-¡Chist! -modula la esposa-. Seguro es que atranqué bien la puerta y que no estamos en casa más que tú, las nietas y yo; pero ciertas palabras, ni a solas deben pronunciarse. En Rusia tiene la soledad oídos.

-Verdad hablas, Raquel -contesta el anciano, mientras su mujer acaricia a las nietas.

-¡Ay! -continúa Isaac-. Si esta vida de miserias y de perpetuo sobresalto fuera únicamente para ti y para mí, no me quejara yo. Viejos somos y la muerte no tardará en ahorrarnos martirios. Tal vez ese perro que aúlla anuncia nuestro fin. Venga cuando Jehová ordene. Pero ellas -añade, poniendo su mirada en las mozas-, son jóvenes y son mujeres. ¿Qué será de ellas al dejar nosotros de ser?

-A la voluntad del Señor queda -responde la más joven de las hermanas-. Él, que nos trajo al mundo, marcará nuestro derrotero. Como supo la abuela compartir contigo escasez e injusticias, sabré yo compartirlas con mi prometido Nathán, cuando me haga su esposa. Siempre, aun en la más horrible existencia, en el más duro sino, hay horas felices. Pocas nos aguardan, llevas razón, abuelo; pero estando juntos yo y Nathán, con las pocas tendremos suficiente. Esas pocas horas felices nos darán resignación para sufrir las muchas horas malas.

-¡Resignación!... -replica la otra hermana, con ironía desdeñosa-. Resignándose y esperando en el verdadero Mesías, que no tiene prisa por llegar, vive nuestra raza va para dos mil años. ¡Ya es esperanza, y ya es paciencia!

-Sobradas serán para ti, que llevas en el corazón el espíritu de la rebeldía.

-Como son cortas para ti, que llevas el de la servidumbre.

Las dos hermanas callan, mirándose hito a hito.

La menor, Sara, es rubia, de ojos berilianos, frente baja y labios sensuales. Falta en ellos el pliegue enérgico de la voluntad, como falta la sangre en su piel de blancura lechosa.



Débora es morena, de pálido y nervioso cutis; sus pupilas brillan, con firmeza indomable, entre el pestanal, recio y corto; sus labios son finos; alta su frente, dibujada en forma de torre.

-¡Esperar siempre! ¡Siempre resignarse!- dice Isaac, reanudando la conversación. Ochenta años de vida sumo. Al cabo de ellos, ¿qué me aguarda? Si mi existencia se prolonga, aumento de penalidades, que la vejez lo trae; después dé la muerte... ¿Hallaré pago a los sufrimientos de aquí con las dichas del más allá?...

-En blasfemia incurres, si lo dudas -interrumpe Raquel- porque desconfías del Altísimo. A más de ello, no es tan malo nuestro presente. Ruin condición la de los judíos en Rusia; como a casta infame se nos mira; pero nosotros, comparándonos con muchos con vecinos, no debemos quejarnos. Al fin y a la postre tenemos lo preciso a nuestro sostén. Tu comercio, dentro de su modestia, proporciona el yantar, el vestir y el acojo de la familia toda. Nathán es honrado y es hábil; pocos lo ganan en astucia para embaucar compradores. Sara y él nos ayudarán, acreciendo los ahorros hurtados por tu ingenio a las codicias de la Administración.

-No es fácil que descubran el escondite -responde Isaac, mientras sus pupilas chispean-. Bien huroneaban los agentes en el embargo último que hicieron. Huroneo perdido. Mis rublos, y los que legara a estas niñas Josefo, están salvos de inquisiciones. Si muero antes que tú, Raquel, hallarás intacta la porción que en los ahorros te corresponde, como hallarán intacta mis nietas la herencia de su padre.

-De ella quisiera hablar -interrumpe Débora.

-Habla.

-Todos sabéis que, desde muy niña, tuve aficiones al estudio.

-Orgullo eres de nuestra casa y de los maestros a quienes debes tu cultura. El rabino Ezequiel, hombre de gran ciencia, se hace lenguas de ti y afirma que para una mujer de tus méritos no hay en esta ciudad ambiente.

-A eso voy, abuelo; Ezequiel habla bien, no cuando habla de mi sabiduría, cuando asegura que mis aspiraciones no hallan ambiente en la ciudad. Tengo hambre de aprender, de conseguir el último grado en los estudios de mi predilección. Para ello necesito vivir, en una capital universitaria, Petersburgo, Kiew... la que, sea.

-¿Pretendes, hermana, separarte de los abuelos y de mí?

-Para instruirme, para hacerme digna de las esperanzas que pusieron en mí los maestros, para tornar después a vosotros y ayudaros con mi labor. ¿Es la empresa tan ruin?

-Grande y generosa como tú -responde la abuela, cogiendo entre sus manos el rostro de Débora y besando su frente.

-Muchas son -añade el abuelo- tu inteligencia y tu energía. No obstante...

-Concluye.

-Eres mujer. Es muy difícil a mujeres conseguir lo que tú deseas.

-Otras lo consiguieron. No me juzgo con menos voluntad y menos aptitudes que ellas. Para llegar donde ellas, iré a una ciudad universitaria; allí ensancharé y terminaré mis estudios. No es cara la vida en esas poblaciones; yo no me asusto de estar sola. Sólo me precisa dinero. De ahí que recurra a ti suplicándote que me auxilies con un algo de los ahorros que me dejó mi padre en herencia.

-No necesitas suplicar; mandar puedes. Eres, si no por la ley, por mi gusto, dueña de tus acciones. No hallarás en mí obstáculo al logro de tus nobles propósitos. El obstáculo existe en otra ley, distinta a la de la mayoría de edad.

-¿Qué ley?

-La ley de Residencia impide a las hembras judías trasladarse solas a ciudad y barrio distintos de aquellos donde con sus deudos residen.

-Hay forma de evitarla.

-¡Débora!

-La hay y la emplearé.

-¡Hermana!

-¡El pasaporte amarillo! La cédula de...

-Sí.

-¿Olvidas que el pasaporte amarillo sólo se da a las prostitutas; que no más quienes ejercen tan cruel y vergonzosa profesión pueden utilizarlo?

-No lo olvido; pero la cédula de infamia me permitirá ir libremente por todo el imperio. Lo que a otras desdichadas sirve para comerciar con su carne, me servirá para engrandecer y dignificar mi inteligencia. No seré la primer virgen de mi raza que utilizó el afrentoso pasaporte en bien de su cultura.

-Hija mía... Cuando exhibas el papel envilecedor, por envilecida te darán. Si tú propia vas por el mundo mostrando un padrón de deshonra, ¿quién verá tu honradez?

-Dios, que entra en las almas.

-Oye.

-Mi resolución es inquebrantable.

-Dueña eres de ti -replica Isaac, tras una pausa-. Mi deber es decirte los peligros a que te expones.

-Lo sé, y no los temo. Digna de vosotros tornaré a este hogar, cuando torne. Espero en la voluntad de Dios y en la mía. Con ellas triunfaré.

Puesta en pie, erguido el busto, echada atrás la valiente cabeza y desafiando con los ojos el porvenir, es la virgen reencarnación de su par en nombre, «la mujer fuerte de la Biblia».

-Sea como tú quieres y como decrete el Señor -dice solemnemente Isaac, imponiendo sus manos sobre los cabellos de Débora.

El can, refugiado en el quicio del portalón, sigue aullando la muerte.