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El pecado natural

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Cuentos del hogar
El pecado natural

de Antonio Trueba


El pecado natural

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Cuando el diablo, según unos, o el lobo, según otros, se hartó de carne, se metió fraile. Algo muy parecido a lo del diablo o el lobo hicieron Rafael Ezquerra y su prima Carolina López.

De polluelos jugaron un poco a los novios, pero este juego siempre con el mismo compañero, no, tardó en parecerles soso y monótono, y desistieron de él, yendo cada cual en busca de la variedad, en que dicen está el gusto.

Pertenecían ambos a lo que se llama la buena sociedad de Madrid, y durante diez o doce años, ambos se hicieron célebres en ella por la asombrosa facilidad con que en la dulce guerra de amor conquistaban una plaza, la abandonaban, y a conquistar otra.

A Rafael le llamaban el tenorio del siglo XIX, y en verdad que este nombre le estaba como pintado: tenía tan diabólica habilidad para enamorar a las mujeres, que donde ponía los ojos ponía la flecha amorosa.

Así fue que Rafael tuvo durante diez o doce años aterrados a los padres, a los tutores y a los maridos madrileños.

Y el muy bribón no se contentaba con lo que se contentan los tenorios moderados y razonables, que es tener cuatro o seis buenas chicas a la vez y no tronar con ellas hasta pasar siquiera cuatro o seis días. No señor; el muy bribón había de tener a la vez siquiera una docena, y había de tronar con ellas lo más tarde al tercer día.

De modo y manera que sería el cuento de nunca acabar el referir las chicas que tomaron fósforos o se pusieron tísicas por el tal Rafael, los novios a quienes Rafael birló la novia, los matrimonios que infernó y los desafíos y las palizas en que fue héroe victorioso.

Muchas veces se decía a sí mismo, o le decían, que su conducta era altamente pecaminosa; pero continuaba pecando, porque se hacía o hacía esta reflexión:

-Será pecado lo que yo hago, pero es pecado muy natural, puesto que mi naturaleza me inclina irresistiblemente a él. En este pícaro Madrid encuentra uno a cada paso una buena chica, y eso de que yo la encuentre y no le haga caso es conversación y agua de pilón. Señor, si las chicas y yo nos gustamos, ¿no es natural que nos hablemos y todo lo echemos a rodar por salirnos con nuestro gusto? Será pecado y todo lo que ustedes quieran lo que yo hago y aun lo que hacen ellas, pero es pecado muy natural, y yo no quiero ni puedo renunciar a él.

¡Vaya un modo de discurrir que tenía el muy bribón de Rafael Ezquerra!

Pues el modo de discurrir de Carolina López allá se andaba con el de Rafael. Sus coqueteos la hicieron célebre por espacio de los mismos diez o doce años en la buena sociedad, y fueron innumerables los pollos y aun los gallos que por ella tomaron fósforos, se pusieron tísicos o se levantaron la tapa de los sesos, las novias a quienes birló el novio, los matrimonios que infernó y los desafíos y palizas de que fue causa.

También se decía a sí misma, o le decían, que su conducta era soberanamente pecaminosa; pero continuaba pecando, porque lo que ella decía:

-Señor, estamos conformes en que es pecado esto que yo hago, pero es pecado muy natural, puesto que mi naturaleza me inclina irresistiblemente a él. Si mi primo Rafael es muy dueño de divertirse con las chicas, ¿por qué no he de ser yo dueña de divertirme con los chicos? ¡También es mucha tiranía la que el mundo quiere ejercer con nosotras las pobres mujeres! ¿Conque los hombres han de tener licencia para encararse con una y decirle: «Sabe usted, rubia, que me hace usted mucho tilín», y nosotras no hemos de tener siquiera licencia para contestar a esta dulce galantería con una mirada que diga: «Pues sepa usted, moreno, que le pago en la misma moneda?»

¡Si les digo a ustedes que Rafael y Carolina eran, tal para cual, y, por tanto, era lástima no hubiesen continuado jugando a los novios y se hubiesen casado juntos!

Fuese porque se iban acercando a los treinta años, que Espronceda llamó funesta edad de desengaños, y ya el pecado no fuese en ellos tan natural como antes, o fuese porque la voz de la conciencia les habló tan gordo que no pudieron menos de oírla, es lo cierto que Rafael y Carolina se fueron arrepintiendo de la mala vida pasada, y hasta tuvieron tentaciones de ir a expiarla cada cual en su convento.

La conversión de Carolina enamoraba a Rafael y la conversión de Rafael enamoraba a Carolina, y una especie de admiración mística volvió a reunirlos. Con tal motivo recordaron aquel tiempo en que jugaban a los primeros amores, y este recuerdo despertó en ellos la idea de jugar a los amores últimos.

Rafael apuntó esta idea a su prima, su prima la encontró a pedir de boca, y se casaron después de mediar entre ellos aquello de

Dame la mano, prima.
-Primo, están verdes,
mientras no diga el Papa:
«Cásense ustedes».


II

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El señor don Rafael Ezquerra y su digna esposa la señora doña Carolina López eran modelo de casados. Ellos podían haber sido unos tales o unos cuales cuando solteros, pero con razón se dice que arrepentidos quiere Dios, y con razón digo yo que más debe querer gentes que no tengan necesidad de arrepentirse.

Como en ellos el amor conyugal estaba perfumado y embellecido por el amor místico, aquel amor era un cielo estrellado. De estrellas hacían un chico y una chica muy monos que tuvieron, la chica al año de casados y el chico a los tres años.

Como no hay cielo sin nubecillas, que aparecen cuando más azul está el cielo, tampoco el de la dicha de Rafael y Carolina carecía de ellas. De nubecillas hacía el recuerdo de los pecados, todo lo naturales que se quiera, pero no por eso menos gordos, en que Carolina y Rafael habían incurrido en sus mocedades.

Eran muy limosneros; todos los días oían misa; no había novena a que no asistiesen; costeaban todos los años una a Magdalena la pecadora arrepentida; sus visitas eran únicamente a conventos de monjas y establecimientos de beneficencia, y por supuesto, ni por soñación faltaban a la mutua fidelidad conyugal. En fin, eran unos casados sin pero; y como su conciencia les decía que su piedad y sus virtudes presentes eran sinceras, y no continuación hipócrita de la mala vida pasada, les importaba un comino el que la buena sociedad de que habían sido socios muy malos les llamase beatos, santurrones y neos.

. Cada vez que veían a Rafaelita y Carlitos (que así se llamaban sus chicos) jugar a las iglesitas, que era el juego que más gustaba a los papás, pensaban con terror en el porvenir de aquellos ángeles, a quienes podían faltar las alas con que se sube al cielo, como a ellos les habían faltado, con el ítem de que podían no recobrarlas, como ellos, casi por milagro, las habían recobrado.

Un día, como casi todos, se pusieron a hablar de esto.

-¡Válgame Dios -exclamó Carolina con honda pena- qué malos ratos paso pensando si a esos inocentes hijos de nuestro corazón les sucederá, así que empiecen a espigar, lo que nos sucedió a nosotros!

-¡Pues figúrate tú lo buenos que los pasaré yo cuando pienso en lo mismo!

-Yo todos los días pido al Señor que los aparte de la senda de perdición por donde el enemigo nos llevó a nosotros

-Pues lo mismo le pido yo.

-Cada vez que voy a ver a las monjitas y contemplo la paz y la inocencia que reinan en aquel nido de ángeles, donde los hay de más de ochenta años, tan inocentes y puros como si no pasaran de ocho, pienso en lo feliz que haríamos a nuestra Rafaelita si lográsemos inclinarla al claustro.

-Y cada vez que pienso yo en el tío cura de Valpacífico y en tantos otros sacerdotes cuya virtud y candor me admiran y me enamoran, pienso en nuestro Carlitos, a quien también haríamos feliz si lográsemos inclinarle al sacerdocio.

-Pues lo mejor es que nos dediquemos sin descanso a despertar y fomentar tan santas inclinaciones en esos ángeles, porque si nuestros hijos abrazan el estado religioso, será un gran bien para ellos, y para nosotros no lo será menor.

-Es verdad, porque nosotros ofendimos tanto a Dios cuando solteros, que yo no las tengo todas conmigo, a pesar de lo misericordioso que es Dios, y de que hacemos lo posible para que nos perdone.

-Para conseguir que Dios nos perdone a los padres, deben ser gran cosa las oraciones de los hijos.

-¡Y figurate tú si las oraciones de los hijos serán eficaces para con Dios cuando los hijos están consagrados a servirle!

-Nada, nada; es necesario que los nuestros se consagren a servir a Dios.

-Lo malo será que acaso no consigamos inclinarlos a tan santo estado.

-¡Pues no los hemos de inclinar, mujer! Si no quieren por bien, aunque sea por mal...

-Hombre de Dios, no digas eso.

-Tienes razón, mujer, que he dicho un disparate; pero también sería fuerte cosa eso de que pudiendo nuestros hijos asegurarnos la salvación sin más que hacerse la chica monja y el chico cura, se empeñasen en hacer lo contrario por el caprichito de tontear con noviajos y luego casarse.

-Ciertamente que lo sería; pero yo estoy segura de que no les dará tal capricho.

-Mira cómo a ti y a mí nos dio.

-Sí, pero fue porque tuvimos la desgracia, que no tendrán nuestros hijos, de que nos echase a perder el mal ejemplo; porque hablando en plata, ni tus padres ni los míos, que estén en gloria, nos los dieron muy buenos.

-Nuestros hijos no tendrán mal ejemplo en casa, pero le tendrán en nuestra vida pasada, que la crónica escandalosa tendrá buen cuidado de contarles, y sobre todo le tendrán así que se asomen al balcón o salgan a la calle, aunque no sea más que para ir a misa, porque este pícaro Madrid es un libro de inmoralidad abierto a todo el que tiene ojos en la cara.

-En eso piensas con cabeza, que este Madrid se va poniendo atroz para la juventud. En nuestro tiempo era otra cosa; pero hoy, por más que una se mate para que los chicos no tengan en casa más que ejemplos de virtud y piedad cristiana, salen los chicos a la calle o se asoman al balcón, y no oyen ni ven más que cosas para pervertir al más santo.

-Es una verdad como un templo. ¿Sabes que me ocurre un buen medio de obviar esos inconvenientes con que, si nuestros hijos se crían en Madrid, hemos de luchar para inclinarlos, a la chica a meterse monja y al chico a hacerse cura?

-Vamos a ver qué medio es ese.

-Uno muy sencillo: buscar un pueblo donde las costumbres sean sanas; puras, modestas, religiosas, santas, en fin, todo lo contrario de las costumbres de Madrid, y enviar allá nuestros hijos para que se críen allí en el buen ejemplo y la virtud, hasta que lleguen a la edad en que la chica se prepare a entrar en un convento para hacerse monja, y el chico a entrar en un seminario para hacerse cura...

-Me parece excelente idea. En un pueblo como el que tú te imaginas no tendrán siempre a la vista, como en Madrid, el ejemplo de todos los pecados, y sobre todo el ejemplo del pecado natural, como nosotros llamábamos por inspiración del enemigo tentador al estado religioso. Es necesario que inmediatamente nos echemos a averiguar dónde hay un pueblo en que los chicos puedan criarse como Dios manda, y no como manda el diablo, que es como en Madrid se crían los chicos, y en seguida los enviamos allá.

-Valpacífico es para eso un pueblo que ni hecho de encargo.

-Y que tienes mucha razón, hombre. Y además, teniendo allí el tío cura, tenemos lo que echaríamos muy de menos en todo otro pueblo, por de buenas costumbres que fuese.

-Recuerdo que cuando el tío fue allá de cura párroco escribió diciendo que todos sus feligreses; eran casi unos santos; pero como la inmoralidad ha hecho tantos progresos desde entonces, bueno será que antes de enviar a Valpacífico a esos ángeles de Dios nos informemos de si ha alcanzado hasta allá.

-Pues escribe al tío cura pidiéndole informes.

-Mejor sería decirle que puesto que el ferrocarril, que pasa por cerca del pueblo, hace tan breve y barato el viaje de Valpacífico a Madrid, se venga a pasar siquiera un día con nosotros, porque tenemos que consultar con él un asunto importante.

-Sí, mejor es eso, porque por escrito no se entiende la gente tan bien como de palabra, y más en asuntos tan delicados como éste.

-Hoy mismo le escribo al tío cura diciéndole que venga, con tanto más motivo cuanto que no, habiéndole visto desde que se fue, hace qué sé yo cuántos años, tenemos gana de verle.

En efecto, aquel mismo día escribió Rafael al tío cura, diciéndole, para más obligarle a que viniera, que su venida interesaba mucho a la salvación eterna, así del mismo Rafael como de su mujer y de sus hijos.


III

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Dos días después el venerable párroco de Valpacífico entraba en casa de sus sobrinos de Madrid, con el alma en un hilo, con motivo de la noticia de que a la salvación del alma de sus sobrinos, y aun a la del alma de sus sobrinitos, interesaba su venida.

Le he llamado venerable, y aun me parece que le he llamado poco. Veneración profunda y hasta reverente cariño inspiraba su persona, pero el candor de su alma inspiraba admiración.

Hay dos candores muy diferentes: uno es hijo de la pobreza de inteligencia, y, por tanto, se parece mucho a la tontería; y el otro es hijo de la riqueza de bondad, y, por tanto, se parece mucho a la sabiduría.

Este último candor es el que resplandecía en la persona y en el alma del párroco de Valpacífico. Siento muchísimo que me falta tiempo para irme con él, encerrarme con él en Valpacífico y pasar allí un par de meses haciendo en cuerpo y alma la vida de un campesino, a que tengo tan profundas e irresistibles inclinaciones, que Dios no me ha permitido ni probablemente me permitirá ver satisfechas, aunque son el voto más ferviente de toda mi vida; siento que me falte tiempo para hacer esto, porque si no me faltara lo haría, y en seguida me consolaría de todas las tristezas y de todos los trabajos de mi vida, escribiendo un libro en que sólo hablase de Valpacífico y de su señor cura y de sus honrados habitantes.

¿Ustedes no tenían noticia de Valpacífico? Pues yo les diré a ustedes dónde es y cómo pueden componérselas para verle, aunque no sea más que a vista de pájaro. Cuando atraviesen ustedes en ferrocarril la cordillera Carpetana y se acerquen a la insigne patria de Santa Teresa de Jesús, a la ciudad por excelencia de los caballeros, vayan ustedes mirando hacia abajo, y poco antes de desembocar en la llanura uno de los vallecitos que se inician en las alturas que atraviesan el ferrocarril y se van ensanchando conforme descienden de la montaña, verán ustedes a Valpacífico. Para que le conozcan ustedes mejor, voy a darles algunas más señas de él.

El lugar, que se compone de unas cincuenta casas, está entre dos bosquecillos: el de la parte de arriba del lugar, de robles, encinas y olmos, y el de la parte de abajo, de frutales que orlan y cruzan y recruzan la huerta que allí tiene cada vecino del lugar.

En un ancho escalón o meseta que hace la vertiente derecha del valle encima del lugar, verán ustedes asomar por encima de los pomposos pinos que pueblan la meseta el campanario de una ermita de Santa Teresa, a cuya santa paisana tienen los de Valpacífico, mucha devoción; porque tienen más motivos que los de todo otro pueblo de España para tenérsela.

Estos motivos son los que vamos a ver. Cuentan los de Valpacífico que cuando la Santa estaba ya, como quien dice, con un pie en la tierra y otro en el cielo, dijo un día, volviendo de uno de los viajes que hacía a sus piadosas fundaciones:

-Toda la vida he estado viendo desde lo alto a Valpacífico y nunca he bajado a él, a pesar de que lo deseaba, porque toda la vida me ha enamorado su hermosura. No quiero morirme sin satisfacer este deseo. Veamos si desde cerca me gusta tanto como desde lejos.

Y en efecto, la Santa se encaminó a Valpacífico. Al bajar al pinar, que ya entonces existía en la meseta que domina al pueblo, se sentó en una piedra a descansar y a contemplar el vallecito, y en memoria de esto y en agradecimiento a lo que luego diré, le erigió allí Valpacífico una ermita, así que la Iglesia la declaró digna de erigírsele altares.

Toda la gente de Valpacífico salió al encuentro de la madre Teresa apenas supo que ésta se acercaba al lugar, y tales pruebas de veneración y cariño recibió la santa reformadora del Carmelo, que, como aquellas buenas gentes le pidiesen que intercediese con Dios por ellas en particular y por el pueblo en general, la madre Teresa les preguntó:

-¿Qué es lo que más deseáis que Dios os conceda? Decídmelo, que yo se lo pediré de todas veras al Señor.

-Madre -le contestaron-, la gracia que más deseamos alcanzar de Dios es que mientras Valpacífico exista, sus habitantes no incurran en pecado ninguno, para que así todos vayan al cielo.

-Hijos -le dijo la Santa-, voy a orar antes de alejarme de vosotros, y entre las mercedes que pediré a Dios se contará la que deseáis que Dios os otorgue.

Así lo hizo la Santa, y la contestación que recibió del Señor y puso en conocimiento de los de Valpacífico, fue ésta:

-Teresa, estás complacida hasta donde es justo, y, por consecuencia, hasta donde es posible.

Y desde entonces Valpacífico, que ya era un pueblo de gentes muy buenas, como lo probaba el nombre que ya entonces tenía, pues aquel nombre indicaba una de las virtudes más grandes que puede tener un pueblo, que es la de ser pacífico y no revoltoso como van siéndolo casi todos los de España. Valpacífico se convirtió en un pueblo de santos, o poco menos.


IV

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El párroco de Valpacífico y sus sobrinos hablaban en el comedor, mientras Rafaelita y Carlitos los enamoraban en la iglesita que tenían en un cuartito inmediato, celebrando Carlitos una misa: que ayudaba su hermana. Como el fin santifica los medios, cuando estos medios no son alguna picardía de órdago, tanto el párroco como sus sobrinos hacían la vista gorda a las infracciones litúrgicas que en la iglesita se cometían.

El señor cura estaba impaciente por saber qué negocio del alma tenían sus sobrinos que consultar con él, y se lo preguntó a su sobrino.

Este se lo explicó, y el buen párroco, si bien no aprobó las tendencias un tanto desinteresadas y laudables, pero también un tanto egoístas e irracionales, que notaba en sus sobrinos, que querían obligar a los chicos a abrazar el estado religioso, aunque no tuvieran vocación a él, convino en que criáranse para el estado religioso, o se criaran para casarse y servir a Dios y la patria siendo buenos padres de familia, que es estado no menos santo, convenía mucho criarlos en un pueblo de tan sanas costumbres como Valpacífico, y no en un pueblo como Madrid, donde si no había tanta inmoralidad y peligro como Rafael y Carolina suponían, había de todo como en botica, y podía tocarles a los chicos un poco rejalgar de lo fino, como les había tocado a sus padres, cuya tormentosa y pecaminosa juventud conocía el párroco, aunque ni por el pensamiento le pasaba que Rafael y Carolina hubiesen pasado del pecado venial.

-Valpacífico -dijo Rafael- sería muy bueno para lo que nosotros deseamos, por la sola circunstancia de vivir usted allí y tener a su cargo el gobierno espiritual del pueblo y si el pueblo fuese en la actualidad tan de buenas costumbres como era cuando usted fue a él, no tendría precio para preparar a Rafaelilla a convertirse, como quien dice, en una Santa Teresa de Jesús, y a Carlitos, como quien dice, en un San Luis Gonzaga. Conque diga usted, tío: ¿las costumbres de Valpacífico continúan siendo como usted nos las pintó cuando fue allá?

-Las mismas, hijos, las mismas. ¿Y cómo no habían de ser, si Dios prometió, por intercesión de Santa Teresa, que serían así siempre?

-Sí, ya nos contó usted esa piadosa tradición de Valpacífico.

-Tanto más respetable y fidedigna, cuanto que los habitantes del lugar, si no son unos santos, les falta poco para serlo.

¿Conque tan buenos son?

-Hijos, todo lo que en su alabanza se diga es poco. Allí no hay blancos ni negros, y sí sólo buenos españoles; allí no hay holgazanes como en Madrid; allí no hay quien sea capaz de robar o estafar tanto así; allí nadie se emborracha ni hace indignidades por llenar la tripa; allí no se oye una blasfemia ni una obscenidad; allí no se despelleja al prójimo con la murmuración ni a los pobres con la usura; allí nadie falta a los preceptos de la Iglesia; allí se cumplen los mandamientos de la ley de Dios; allí los matrimonios viven como Dios manda; allí los siete pecados se fastidian, porque en cuanto asoman, les caen encima las siete virtudes; allí...

-Tío, permita usted que le interrumpa para decirle una cosa.

-Dime lo que quieras, hijo.

-Allí no le dará a usted mucho que hacer el confesionario.

-¿Pues no me ha de dar, hijo? No hay día que antes de misa no me siente en él.

-Pero, ¿qué han de tener que confesar los vecinos de Valpacífico si son unos santos?

-Hombre, yo no he dicho que sean santos, sino que les falta poco para serlo. Los vecinos de Valpacífico al fin pertenecen a la miseria y frágil Humanidad, y no están exentos de algún pecadillo. Dios prometió a Santa Teresa complacerla en cuanto fuera justo, y, por tanto, posible, y no complacerla en absoluto. Hay pecados que pudiéramos llamar naturales, porque están en la naturaleza humana. Vosotros diréis que si son naturales no son tales pecados. Sí señor que lo son, porque Dios nos ha dado la inteligencia para que veamos si la naturaleza se extravía o no, y en caso de que se extravíe, le digamos: «Alto ahí, que eso no es justo ni decente». En fin, hijos, estas son cosas muy delicadas para un sacerdote, porque son cosas de confesionario, y me permitiréis que no sea más explícito.

-Bien, tío. Con que quedamos en que se llevará usted para allá a los chicos, los tendrá en su casa, les dará toda la educación que el lugar permita...

-Que no será poca, porque así el maestro, como la maestra que allí tenemos son excelentes, como que no los tenemos muertos de hambre como en otros pueblos. Quisiera que vieseis un chico que tiene la maestra y una chica que tiene el maestro, para que vieseis dos chicos bien educados.

Pues lo dicho, tío. Usted servirá a los nuestros de padre hasta que vayan siendo mozos, que entonces nos los traeremos, seguros de que, criados en un pueblo de tan sanas costumbres como Valpacífico, han de volver rabiando la chica por hacerse monja y el chico por hacerse cura.

Dos días después el tío cura y sus sobrinitos iban camino de Valpacífico.


Ya Carlitos y Rafaelita eran mozos hechos y derechos, como que Carlitos tenía diez y seis años y Rafaelita diez y ocho largos de talle, con cuyo motivo el tío cura escribió diciendo que no debían continuar allí.

El tío cura creyó que así como los había acompañado cuando fueron a Valpacífico, debía acompañarlos cuando volvieran a Madrid.

La alegría de los papás fue grande cuando los vieron tan crecidos y hermosos; pero fue infinitamente mayor cuando, así que hablaron un rato con ellos y los oyeron hablar con unos señores curas muy virtuosos y sabios que visitaban la casa y se apresuraron a acudir a darles la bienvenida, se cercioraron de que venían hechos unos santos por habérseles pegado todas aquellas virtudes que el tío cura había dicho tener los habitantes de Valpacífico.

Como Carlos y Rafaela apenas se acordaban ya de Madrid, sus padres supusieron que a pesar de venir tan exentos de todo vicio, que ni el de curiosidad traían, se divertirían y gozarían mucho dando un paseo por los sitios principales de Madrid.

El tío cura, que era ya muy anciano, no estaba para paseos, y, por tanto, no acompañó a sus sobrinos y sobrinitos cuando salieron a darle.

A Carolina y a Rafael les chocó mucho que Carlitos, cuando encontraban una chica guapa, la mirara embelesado y pareciera que se le iban los ojos tras ella, y que a Rafaelita le sucediese poco menos cuando encontraban un buen chico.

- ¡Pche! -dijeron para sí-. Eso no pasa de ser inocente curiosidad de muchachos, que, como no han visto más que serranos vestidos de lana burda, creen ver una maravilla cuando ven una levita de paño fino o un vestido de seda.

Cuando volvían a casa con los chicos delante, cuchichearon Rafael y Carolina sobre la conveniencia de averiguar si aquella noche había alguna función de Nacimiento, y en caso de haberla, llevar a los chicos a que la viesen. Con objeto de examinar los carteles, se detuvieron los cuatro en una esquina, y Rafael y su mujer separaron la vista de los carteles, horrorizados, viendo a la cabeza del de los Bufos de Arderíus una litografía que, entre otras indecencias, representaba a una porción de mujeres y hombres casi como su madre los parió. Y su horror se convirtió en espanto cuando vieron que a Carlitos se le encandilaban los ojos contemplando a las suripantas, y a Rafaelita le sucedía poco menos contemplando a los suripantos.

-Niños -dijeron a los chicos-, esas porquerías no se miran.

-¡Sí, porquerías! -dijo Rafaelita-. ¡Qué cosas tiene usted, mamá! Pues bien guapos son esos jóvenes que están ahí pintados.

- ¡Y bien guapas las jóvenes que están junto a ellos!-añadió Carlitos.

Rafael y Carolina quisieron mudar de conversación, pero no lo consiguieron sin que antes oyeran a los chicos decir:

-¡Qué gusto dará el ver esa función!

Así que llegaron a casa, Rafael y Carolina, que iban muertos con lo que habían observado en los chicos, se encerraron a solas con el tío cura.

-Tío -dijo a éste Rafael -, venimos con un clavo en el corazón.

-¿Pues qué es lo que os pasa, hijos?

-Lo que nos pasa es que hemos notado en los chicos una cosa que nos tiene muertos.

-¿Y qué cosa es esa? Siempre será alguna simpleza.

-¡Buena simpleza nos dé Dios!

-Pero vamos, ¿qué es lo que habéis notado en los chicos?

-¡Una friolera! Que a Carlitos se le van los ojos tras de las buenas chicas, y a Rafaelita tras de los buenos chicos.

-¡Toma! Eso ya lo sabía yo. Por eso os escribí diciéndoos que me parecía conveniente traerlos. Carlitos se iba encalabrinando con la hija del maestro, y a Rafaelita le sucedía lo mismo con el hijo de la maestra.

-¡Qué horror, Dios mío!

-Pero, hijos, ¿qué horror ni qué ocho cuartos ha de haber en que a los muchachos les gusten las muchachas y a las muchachas les gusten los muchachos, con tal que la cosa no pase de lo honesto y regular? Si eso es pecado, es un pecado natural de que vosotros mismos no os libraríais cuando erais jóvenes.

-(¡Nos ha chafado el tío cura!)-dijeron para sí Rafael y su mujer.

-Pero, tío -añadió Rafael- ¿no decía usted que la gente de Valpacífico era santa?

-No dije tal cosa; lo que dije fue que era casi santa, y eso repito ahora.

-¿Con que por lo visto, allí pasa lo que en Madrid y en todas partes?

-En punto a gustar los hombres de las mujeres y las mujeres de los hombres, el pueblo más santo de la tierra, que sin disputa lo es Valpacífico, tiene gran punto de semejanza con el pueblo menos santo, que no sé cuál es.

-Pero ¿y lo que prometió Dios a Santa Teresa?

-Lo cumplió. Dios dijo que complacería a la Santa en todo lo justo, y, por tanto, en todo lo posible; y cuando Dios consiente que allí, como en todas partes, los hombres gusten de las mujeres y las mujeres gusten de los hombres, Dios sabrá que no debe impedirlo ni condenarlo. Ese es el pecado que lleva a los pies del confesor a los habitantes de Valpacífico; ése es el pecado que sólo lo es de nombre, cuando no pasa de los límites honestos y, por tanto, justos; ése es el pecado que sin duda cometisteis vosotros, puesto que os quisisteis y os casasteis, y ése es el pecado que vosotros tenéis el deber de absolver en vuestros hijos si incurren en él.

-¿Conque es decir que nuestros hijos no abrazarán el estado religioso? -exclamó Rafael con asentimiento de su mujer.

-Pero abrazarán el estado de gracia si se casan y son buenos padres de familia, porque casarse y ser eso, no es menos santo que ser vuestra hija monja y vuestro hijo cura, pues es tanto como ser buenos ciudadanos y buenos servidores de Dios.


VI

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Pasaron algunos años, y Carlos y Rafaela eran lo que al tío cura no espantaba que fuesen: esposos y padres. Cuando el tío cura espiró descubriendo por la ventana de su alcoba la ermita levantada sobre la piedra donde se había sentado Teresa de Jesús, pensó en sus sobrinos Rafael y Carolina, y sonrió de alegría, pensando que cuando muriesen dejarían lo que él no dejaba: hijos, nietos, y acaso bisnietos que pidiesen a Dios el perdón de sus pecados.

Yo creo que la anciana que lea a sus hijos y sus nietos este cuento, sentada en medio de ellos al amor de la lumbre, no será menos feliz que la anciana que se le lea a su gato y a su criada, mientras ésta le prepara una taza del chocolate que le ha enviado el hijo cura con los bizcochos que le ha enviado la hija monja.