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El perro del ciego

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Brisas de primavera
El perro del ciego

de Julia de Asensi


-¡Las seis de la mañana! Ya es hora de salir: estamos en Junio y hace gran rato que debe de ser de día. ¡Luisa! ¡Luisa! ¿Te has levantado o estás todavía durmiendo?

El que esto decía era un anciano de setenta años, con el cabello blanco, de mediana estatura, que se apoyaba en un palo grueso con una mano, mientras con la otra buscaba la puerta que daba salida a su humilde habitación. El viejo Teodoro era ciego. La persona a quien se dirigía era su nieta, hermosa niña de doce años, que dormía profundamente en el cuarto inmediato al de su abuelo.

Teodoro era un pobre que pedía limosna por el camino que conducía desde el pueblo a la ciudad, y la niña cuidaba la casa, entregándose al mismo tiempo a alguna labor propia de su sexo.

Al escuchar la voz del anciano, Luisa se despertó sobresaltada, se vistió apresuradamente y corrió a buscar a su abuelo, al que abrazó y besó con la mayor ternura.

-Me marcho, hija mía -le dijo-, y hoy te repito como siempre que no abras a nadie la puerta mientras estés sola. Me alejaría mucho más tranquilo si te dejase a Miro.

-¡Bah! se iría a la calle y no lograría V. que me acompañara.

Miro era un gran perro negro que estaba desde que nació en poder de Teodoro.

Apenas se oyó nombrar, acudió presuroso dando saltos de alegría, saludando así a sus queridos amos.

-Puesto que no consientes que Miro esté contigo, me lo llevaré -murmuró el viejo-. Hasta luego, Luisita.

-Hasta luego -repitió la niña.

Teodoro y el perro se alejaron.

Luisa barrió la casa, arregló el cuarto de su abuelo y el suyo, encendió el fuego del hogar, preparó el frugal almuerzo y luego se sentó junto a la ventana y se puso a coser. Transcurrieron tres horas sin que el abuelo volviese, y la niña empezó a estar inquieta.

-Vecina -preguntó a una vieja que pasaba por la calle-, ¿ha visto V. al padre Teodoro?

-Lo hallé a las siete cerca de la ciudad.

Luisa siguió cosiendo, y como viera a un labrador conocido suyo, le dijo lo mismo que a la anciana.

-A las ocho le hallé en el molino -respondió el hombre.

Un momento después interrogaba la niña a un muchacho.

-A las nueve -contestó el chico-, le encontré sentado en el camino, al parecer descansando.

Luisa, estaba cada vez más intranquila, y ya iba a salir a la calle a buscar a su abuelo cuando Miro se acercó a la ventana; venía muy cansado y lanzaba ladridos lastimeros.

-¿Qué pasa, mi buen perro -dijo Luisa llorando-, cómo es que vienes solo, dónde has dejado a tu amo? ¡Él que no quería llevarte! Si no hubiera sido por ti, yo no sabría de él, puesto que tú sólo vienes a darme noticias suyas.

La niña salió de la casa, y el perro, luego que la lamió las manos y se dejó acariciar, la guió hacia la carretera, donde Luisa no tardó en hallar a su abuelo, tendido en el suelo, pálido como un muerto y sin sentido. El pobre anciano había salido estando enfermo, y las fuerzas le habían faltado antes de regresar a su morada.

Las lágrimas de Luisa conmovieron a unos arrieros, que cogieron al viejo y le llevaron al pueblo, donde le dejaron en su propia vivienda, al cuidado de la niña.

Esta fue a llamar a un médico, que declaró al instante que el mal de Teodoro, aunque no era muy grave, se curaría lentamente.

-¿Qué va a ser ahora de nosotros? -decía Luisa-; si salgo para pedir limosna, tengo que abandonar a mi abuelo; si me quedo aquí no habrá nada para alimentarnos él, mi buen Miro y yo.

Cosía y bordaba con más afán que nunca, pero como sobraban mujeres que se dedicaban a esas labores en el pueblo no encontraba quien pagase las suyas.

Hacía algunos días que Teodoro estaba en cama, lamentándose de su triste suerte; se habían agotado sus recursos, y el último pedazo de pan se había comido por la mañana. Miro impacientado por el hambre, había salido, y Luisa cosía a la puerta de su casa.

De pronto vio venir al perro, perseguido por un hombre. Miro entró en la morada de sus amos, y Luisa temerosa de que quisieran hacer algún daño a su compañero se encerró con él. Unos fuertes golpes, dados con un palo en la ventana, la hicieron asomarse a la reja, en tanto que el perro se ocultaba debajo de un banco, sin soltar un panecillo que llevaba cogido con los dientes.

-¡Eh, muchacha! -gritó el hombre-, tu perro me ha robado un pan. O me pagas tú, o el animal lo pagará de otro modo.

-Bueno, señor, yo no tengo dinero.

-Y el perro hambriento se hace ladrón.

-Mi Miro no es ladrón, se equivoca V.... ¿Tiene V. familia?

-Mujer y un niño recién nacido -contestó el tahonero-; ¿pero eso qué tiene que ver?

-Sí tiene; como me falta dinero entregaré a usted en cambio del panecillo, una gorrita para el chiquitín, con tal que no maltrate V. a mi perro.

-Venga la gorra, y quedamos en paz.

Luisa le dio un gorrito primorosamente hecho.

El hombre algo conmovido al ver la desgracia de la niña, después de despedirse de ella se quedó parado a corta distancia de la casa, pudiendo ver lo que pasaba en su interior.

Entonces salió el perro de su escondite y depositó el pan en la falda de Luisa, que le hizo mil caricias. Él, con su inteligente mirada, parecía decirle:

-He traído pan para tu abuelo y para ti, y mi instinto no podía advertirme que hacía mal en quitar a otro lo que mis amos necesitaban.

-Miro -murmuraba Luisa, como respondiéndole, y pasando su mano por el lomo del animal-, este panecillo es nuestro, tú le has traído y yo lo he pagado.

Cogió un cuchillo, dividió el pan en tres partes, y Teodoro, la niña y el perro comieron satisfechos y con excelente apetito cada uno su parte.

-Luisita -dijo a la mañana siguiente el abuelo después que se hubo enterado de lo ocurrido la víspera-, creo que Miro me ha inspirado una excelente idea; yo tardaré aún muchos días en poder salir, tú no quieres abandonarme y es preciso que el perro trabaje por los tres. Cuélgale una cestita al pescuezo, sal con él al mercado, pide limosna; y lo que te den échalo en la cesta. No acompañarás a Miro más que hoy, y en lo sucesivo irá solo.

Así lo hizo la niña, y por la noche cuando volvió a su casa trajo un panecillo que le había puesto en la cesta el tahonero a quien había dado la gorrita.

Luisa se hallaba muy desanimada, pero por complacer a su abuelo envió a Miro al otro día al mercado. Júzguese de la sorpresa de Teodoro y de su nieta cuando al declinar la tarde llegó el perro con el cestito lleno de provisiones y además algunas monedas de cobre.

Aquel noble animal pidiendo con su mudo lenguaje limosna para sus amos, inspiró curiosidad e interés, contestando el panadero a cuantas preguntas se le hacían sobre el particular. El excelente hombre seguía enviando su recuerdo a la niña.

Sucedió que una mañana pasó una opulenta y caritativa señora por el mercado, al tiempo que un grupo de curiosos rodeaba el perro.

Quiso enterarse por sí misma de lo que ocurría y le impresionó la historia de Luisa y de su abuelo, que le fue referida. Aquella dama había visto morir a su hija única y era además viuda: se encontraba, pues, sola en el mundo. Se decidió a visitar al viejo y a la niña, le encantó la afabilidad del primero y le entusiasmó la bondad del corazón de la segunda. Queriendo favorecerlos rogó al anciano que entrase a su servicio, y se llevó a Luisa consigo para que hiciese las cuentas, porque su abuelo como era ciego no podía escribir.

Agradecida la niña al tahonero, le regaló muchas prendas de vestir para su niña.

Luisa llegó a ser la hija adoptiva de aquella señora y la Providencia del país. Teodoro murió de vejez. En cuanto a Miro, fue el constante amigo y compañero de la niña; pero a pesar de haber mejorado su suerte y la de su ama, todos recordaban que él había sacado a Teodoro y a Luisa de la miseria, y nadie le nombro jamás de otro modo que el perro del ciego.

Su historia se cuenta todavía en el pueblo a los forasteros que en él se detienen.


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