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El perro del hortelano/Acto I

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El perro del hortelano
de Félix Lope de Vega y Carpio
Acto I

Acto I

Salen TEODORO y TRISTÁN; vienen huyendo



Teodoro:

 Huye, Tristán, por aquí.

Tristán:

 Notable desdicha ha sido.

Teodoro:

 ¿Si nos habrá conocido?

Tristán:

 No sé; presumo que sí.

(Vanse. Sale Diana)
Diana:

 ¡Ah gentilhombre!, esperad.
 ¡Teneos, oíd! ¿qué digo?
 ¿Esto se ha de usar conmigo?
 Volved, mirad, escuchad.
 ¡Hola! ¿No hay aquí un crïado?
 ¡Hola! ¿No hay un hombre aquí?
 Pues no es sombra lo que vi,
 ni sueño que me ha burlado.
 ¡Hola! ¿Todos duermen ya?

(Sale Fabio)
Fabio:

 ¿Llama vuestra señoría?

Teodoro:

 Para la cólera mía
 gusto esa flema me da.
 Corred, necio, enhoramala,
 pues merecéis este nombre,
 y mirad quién es un hombre
 que salió de aquesta sala.

Fabio:

 ¿De esta sala?

Diana:

 Caminad,
 y responded con los pies.

Fabio:

 Voy tras él.

Diana:

 Sabed quién es.

Fabio:

 ¿Hay tal traición, tal maldad?

(Sale Otavio)
Otavio:

 Aunque su voz escuchaba,
 a tal hora no creía
 que era vuestra señoría
 quien tan aprisa llamaba.


Diana:

 ¡Muy lindo Santelmo hacéis!
 ¡Bien temprano os acostáis!
 ¡Con la flema que llegáis!
 ¡Qué despacio que os movéis!
 Andan hombres en mi casa
 a tal hora, y aún los siento
 casi en mi propio aposento;
 que no sé yo dónde pasa
 tan grande insolencia, Otavio.
 Y vos, muy a lo escudero,
 cuando yo me desespero,
 ¿ansí remediáis mi agravio?

Otavio:

 Aunque su voz escuchaba,
 a tal hora no creía
 que era vuestra señoría
 quien tan aprisa llamaba.

Diana:

 Volveos; que no soy yo;
 acostaos; que os hará mal.

Otavio:

 Señora...

(Sale Fabio)


Fabio:

 No he visto tal.
 Como un gavilán partió.

Diana:

 ¿Viste las señas?

Fabio:

 ¿Qué señas?

Diana:

 ¿Una capa no llevaba
 con oro?

Fabio:

 Cuando bajaba
 la escalera...

Diana:

 ¡Hermosas dueñas
 sois los hombres de mi casa!

Fabio:

 A la lámpara tiró
 el sombrero y la mató.
 Con esto los patios pasa,
 y en lo escuro del portal
 saca la espada y camina.

Diana:

 Vos sois muy lindo gallina.

Fabio:

 ¿Qué querías?

Diana:

 ¡Pesia tal!
 Cerrar con él y matalle.


Otavio:

 Si era hombre de valor,
 ¿fuera bien echar tu honor
 desde el portal a la calle?

Diana:

 ¡De valor aquí! ¿Por qué?

Otavio:

 ¿Nadie en Nápoles te quiere,
 que mientras casarse espere,
 por dónde puede te ve?
 ¿No hay mil señores que están,
 para casarse contigo,
 ciegos de amor? Pues bien digo,
 si tú le viste galán,
 y Fabio tirar bajando
 a la lámpara el sombrero.

Diana:

 Sin duda fue caballero
 que, amando y solicitando,
 vencerá con interés
 mis crïados; que crïados
 tengo, Otavio, tan honrados.
 Pero yo sabré quién es.
 Plumas llevaba el sombrero,
 y en la escalera ha de estar.

(A Fabio)


Diana:

 Ve por él.

Fabio:

 ¿Si le he de hallar?

Diana:

 Pues claro está, majadero;
 que no había de bajarse
 por él cuando huyendo fue.

Fabio:

 Luz, señora, llevaré.

(Vase Fabio)


Diana:

 Si ello viene a averiguarse,
 no me ha de quedar culpado
 en casa.

Otavio:

 Muy bien harás;
 pues cuando segura estás,
 te han puesto en este cuidado.
 Pero aunque es bachillería,
 y más estando enojada,
 hablarte en lo que te enfada,
 ésta tu injusta porfía
 de no te querer casar
 causa tantos desatinos,
 solicitando caminos
 que te obligasen a amar.

Diana:

 ¿Sabéis vos alguna cosa?

Otavio:

 Yo, señora, no sé más
 de que en opinión estás
 de incansable cuanto hermosa.
 El condado de Belflor
 pone a muchos en cuidado.


Sale Fabio


Fabio:

 Con el sombrero he topado;
 mas no puede ser peor.

Diana:

 Muestra. ¿Qué es esto?

Fabio:

 No sé.
 Éste aquel galán tiró.

Diana:

 ¿Éste?

Otavio:

 No le he visto yo
 más sucio.

Fabio:

 Pues éste fue.

Diana:

 ¿Éste hallaste?

Fabio:

 Pues ¿yo había
 de engañarte?

Otavio:

 ¡Buenas son
 Las plumas!

Fabio:

 El es ladrón.

Otavio:

 Sin duda a robar venía.

Diana:

 Haréisme perder el seso.

Fabio:

 Este sombrero tiró.

Diana:

 Pues las plumas que vi yo,
 y tantas, que aun era exceso,
 ¿en esto se resolvieron?

Fabio:

 Como en la lámpara dio,
 sin duda se las quemó,
 y como estopas ardieron.
 Ícaro, ¿al sol no subía,
 y abrasándose las plumas,
 cayó en las blancas espumas
 del mar? Pues esto sería.
 El sol la lámpara fue,
 Ícaro el sombrero; y luego
 las plumas deshizo el fuego,
 y en la escalera le hallé.

Diana:

 No estoy para burlas, Fabio.
 Hay aquí mucho que hacer.


Otavio:

 Tiempo habrá para saber
 la verdad.

Diana:

 ¿Qué tiempo, Otavio?

Otavio:

 Duerme agora; que mañana
 lo puedes averiguar.

Diana:

 No me tengo de acostar,
 no, por vida de Dïana,
 hasta saber lo que ha sido.
 Llama esas mujeres todas.

(Vase Fabio)


Otavio:

 Muy bien la noche acomodas.

Diana:

 Del sueño, Otavio, me olvido
 con el cuidado de ver
 un hombre dentro en mi casa.

Otavio:

 Saber después lo que pasa
 fuera discreción, y hacer
 secreta averiguación.

Diana:

 Sois, Otavio, muy discreto;
 que dormir sobre un secreto
 es notable discreción.

(Salen Fabio, Marcela, Dorotea, Anarda)


Fabio:

 Las que importan he traído;
 que las demás no sabrán
 lo que deseas, y están
 rindiendo al sueño el sentido.
 Las de tu cámara solas
 estaban por acostar.

Anarda:

 (De noche se altera el mar, Aparte
 y se enfurecen las olas.)

Fabio:

 ¿Quieres quedar sola?

Diana:

 Sí.
 Salíos los dos allá.

Fabio: [Fabio habla] aparte a Otavio

 ¡Bravo examen!

Otavio:

 Loca está.

Fabio:

 (Y sospechosa de mí.)

(Vanse Otavio y Fabio)


Diana:

 Llégate aquí, Dorotea.

Dorotea:

 ¿Qué manda vuseñoría?

Diana:

 Que me dijeses querría
 quién esta calle pasea.


Dorotea:

 Señora, el marqués Ricardo,
 y algunas veces el conde
 Paris.

Diana:

 La verdad responde
 de lo que decirte aguardo,
 si quieres tener remedio.

Dorotea:

 ¿Qué te puedo yo negar?

Diana:

 ¿Con quién los has visto hablar?

Dorotea:

 Si me pusieses en medio
 de mil llamas, no podré
 decir que, fuera de ti,
 hablar con nadie los vi
 que en aquesta casa esté.

Diana:

 ¿No te han dado algún papel?
 ¿Ningún paje ha entrado aquí?

Dorotea:

 Jamás.

Diana:

 Apártate allí.

([Marcela habla] aparte a Anarda)


Marcela:

 (¡Brava inquisición!)

Anarda:

 Cruel.

Diana:

 Oye, Anarda.

Anarda:

 ¿Qué me mandas?

Diana:

 ¿Qué hombre es éste que salió?

Anarda:

 ¿Hombre?

Diana:

 Desta sala; y yo
 sé los pasos en que andas.
 ¿Quién le trajo a que me viese?
 ¿Con quién habla de vosotras?

Anarda:

 No creas tú que en nosotras
 tal atrevimiento hubiese.
 ¡Hombre, para verte a ti,
 había de osar traer
 criada tuya, ni hacer
 esa traición contra ti!
 No, señora, no lo entiendes.

Diana:

 Espera, apártate más;
 porque a sospechar me das,
 si engañarme no pretendes,
 que por alguna crïada
 este hombre ha entrado aquí.


Anarda:

 El verte, señora, ansí,
 y justamente enojada,
 dejada toda cautela,
 me obliga a decir verdad,
 aunque contra la amistad
 que profeso con Marcela.
 Ella tiene a un hombre amor,
 y él se le tiene también;
 mas nunca he sabido quién.

Diana:

 Negarlo, Anarda, es error.
 Ya que confiesas lo más,
 ¿para qué niegas lo menos?

Anarda:

 Para secretos ajenos
 mucho tormento me das,
 sabiendo que soy mujer;
 mas basta que hayas sabido
 que por Marcela ha venido.
 Bien te puedes recoger;
 que es sólo conversación,
 y ha poco que se comienza.

Diana:

 ¡Hay tan crüel desvergüenza!
 ¡Buena andará la opinión
 de una mujer por casar!
 ¡Por el siglo, infame gente,
 del conde mi señor!

Anarda:

 Tente,
 y déjame disculpar;
 que no es de fuera de casa
 el hombre que habla con ella,
 ni para venir a vella
 por esos peligros pasa.

Diana:

 En efeto, ¿es mi criado?

Anarda:

 Sí, señora.

Diana:

 ¿Quién?

Anarda:

 Teodoro.

Diana:

 ¿El secretario?

Anarda:

 Yo ignoro
 lo demás; sé que han hablado.

Diana:

 Retírate, Anarda, allí.

Anarda:

 Muestra aquí tu entendimiento.


Diana:

 (Con más templanza me siento, Aparte
 sabiendo que no es por mí.)
 Marcela...

Marcela:

 Señora...

Diana:

 Escucha.

Marcela:

 ¿Qué mandas? (Temblando llego.) Aparte

Diana:

 ¿Eres tú de quien fiaba
 mi honor y mis pensamientos?

Marcela:

 Pues ¿qué te han dicho de mí,
 sabiendo tú que profeso
 la lealtad que tú mereces?

Diana:

 ¿Tú, lealtad?

Marcela:

 ¿En qué te ofendo?

Diana:

 ¿No es ofensa que en mi casa,
 y dentro de mi aposento,
 entre un hombre a hablar contigo?

Marcela:

 Está Teodoro tan necio
 que donde quiera me dice
 dos docenas de requiebros.

Diana:

 ¿Dos docenas? ¡Bueno a fe!
 Bendiga el buen año el cielo,
 pues se venden por docenas.

Marcela:

 Quiero decir que, en saliendo
 o entrando, luego a la boca
 traslada sus pensamientos.

Diana:

 ¿Traslada? Término extraño.
 ¿Y qué te dice?

Marcela:

 No creo
 que se me acuerde.

Diana:

 Sí hará.

Marcela:

 Una vez dice, “Yo pierdo
 el alma por esos ojos.”
 Otra, “Yo vivo por ellos;
 esta noche no he dormido,
 desvelando mis deseos
 en tu hermosura.” Otra vez
 me pide sólo un cabello
 para atarlos, porque estén
 en su pensamiento quedos.
 Mas ¿para qué me preguntas
 niñerías?


Diana:

 Tú a lo menos
 bien te huelgas.

Marcela:

 No me pesa;
 porque de Teodoro entiendo
 que estos amores dirige
 a fin tan justo y honesto,
 como el casarse conmigo.

Diana:

 Es el fin del casamiento
 honesto blanco de amor.
 ¿Quieres que yo trate desto?

Marcela:

 ¡Qué mayor bien para mi!
 Pues ya, señora, que veo
 tanta blandura en tu enojo
 y tal nobleza en tu pecho,
 te aseguro que le adoro,
 porque es el mozo más cuerdo,
 más prudente y entendido,
 más amoroso y discreto,
 que tiene aquesta ciudad.

Diana:

 Ya sé yo su entendimiento
 del oficio en que me sirve.

Marcela:

 Es diferente el sujeto
 de una carta, en que les pruebas
 a dos títulos tu deudo,
 de verle hablar más de cerca,
 en estilo dulce y tierno,
 razones enamoradas.

Diana:

 Marcela, aunque me resuelvo
 a que os caséis, cuando sea
 para ejecutarlo tiempo,
 no puedo dejar de ser
 quien soy, como ves que debo
 a mi generoso nombre;
 porque no fuera bien hecho
 daros lugar en mi casa.
 (Sustentar mi enojo quiero.) Aparte
 Pues ya que todos lo saben,
 tú podrás con más secreto
 proseguir ese tu amor;
 que en la ocasión yo me ofrezco
 a ayudaros a los dos;
 que Teodoro es hombre cuerdo,
 y se ha criado en mi casa;
 y a ti, Marcela, te tengo
 la obligación que tú sabes,
 y no poco parentesco.


Marcela:

 A tus pies tienes tu hechura.

Diana:

 Vete.

Marcela:

 Mil veces los beso.

Diana:

 Dejadme sola.
 [ANARDA habla] aparte a MARCELA
 

ANARDA:

 (¿Qué ha sido?

Marcela:

 Enojos en mi provecho.

Dorotea:

 ¿Sabe tus secretos ya?

Marcela:

 Sí sabe, y que son honestos.)
 MARCELA, DOROTEA y ANARDA
hacen tres reverencias a la condesa,
y se van

Diana:

 Mil veces he advertido en la belleza,
 gracia y entendimiento de Teodoro,
 que a no ser desigual a mi decoro,
 estimara su ingenio y gentileza.
 Es el amor común naturaleza;
 mas yo tengo mi honor por más tesoro,
 que los respetos de quien soy adoro,
 y aun el pensarlo tengo por bajeza.
 La envidia bien sé yo que ha de quedarme;
 que si la suelen dar bienes ajenos,
 bien tengo de que pueda lamentarme,
 porque quisiera yo que, por lo menos,
 Teodoro fuera más, para igualarme,
 o yo, para igualarle, fuera menos.
 Vase DIANA. Salen TEODORO Y TRISTÁN

Teodoro:

 No he podido sosegar.

Tristán:

 Y aun es con mucha razón;
 que ha de ser tu perdición
 si lo llega a averiguar.
 Díjete que la dejaras
 acostar, y no quisiste.

Teodoro:

 Nunca el amor se resiste.

Tristán:

 Tiras, pero no reparas.

Teodoro:

 Los diestros lo hacen ansí.

Tristán:

 Bien sé yo que si lo fueras,
 el peligro conocieras.

Teodoro:

 ¿Si me conoció?


Tristán:

 No y sí;
 que no conoció quién eras,
 y sospecha le quedó.

Teodoro:

 Cuando Fabio me siguió
 bajando las escaleras,
 fue milagro no matalle.

Tristán:

 ¡Qué lindamente tiré
 mi sombrero a la luz!

Teodoro:

 Fue
 detenelle y deslumbralle,
 porque si adelante pasa,
 no le dejara pasar.

Tristán:

 Dije a la luz al bajar,
 “Di que no somos de casa”;
 y respondióme: “Mentís.”
 Alcé y tiréle el sombrero;
 ¿quedé agraviado?

Teodoro:

 Hoy espero
 mi muerte.

Tristán:

 Siempre decís
 esas cosas los amantes
 cuando menos pena os dan.

Teodoro:

 Pues ¿qué puedo hacer, Tristán,
 en peligros semejantes?

Tristán:

 Dejar de amar a Marcela,
 pues la condesa es mujer
 que si lo llega a saber,
 no te ha de valer cautela
 para no perder su casa.

Teodoro:

 Y ¿no hay más sino olvidar?

Tristán:

 Liciones te quiero dar
 de cómo el amor se pasa.

Teodoro:

 ¿Ya comienzas desatinos?


Tristán:

 Con arte se vence todo:
 oye, por tu vida, el modo
 por tan fáciles caminos.
 Primeramente has de hacer
 resolución de olvidar,
 sin pensar que has de tornar
 eternamente a querer;
 que si te queda esperanza
 de volver, no habrá remedio
 de olvidar; que si está en medio
 la esperanza, no hay mudanza.
 ¿Por qué piensas que no olvida
 luego un hombre a una mujer?
 Porque, pensando volver,
 va entreteniendo la vida.
 Ha de haber resolución
 dentro del entendimiento,
 con que cesa el movimiento
 de aquella imaginación.
 ¿No has visto faltar la cuerda
 de un reloj, y estarse quedas
 sin movimiento las ruedas?
 Pues desa suerte se acuerda
 el que tienen las potencias,
 cuando la esperanza falta.

Teodoro:

 Y la memoria, ¿no salta
 luego a hacer mil diligencias,
 despertando el sentimiento
 a que del bien no se prive?

Tristán:

 Es enemigo que vive
 asido al entendimiento,
 como dijo la canción
 de aquel español poeta;
 mas por eso es linda treta
 vencer la imaginación.

Teodoro:

 ¿Cómo?


Tristán:

 Pensando defetos,
 y no gracias; que olvidando,
 defetos están pensando,
 que no gracias, los discretos.
 No la imagines vestida
 con tan linda proporción
 de cintura, en el balcón
 de unos chapines subida.
 Toda es vana arquitectura;
 porque dijo un sabio un día
 que a los sastres se debía
 la mitad de la hermosura.
 Como se ha de imaginar
 una mujer semejante,
 es como un disciplinante
 que le llevan a curar.
 Esto sí; que no adornada
 del costoso faldellín.
 Pensar defetos, en fin,
 es medicina aprobada.
 Si de acordarte que veías
 alguna vez una cosa
 que te pareció asquerosa,
 no comes en treinta días;
 acordándote, señor,
 de los defetos que tiene,
 si a la memoria te viene,
 se te quitará el amor.

Teodoro:

 ¡Qué grosero cirujano!
 ¡Qué rústica curación!
 Los remedios al fin son
 como de tu tosca mano.
 Médico empírico eres;
 no has estudiado, Tristán.
 Yo no imagino que están
 desa suerte las mujeres,
 sino todas cristalinas,
 como un vidrio transparentes.


Tristán:

 ¡Vidrio! Sí, muy bien lo sientes,
 si a verlas quebrar caminas;
 mas si no piensas pensar
 defetos, pensarte puedo,
 porque ya he perdido el miedo
 de que podrás olvidar.
 Pardiez, yo quise una vez,
 con esta cara que miras,
 a una alforja de mentiras,
 años cinco veces diez;
 y entre otros dos mil defetos,
 cierta barriga tenía,
 que encerrar dentro podía,
 sin otros mil parapetos,
 cuantos legajos de pliegos
 algún escritorio apoya,
 pues como el caballo en Troya
 pudiera meter cien griegos.
 ¿No has oído que tenía
 cierto lugar un nogal,
 que en el tronco un oficial
 con mujer y hijos cabía,
 y aun no era la casa escasa?
 Pues de esa misma manera,
 en esta panza cupiera
 un tejedor y su casa.
 Y queriéndola olvidar
 —que debió de convenirme—,
 dio la memoria en decirme
 que pensase en blanco azar,
 en azucena y jazmín,
 en marfil, en plata, en nieve,
 y en la cortina, que debe
 de llamarse el faldellín,
 con que yo me deshacía.
 Mas tomé más cuerdo acuerdo,
 y di en pensar, como cuerdo,
 lo que más le parecía;
 cestos de calabazones,
 baúles viejos, maletas
 de cartas para estafetas,
 almofrejes y jergones;
 con que se trocó en desdén
 el amor y la esperanza,
 y olvidé la dicha panza
 por siempre jamás amén;
 que era tal, que en los dobleces,
 y no es mucho encarecer,
 se pudieran esconder
 cuatro manos de almireces.

Teodoro:

 En las gracias de Marcela
 no hay defetos que pensar.
 Yo no la pienso olvidar.


Tristán:

 Pues a tu desgracia apela,
 y sigue tan loca empresa.

Teodoro:

 Toda es gracias: ¿qué he de hacer?

Tristán:

 Pensarlas hasta perder
 la gracia de la condesa.
 Sale DIANA

Diana:

 Teodoro

Teodoro:

 (La misma es.) Aparte

Diana:

 Escucha.

Teodoro:

 A tu hechura manda.

Tristán:

 (Si en averiguarlo anda, Aparte
 de casa volamos tres.)

Diana:

 Hame dicho cierta amiga
 que desconfía de sí
 que el papel que traigo aquí
 le escriba. A hacerlo me obliga
 la amistad, aunque yo ignoro,
 Teodoro, cosas de amor;
 y que le escribas mejor
 vengo a decirte, Teodoro.
 Toma y léele.

Teodoro:

 Si aquí,
 señora, has puesto la mano,
 igualarle fuera en vano,
 y fuera soberbia en mí.
 Sin verle, pedirte quiero
 que a esa señora le envíes.

Diana:

 Léele.

Teodoro:

 Que desconfíes
 me espanto: aprender espero
 estilo que yo no sé;
 que jamás traté de amor.

Diana:

 ¿Jamás, jamás?

Teodoro:

 Con temor
 de mis defetos, no amé;
 que soy muy desconfïado.

Diana:

 Y se puede conocer
 de que no te dejas ver,
 pues que te vas rebozado.


Teodoro:

 ¡Yo, señora! ¿Cuándo o cómo?

Diana:

 Dijéronme que salió
 anoche acaso, y te vio
 rebozado el mayordomo.

Teodoro:

 Andaríamos burlando
 Fabio y yo, como solemos,
 que mil burlas nos hacemos.

Diana:

 Lee, lee.

Teodoro:

 Estoy pensando
 que tengo algún envidioso.

Diana:

 Celoso podría ser.
 Lee, lee.

Teodoro:

 Quiero ver
 ese ingenio milagroso.
 Lee
 “Amar por ver amar, envidia ha sido;
 y primero que amar estar celosa
 es invención de amor maravillosa,
 y que por imposible se ha tenido.
 De los celos mi amor ha procedido
 por pesarme que, siendo más hermosa,
 no fuese en ser amada tan dichosa,
 que hubiese lo que envidio merecido.
 Estoy sin ocasión desconfïada,
 celosa sin amor, aunque sintiendo:
 debo de amar, pues quiero ser amada.
 Ni me dejo forzar ni me defiendo;
 darme quiero a entender sin decir nada:
 entiéndame quien puede; yo me entiendo.”

Diana:

 ¿Qué dices?

Teodoro:

 Que si esto es
 a propósito del dueño,
 no he visto cosa mejor;
 mas confieso que no entiendo
 cómo puede ser que amor
 venga a nacer de los celos,
 pues que siempre fue su padre.

Diana:

 Porque esta dama, sospecho
 que se agradaba de ver
 este galán, sin deseo;
 y viéndole ya empleado
 en otro amor, con los celos
 vino a amar y a desear.
 ¿Puede ser?


Teodoro:

 Yo lo concedo;
 mas ya esos celos, señora,
 de algún principio nacieron,
 y ése fue amor; que la causa
 no nace de los efetos,
 sino los efetos de ella.

Diana:

 No sé, Teodoro: esto siento
 de esta dama, pues me dijo
 que nunca al tal caballero
 tuvo más que inclinación,
 y en viéndole amar, salieron
 al camino de su honor
 mil salteadores deseos,
 que le han desnudado el alma
 del honesto pensamiento
 con que pensaba vivir.

Teodoro:

 Muy lindo papel has hecho:
 yo no me atrevo a igualarle.

Diana:

 Entra y prueba.

Teodoro:

 No me atrevo.

Diana:

 Haz esto, por vida mía.

Teodoro:

 Vuseñoría con esto
 quiere probar mi ignorancia.

Diana:

 Aquí aguardo: vuelve luego.

Teodoro:

 Yo voy.
Vase [TEODORO]

Diana:

 Escucha, Tristán.

Tristán:

 A ver lo que mandas vuelvo,
 con vergüenza destas calzas;
 que el secretario, mi dueño,
 anda salido estos días;
 y hace mal un caballero,
 sabiendo que su lacayo
 le va sirviendo de espejo,
 de lucero y de cortina,
 en no traerle bien puesto.
 Escalera del señor,
 si va a caballo, un discreto,
 nos llamó, pues a su cara
 se sube por nuestros cuerpos.
 No debe de poder más.

Diana:

 ¿Juega?


Tristán:

 ¡Pluguiera a los cielos!
 Que a quien juega, nunca faltan,
 de esto o de aquello, dineros.
 Antiguamente los reyes
 algún oficio aprendieron,
 por, si en la guerra o la mar
 perdían su patria y reino,
 saber con qué sustentarse:
 ¡dichosos los que pequeños
 aprendieron a jugar!
 Pues en faltando, es el juego
 un arte noble que gana
 con poca pena el sustento.
 Verás un grande pintor,
 acrisolando el ingenio,
 hacer una imagen viva,
 y decir el otro necio
 que no vale diez escudos;
 y que el que juega, en diciendo
 “paro,” con salir la suerte,
 le sale a ciento por ciento.

Diana:

 En fin, ¿no juega?

Tristán:

 Es cuitado.

Diana:

 A la cuenta será cierto
 tener amores.

Tristán:

 ¡Amores!
 ¡Oh qué donaire! Es un hielo.

Diana:

 Pues un hombre de su talle,
 galán, discreto y mancebo,
 ¿no tiene algunos amores
 de honesto entretenimiento?

Tristán:

 Yo trato en paja y cebada,
 no en papeles y requiebros.
 De día te sirve aquí;
 que está ocupado sospecho.

Diana:

 Pues ¿nunca sale de noche?

Tristán:

 No le acompaño; que tengo
 una cadera quebrada.

Diana:

 ¿De qué, Tristán?

Tristán:

 Bien te puedo
 responder lo que responden
 las malcasadas, en viendo
 cardenales en su cara
 del mojicón de los celos:
 “Rodé por las escaleras.”


Pt Diana:
Tristán:

 Por largo trecho.
 Con las costillas conté
 los pasos.

Diana:

 Forzoso es eso,
 si a la lámpara, Tristán,
 le tirabas el sombrero.

Tristán:

 (¡Oxte, puto! ¡Vive Dios,
Aparte
 que se sabe todo el cuento!)

Diana:

 ¿No respondes?

Tristán:

 Por pensar
 cuándo..., pero ya me acuerdo:
 Anoche andaban en casa
 unos murciélagos negros;
 el sombrero les tiraba,
 fuese a la luz uno de ellos,
 y acerté, por dar en el,
 en la lámpara, y tan presto
 por la escalera rodé,
 que los dos pies se me fueron.

Diana:

 Todo está muy bien pensado;
 pero un libro de secretos
 dice que es buena la sangre
 para quitar el cabello,
 de esos murciélagos digo;
 y haré yo sacarla luego,
 si es cabello la ocasión,
 para quitarla con ellos.

Tristán:

 (¡Vive Dios, que hay chamusquina, Aparte
 y que por murciegalero
 me pone en una galera!)

Diana:

 (¡Qué traigo de pensamientos!)
Sale FABIO

FABIO:

 Aquí está el marqués Ricardo.

Diana:

 Poned esas sillas luego.
Salen RICARDO y CELIO, y vanse FABIO y TRISTÁN


Ricardo:

 Con el cuidado que el amor, Dïana,
 pone en un pecho que aquel fin desea
 que la mayor dificultad allana,
 el mismo quiere que te adore y vea:
 solicito mi causa, aunque por vana
 esta ambición algún contrario crea,
 que dando más lugar a su esperanza,
 tendrá menos amor que confïanza.
 Está vuseñoría tan hermosa,
 que estar buena el mirarla me asegura;
 que en la mujer—y es bien pensada cosa—
 la más cierta salud es la hermosura;
 que en estando gallarda, alegre, airosa,
 es necedad, es ignorancia pura,
 llegar a preguntarle si está buena,
 que todo entendimiento la condena.
 Sabiendo que lo estáis, como lo dice
 la hermosura, Diana, y la alegría,
 de mí, si a la razón no contradice,
 saber, señora, cómo estoy querría.

Diana:

 Que vuestra señoría solemnice
 lo que en Italia llaman gallardía
 por hermosura, es digno pensamiento
 de su buen gusto y claro entendimiento.
 Que me pregunte cómo está, no creo
 que soy tan dueño suyo que lo diga.

Ricardo:

 Quien sabe de mi amor y mi deseo
 el fin honesto a este favor se obliga.
 A vuestros deudos inclinados veo
 para que en lo tratado se prosiga;
 sólo falta, señora, vuestro acuerdo,
 porque sin él las esperanzas pierdo.
 Si, como soy señor de aquel estado
 que con igual nobleza heredé agora,
 lo fuera desde el sur más abrasado
 a los primeros paños del aurora;
 si el oro, de los hombres adorado,
 las congeladas lágrimas que llora
 el cielo, o los diamantes orientales
 que abrieron por el mar caminos tales
 tuviera yo, lo mismo os ofreciera;
 y no dudéis, señora, que pasara
 adonde el sol apenas luz me diera,
 como a sólo serviros importara:
 en campañas de sal pies de madera
 por las remotas aguas estampara,
 hasta llegar a las australes playas,
 del humano poder últimas rayas.

Diana:

 Creo, señor marqués, el amor vuestro;
 y satisfecha de nobleza tanta,
 haré tratar el pensamiento nuestro,
 si al conde Federico no le espanta.


Ricardo:

 Bien sé que en trazas es el conde diestro,
 porque en ninguna cosa me adelanta;
 mas yo fío de vos que mi justicia
 los ojos cegará de su malicia.
Sale TEODORO

Teodoro:

 Ya lo que mandas hice.

Ricardo:

 Si ocupada
 vuseñoría está, no será justo
 hurtarle el tiempo.

Diana:

 No importara nada,
 puesto que a Roma escribo.

Ricardo:

 No hay disgusto
 como en día de cartas dilatada
 visita.

Diana:

 Sois discreto.

Ricardo:

 En daros gusto.
 [RICARDO habla] aparte [a CELIO]
 (Celio, ¿qué te parece?

Celio:

 Que quisiera
 que ya tu justo amor premio tuviera.)
Vanse RICARDO y CELIO

Diana:

 ¿Escribiste?

Teodoro:

 Ya escribí,
 aunque bien desconfiado;
 mas soy mandado y forzado.

Diana:

 Muestra.

Teodoro:

 Lee.

Diana:

 Dice así:
Lee
 “Querer por ver querer envidia fuera,
 si quien lo vio sin ver amar no amara,
 porque si antes de ver, no amar pensara,
 después no amara, puesto que amar viera.
 Amor, que lo que agrada considera
 en ajeno poder, su amor declara;
 que como la color sale a la cara,
 sale a la lengua lo que al alma altera.
 No digo más, porque lo mis ofendo
 desde lo menos, si es que desmerezco
 porque del ser dichoso me defiendo.
 Esto que entiendo solamente ofrezco;
 que lo que no merezco no lo entiendo,
 por no dar a entender que lo merezco.”


Diana:

 Muy bien guardaste el decoro.

Teodoro:

 ¿Búrlaste?

Diana:

 ¡Pluguiera a Dios!

Teodoro:

 ¿Qué dices?

Diana:

 Que de los dos,
 el tuyo vence, Teodoro.

Teodoro:

 Pésame, pues no es pequeño
 principio de aborrecer
 un criado, el entender
 que sabe más que su dueño.
 De cierto rey se contó
 que le dijo a un gran privado:
 “Un papel me da cuidado,
 y si bien le he escrito yo,
 quiero ver otro de vos,
 y el mejor escoger quiero.”
 Escribióle el caballero,
 y fue el mejor de los dos.
 Como vio que el rey decía
 que era su papel mejor,
 y díjole al mayor
 hijo, de tres que tenía:
 “Vámonos del reino luego;
 que en gran peligro estoy yo.”
 El mozo le preguntó
 la causa, turbado y ciego;
 y respondióle: “Ha sabido
 el rey que yo sé más que él;
 —que es lo que en este papel
 me puede haber sucedido.

Diana:

 No, Teodoro; que aunque digo
 que es el tuyo más discreto,
 es porque sigue el conceto
 de la materia que sigo;
 y no para que presuma
 tu pluma que, si me agrada,
 pierdo el estar confiada
 de los puntos de mi pluma.
 Fuera de que soy mujer
 a cualquier error sujeta,
 y no sé si muy discreta,
 como se me echa de ver.
 Desde lo menos, aquí
 dices que ofendes lo más;
 y amando, engañado estás,
 porque en amor no es ansí;
 que no ofende un desigual
 amando, pues sólo entiendo
 que se ofende aborreciendo.


Teodoro:

 Ésa es razón natural;
 mas pintaron a Faetonte
 y a Ícaro despeñados,
 uno en caballos dorados,
 precipitado en un monte;
 y otro, con alas de cera,
 derretido en el crisol
 del sol.

Diana:

 No lo hiciera el sol
 si, como es sol, mujer fuera.
 Si alguna dama quisieres
 alta, sírvela y confía;
 que amor no es más que porfía:
 no son piedras las mujeres.
 Yo me llevo este papel;
 que despacio me conviene
 verle.

Teodoro:

 Mil errores tiene.

Diana:

 No hay error ninguno en él.

Teodoro:

 Honras mi deseo; aquí
 traigo el tuyo.

Diana:

 Pues allá
 le guarda..., aunque bien será
 rasgarle.

Teodoro:

 ¿Rasgarle?

Diana:

 Sí;
 que no importa. ¿Que se pierda,
 si se puede perder más?
Vase [DIANA]


Teodoro:

 Fuése. ¿Quién pensó jamás
 de mujer tan noble y cuerda
 este arrojarse tan presto
 a dar su amor a entender?
 Pero también puede ser
 que yo me engañase en esto.
 Mas, ¿no me ha dicho jamás,
 ni a lo menos se me acuerda?
 “Pues ¿qué importa que se pierda,
 si se puede perder más?”
 “Perder más”, bien puede ser
 por la mujer que decía...
 —Mas todo es bachillería,
 y ella es la misma mujer.
 Aunque no; que la condesa
 es tan discreta y tan varia,
 que es la cosa más contraria
 de la ambición que profesa.
 Sírvenla príncipes hoy
 en Nápoles, que no puedo
 ser su esclavo. Tengo miedo,
 que en grande peligro estoy.
 Ella sabe que a Marcela
 sirvo, pues aquí ha fundado
 el engaño y me ha burlado...
 Pero en vano se recela
 mi temor, porque jamás
 burlando salen colores.
 ¿Y el decir con mil temores
 que se puede perder más?
 ¿Qué rosa, al llorar la aurora,
 hizo de las hojas ojos,
 abriendo los labios rojos
 con risa a ver cómo llora,
 como ella los puso en mí,
 bañada en púrpura y grana;
 o qué pálida manzana
 se esmaltó de carmesí?
 Lo que veo y lo que escucho,
 yo lo juzgo (o estoy loco)
 para ser de veras poco,
 y para de burlas mucho.
 Mas teneos, pensamiento,
 que os vais ya tras la grandeza,
 aunque si digo belleza,
 bien sabéis vos que no miento;
 que es bellísima Dïana,
 y en discreción sin igual.
Sale MARCELA

Marcela:

 ¿Puedo hablarte?


Teodoro:

 Ocasión tal
 mil imposibles allana;
 que por ti, Marcela mía,
 la muerte me es agradable.

Marcela:

 Como yo te vea y hable
 dos mil vidas perdería.
 Estuve esperando el día.
 como el pajarillo solo;
 y cuando vi que en el polo
 que Apolo más presto dora,
 le despertaba la aurora,
 dije: “Yo veré mi Apolo.”
 Grandes cosas han pasado;
 que no se quiso acostar
 la condesa hasta dejar
 satisfecho su cuidado.
 Amigas que han envidiado
 mi dicha con deslealtad,
 le han contado la verdad;
 que entre quien sirve, aunque veas
 que hay amistad, no lo creas,
 porque es fingida amistad.
 Todo lo sabe en efeto;
 que si es Dïana la luna,
 siempre a quien ama importuna,
 salió y vio nuestro secreto.
 Pero será, te prometo,
 para mayor bien, Teodoro;
 que del honesto decoro
 con que tratas de casarte
 le di parte, y dije aparte
 cuán tiernamente te adoro.
 Tus prendas le encarecí
 tu estilo, tu gentileza;
 y ella entonces su grandeza
 mostró tan piadosa en mí,
 que se alegró de que en ti
 hubiese los ojos puesto,
 y de casarnos muy presto
 palabra también me dio,
 luego que de mi entendió
 que era tu amor tan honesto.
 Yo pensé que se enojara
 y la casa revolviera,
 que a los dos nos despidiera
 y a los demás castigara;
 mas su sangre ilustre y clara,
 y aquel ingenio en efeto
 tan prudente y tan perfeto,
 conoció lo que mereces.
 ¡Oh, bien haya amén mil veces
 quien sirve a señor discreto!


Teodoro:

 ¿Que casarme prometió
 contigo?

Marcela:

 Pues ¿pones duda
 que a su ilustre sangre acuda?

Teodoro:

 (Mi ignorancia me engañó. Aparte
 ¡Qué necio pensaba yo
 que hablaba en mí la condesa!
 De haber pensado me pesa
 que pudo tenerme amor;
 que nunca tan alto azor
 se humilla a tan baja presa.)

Marcela:

 ¿Qué murmuras entre ti?

Teodoro:

 Marcela, conmigo habló;
 pero no se declaró
 en darme a entender que fui
 el que embozado salí
 anoche de su aposento.

Marcela:

 Fue discreto pensamiento,
 por no obligarse al castigo
 de saber que hablé contigo,
 si no lo es el casamiento;
 que el castigo más piadoso
 de dos que se quieren bien
 es casarlos.

Teodoro:

 Dices bien,
 y el remedio más honroso.

Marcela:

 ¿Querrás tú?

Teodoro:

 Seré dichoso.

Marcela:

 Confírmalo.

Teodoro:

 Con los brazos,
 que son los rasgos y lazos,
 de la pluma del amor,
 pues no hay rúbrica mejor
 que la que firman los brazos.
Sale DIANA

Diana:

 Esto se ha enmendado bien.
 Agora estoy muy contenta;
 que siempre a quien reprehende
 da gran gusto ver la enmienda.
 No os turbéis ni os alteréis.


Teodoro:

 Dije, señora, a Marcela
 que anoche salí de aquí
 con tanto disgusto y pena
 de que vuestra señoría
 imaginase en su ofensa
 este pensamiento honesto
 para casarme con ella
 que me he pensado morir;
 y dándome por respuesta
 que mostrabas en casarnos
 tu piedad y tu grandeza,
 dile mis brazos; y advierte
 que si mentirte quisiera,
 no me faltara un engaño;
 pero no hay cosa que venza,
 como decir la verdad,
 a una persona discreta.

Diana:

 Teodoro, justo castigo
 la deslealtad mereciera
 de haber perdido el respeto
 a mi casa; y la nobleza
 que usé anoche con los dos
 no es justo que parte sea
 a que os atreváis ansí;
 que en llegando a desvergüenza
 el amor, no hay privilegio
 que al castigo le defienda.
 Mientras no os casáis los dos,
 mejor estará Marcela
 cerrada en un aposento;
 que no quiero yo que os vean
 juntos las demás crïadas,
 y que por ejemplo os tengan
 para casárseme todas.
 ¡Dorotea! ¡Ah Dorotea!
 Sale DOROTEA

Dorotea:

 Señora...

Diana:

 Toma esta llave,
 y en mi propia cuadra encierra
 a Marcela; que estos días
 podrá hacer labor en ella.
 No diréis que esto es enojo.
 [DOROTEA habla] aparte a [MARCELA]

Dorotea:

 (¿Qué es esto, Marcela?

Marcela:

 Fuerza
 de un poderoso tirano
 y una rigurosa estrella.
 Enciérrame por Teodoro.


Dorotea:

 Cárcel aquí no la temas,
 y para puertas de celos
 tiene amor llave maestra.)
Vanse MARCELA y DOROTEA

Diana:

 En fin, Teodoro, ¿tú quieres
 casarte?

Teodoro:

 Yo no quisiera
 hacer cosa sin tu gusto;
 y créeme, que mi ofensa
 no es tanta como te han dicho;
 que bien sabes que con lengua
 de escorpión pintan la envidia;
 y que si Ovidio supiera
 qué era servir no en los campos,
 no en las montañas desiertas
 pintara su escura casa;
 que aquí habita y aquí reina.

Diana:

 Luego ¿no es verdad que quieres
 a Marcela?

Teodoro:

 Bien pudiera
 vivir sin Marcela yo.

Diana:

 Pues díceme que por ella
 pierdes el seso.

Teodoro:

 Es tan poco,
 que no es mucho que le pierda;
 mas crea vuseñoría
 que, aunque Marcela merezca
 esas finezas en mí,
 no ha habido tantas finezas.

Diana:

 Pues ¿no le has dicho requiebros
 tales que engañar pudieran
 a mujer de más valor?

Teodoro:

 Las palabras poco cuestan.

Diana:

 ¿Qué le has dicho, por mi vida?
 ¿Cómo, Teodoro, requiebran
 los hombres a las mujeres?

Teodoro:

 Como quien ama y quien ruega,
 vistiendo de mil mentiras
 una verdad, y ésa apenas.

Diana:

 Sí; pero ¿con qué palabras?


Teodoro:

 Extrañamente me aprieta
 vuseñoría. “Esos ojos,
 le dije, esas niñas bellas,
 son luz con que ven los míos;
 y los corales y perlas
 de esa boca celestial...”

Diana:

 ¿Celestial?

Teodoro:

 Cosas como éstas
 son la cartilla, señora,
 de quien ama y quien desea.

Diana:

 Mal gusto tienes, Teodoro.
 No te espantes de que pierdas
 hoy el crédito conmigo,
 porque sé yo que en Marcela
 hay mis defetos que gracias,
 como la miro más cerca.
 Sin esto, porque no es limpia,
 no tengo pocas pendencias
 con ella... Pero no quiero
 desenamorarte de ella;
 que bien pudiera decirte
 cosas... Pero aquí se quedan
 sus gracias o sus desgracias;
 que yo quiero que la quieras,
 y que os caséis en buen hora.
 Mas pues de amador te precias,
 dame consejo, Teodoro,
 ansí a Marcela poseas,
 para aquella amiga mía,
 que ha días que no sosiega
 de amores de un hombre humilde.
 Porque si en quererle piensa,
 ofende su autoridad;
 y si de quererle deja,
 pierde el jüicio de celos;
 que el hombre, que no sospecha
 tanto amor, anda cobarde,
 aunque es discreto, con ella.

Teodoro:

 Yo, señora, ¿sé de amor?
 No sé, por Dios, cómo pueda
 aconsejarte.

Diana:

 ¿No quieres,
 como dices, a Marcela?
 ¿No le has dicho esos requiebros?
 Tuvieran lenguas las puertas,
 que ellas dijeran...

Teodoro:

 No hay cosa
 que decir las puertas puedan.


Diana:

 Ea, que ya te sonrojas,
 y lo que niega la lengua,
 confiesas con las colores.

Teodoro:

 Si ella te lo ha dicho, es necia.
 Una mano le tomé,
 y no me quedé con ella,
 que luego se la volví;
 no sé yo de qué se queja.

Diana:

 Sí, pero hay manos que son
 como la paz de la Iglesia,
 que siempre vuelven besadas.

Teodoro:

 Es necísima Marcela.
 Es verdad que me atreví
 pero con mucha vergüenza,
 a que templase la boca
 con nieve y con azucenas.

Diana:

 ¿Con azucenas y nieve?
 Huelgo de saber que templa
 ese emplasto el corazón.
 Ahora bien, ¿qué me aconsejas?

Teodoro:

 Que si esa dama que dices
 hombre tan bajo desea,
 y de quererle resulta
 a su honor tanta bajeza,
 haga que con un engaño,
 sin que la conozca, pueda
 gozarle.

Diana:

 Queda el peligro
 de presumir que lo entienda.
 ¿No será mejor matarle?

Teodoro:

 De Marco Aurelio se cuenta
 que dio a su mujer Faustina,
 para quitarle la pena,
 sangre de un esgrimidor;
 pero estas romanas pruebas
 son buenas entre gentiles.

Diana:

 Bien dices; que no hay Lucrecias;
 ni Torcatos ni Virginios
 en esta edad; y en aquélla
 hubo Faustinas, Teodoro,
 Mesalinas y Popeas.
 Escríbeme algún papel
 que a este propósito sea,
 y queda con Dios.
 [Se] cae [DIANA]
 ¡Ay Dios!
 Caí. ¿Qué me miras? Llega,
 dame la mano.


Teodoro:

 El respeto
 me detuvo de ofrecella.

Diana:

 ¡Qué graciosa grosería!
 ¡Que con la capa la ofrezcas!

Teodoro:

 Así cuando vas a misa
 te la da Otavio.

Diana:

 Es aquella
 mano que yo no le pido,
 y debe de haber setenta
 años que fue mano, y viene
 amortajada por muerta.
 Aguardar quien ha caído
 a que se vista de seda,
 es como ponerse un jaco
 quien ve al amigo en pendencia;
 que mientras baja, le han muerto.
 Demás que no es bien que tenga
 nadie por más cortesía,
 aunque melindres lo aprueban,
 que una mano, si es honrada,
 traiga la cara cubierta.

Teodoro:

 Quiero estimar la merced
 que me has hecho.

Diana:

 Cuando seas
 escudero, la darás
 en el ferreruelo envuelta;
 que agora eres secretario:
 con que te he dicho que tengas
 secreta aquesta caída,
 si levantarte deseas.
Vase

Teodoro:

 ¿Puedo creer que aquesto es verdad? Puedo,
 si miro que es mujer Dïana hermosa.
 Pidió mi mano, y la color de rosa,
 al dársela, robó del rostro el miedo.
 Tembló, yo lo sentí: dudoso quedo.
 ¿Qué haré? Seguir mi suerte venturosa;
 si bien, por ser la empresa tan dudosa,
 niego al temor lo que al valor concedo.
 Mas dejar a Marcela es caso injusto;
 que las mujeres no es razón que esperen
 de nuestra obligación tanto disgusto.
 Pero si ellas nos dejan cuando quieren
 por cualquiera interés o nuevo gusto,
 mueran también como los hombres mueren.