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El pesimista corregido: 22

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V

La vida del cuitado Juan se iba haciendo por cada día más difícil.

Cierto que su clarividencia portentosa le permitía evitar los microbios; pero tal ventaja no había influído en su sensibilidad, de cada vez más susceptible, y ajustada, ab initio, para otra gama de sensaciones visuales.

A causa de esta inarmonía entre la excitación y la reacción, cobró repugnancia al vino, al agua, a la carne..., a todo. Pasaba los mayores apuros a la hora de comer, y, no obstante intervenir él personalmente en las faenas cocineriles, esterilizando, filtrando, analizando y limpiando primeras materias, le ocurría a menudo sorprender en los alimentos y bebidas bicharracos o bacterias que le asqueaban el estómago y le quitaban el apetito. En virtud de un fenómeno psicológico difícil de explicar, aun los manjares más limpios y saludables causábanle repugnancia y escrúpulos.

Porque a sus ojos la carne no era carne, sino paquetes de rojas y contráctiles lombrices (las fibras musculares estriadas); el tocino aparecíasele como un montón de globos enormes, semejantes a bomboneras repletas de un líquido aceitoso y de cristalizaciones radiadas (células adiposas y cristales de margarina); el pan presentábasele cual conglomerado de granos almidonosos, empotrado en una ganga transparente (el gluten), donde destacaban toda suerte de inmundicias; el queso se le antojaba asqueroso criadero de microbios, arca de Noé palpitante de vida inmunda, nauseabunda carroña capaz de levantar el estómago de un difunto. En ocasiones, al hallarse en el comedor rodeado de apetitosas viandas, figurábase estar en un laboratorio histológico, ocupado en devorar, impulsado de extraña aberración, una colección de preparaciones microscópicas. Los sesos, particularmente, inspirábanle supersticioso terror.

-¿Quién se atreve a comer exclamaba una célula nerviosa erizada de brazos suplicantes que parecen vibrar todavía con el dolor del golpe mortal asestado por el matarife?

Por de contado, aborreció también el agua común, donde hormigueaban, entre otros gérmenes, el insidioso bacilo tifoso y el bacillus coli comunis; repugnó el vino, frecuentemente impurificado con el micoderma aceti y el torula cerevisiae, y la leche, donde pululaba el bacilo de la tuberculosis, amén de tal cual bacteria de la fermentación, y acabó por no beber sino agua hervida y previamente esterilizada con la bujía de Chamberland. Infinitas eran las preocupaciones tomadas por el receloso Juan en el aseo y esterilización de platos, vasos, botellas, manteles, cuchillos y tenedores. Con tales rarezas y meticulosas aprensiones, excusado es decir cuál sería el humor de la infeliz cocinera. Pensó sencillamente que su amo había perdido el juicio.