El poeta (Piedrahíta)

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​El poeta​ de Vicente Piedrahíta


Dedica esta composición al cantor del Pico de Teide, Fernando Velarde, su admirador y amigo Vicente Piedrahíta




Nor second He, that rode sublime
upon the seraph wings to Ecstasy,
the secrets of the abysse to spy,
He pass'd the flaming bounds of place and time:
the living Throne, the sapphire blaze
where angels tremble while thy gaze,
He saw...


Gray.






I

Te dio aquilón su ráfaga tonante,
su furibunda turbulencia el mar,
la cascada su salto de gigante,
el abismo su trazo colosal.


Te dio su hervir el Cotopaxi horrendo,
el flamígero rayo su fragor,
el terremoto su ímpetu tremendo,
la trompeta final su vibración.


El águila su vuelo y osadía,
su elevación espléndida el zenit,
el universo entero su armonía,
su aspiración divina el querubín.


Te dio el caos sus sombras misteriosas,
sus arcanos la augusta eternidad,
el serafín sus alas fulgurosas,
y el mismo Dios su soplo germinal.



II

Grandioso genio, portentoso atleta,
cuando revienta en tu robusto seno
de tus pasiones el sublime trueno
¿dó no retumba su potente voz?
Cuando maldices a la tierra impía
y escarneces al hombre corrompido
¿quién no escucha en tu acento dolorido
del cielo la terrible maldición?


Cuando te elevas cual cometa ardiente,
y rápido el espacio luminoso
atraviesas en giro esplendoroso
¿quién no se siente arrebatar de ti?
¿Cuándo en las crestas de soberbios montes
tu vuelo agitas, águila altanera,
y allá en la cumbre donde el rayo impera
cantas del mundo el grande porvenir?


Sus senos te abre la creación inmensa,
su lenguaje te enseña misterioso,
y la tiara y el báculo precioso
de supremo pontífice te da;
y el himno sacro del amor entonas,
y escucha Dios tu cántico propicio,
y víctima y altar y sacrificio
le ofrece en ti la ingrata humanidad.


Fúnebres sombras en el alma llevas
pero a tu paso se reanima todo;
la suerte dones te negó y del lodo
perlas sacas de incógnito primor.
Al través del crespón de los pesares
tu augusta frente vívida radía:
¡misteriosa y sublime sinfonía
en las tumbas del lúgubre panteón!


Quizá la injusta sociedad te befa
y en ti el Señor la sociedad bendice,
la corrupción nefanda te maldice
y te ofreces por ella en redención.
El hombre imbécil de tu amor divino
se burla torpe, de tu ardiente anhelo,
y cual nube esplendente sube al cielo
el incienso inefable de tu amor.



III

¡Hijo de la tormenta! Cuando asorda
la tempestad la atmósfera inflamada,
cuando tiembla la tierra consternada
y el rayo miras a tu frente arder;
cuando contemplas, cual fantasma horrendo
levantarse la nube altitonante,
cual infernal dragón amenazante,
cual la sombra terrible de Luzbel.


Cuando el océano turbulento brama
y horrisonante hierve furibundo,
como hierve el infierno tremebundo
al soplo de la cólera de Dios;
cuando parece que los orbes todos
en cataclismo universal perecen,
y las tinieblas y el espanto crecen,
y es un inmensa abismo la creación;


tu espíritu más grande se sublima
y vuela audaz de la tormenta al seno,
tu voz retumba con la voz del trueno,
con el rayo fulgura tu mirar;
y al fragor de los vientos encontrados,
y al ímpetu veloz del torbellino,
en un carro de nubes el camino
vas siguiendo del rápido huracán.


Y tu alma llena la extensión del cielo,
y cree abarcar la inmensidad sombría,
y el mundo, en tu ardimiento y osadía,
en tus manos quisieras sostener;
y nada entonces sobre ti se eleva,
ningún mirar a tu mirar alcanza,
ninguna fuerza iguala tu pujanza,
ningún saber supera tu saber.


Y oyes, acaso, entre el estruendo rudo,
de la música eterna los acentos,
del infierno los míseros lamentos
y el terrible anatema de Jehová.
Y acaso entre las nubes tormentosas
al inmenso tu espíritu sorprende
cuando su soplo la borrasca enciende
y fulgura en tremenda majestad.


Y mientras tiemblan las feroces bestias
en sus lóbregas grutas escondidas,
tú sientes de entusiasmo estremecidas
tus entrañas al grito de aquilón;
y no te aterra el general bramido,
que atruenan más tu pecho las pasiones;
no te aterran los negros nubarrones
que es más negro y furioso tu dolor.


Y no te espanta el formidable rayo
porque es un rayo divinal tu mente,
porque arde tu cabeza incandescente
con el fuego vivifico de Dios.
Y más sacude tu ansiedad terrible
tu corazón, en incesante guerra
que los pinos robustos de la sierra
del volcán la espantosa convulsión.



IV

¡Alma de la armonía! ¡engendro hermoso
de la luz, el amor y la belleza!
A tu soplo feraz naturaleza
vida y galas ostenta por doquier.
Y en tus manos derrama sus tesoros,
en tu frente su rica lozanía,
en tu cantar su blanda melodía,
y en tu aliento el perfume del Edén.


Y con su manto espléndido te viste,
y con su brillo tu semblante dora,
te da el concierto de la gaya aurora,
del sol la augusta pompa en el zenit;
el suspiro armonioso de la tarde,
de la noche serena la tristura,
sus beleños de plácida ventura,
su cielo de diamantes y zafir.


Y eres entonces corazón y vida
de la creación, espíritu fecundo,
lengua sonora y férvida del mundo,
del canto universal el diapasón;
suprema inteligencia, alma infinita,
que la extensión abarcas, y el vacío
en tu ardiente y sublime desvarío,
lo pueblas con tu aliento engendrador.



V

¡Oh, quién alcanza a comprenderte nunca
cuando la excelsa inspiración te abrasa!
Mil veces necio el que conciba tasa
a tu rica, sin par fecundidad.
¿Quién pudiera seguir tu fantasía
en su vuelo magnífico, esplendente,
cuando soporta su agitada frente
el peso entero de la inmensidad?


¿Quién tus arranques comprender pudiera,
tus soberbias, bellísimas creaciones,
que giran rutilantes a millones
en el espacio inmenso de tu ser?
¿Tus criaturas de esencias inmortales
en ignorados goces embriagadas,
por un sol perennal iluminadas
en jardines más bellos que el Edén?


¡Oh! en tu arrebato sin igual, sublime,
del universo músico inspirado,
su brillante y magnífico teclado
sacudes con poético furor;
y unísonos sus ámbitos resuenan
con prolongada augusta sinfonía,
y en solemne inefable melodía
se inebria tu ambicioso corazón.


Pero, siempre insaciable, encuentras débil
la concertada voz del Universo,
que más te exalta tu robusto verso
que el canto acorde de Universos mil;
y más grandes conciertos anhelando
te transportas audaz al firmamento,
y al son allí del místico concento
haces también tus cánticos oír.


Y en medio de seráficas falanges
del Excelso penetras al santuario,
y del ángel tomando el incensario
el incienso le ofreces de tu amor.
Y cual gran sacerdote de los hombres,
de sus negras miserias condolido,
de majestad sagrada revestido
te ofreces por el mundo en oblación.


Y acepta Dios tu noble sacrificio;
la paz y amor y bendición y vida
descienden a la tierra redimida
de su horrible delito de impiedad.
Y tú también de tu piedad en premio
con la visión beatífica alumbrado,
de la aureola del justo circundado
desciendes como enviado celestial.


Y ministro supremo del Altísimo,
su gloria, su bondad, su omnipotencia,
predicas con la bíblica elocuencia
al obcecado mundo con fervor.
Y del lóbrego abismo en que ahora yace
la pobre especie humana sumergida,
de su blasón divino destituida,
en sacrílega guerra con su Dios.


Tú, encumbrarla pretendes esforzado
de la virtud, del bien a la eminencia,
do resplandezca su inmortal esencia
y se ostente en su plena magnitud;
y libre, sabia y opulenta verla,
su alta misión de progresar llenando,
uniforme y segura caminando
al templo de la excelsa beatitud.


Y el hombre con el hombre para siempre,
y con la tierra el cielo poderoso,
del amor con el vínculo precioso
estrechar en sublime comunión.
Mas ¡ay! pocos, quizá, pocos comprenden
tu idioma aquí, celeste peregrino,
y sigues solitario tu camino
cargando el peso enorme del dolor.


Mientras, allá, la humanidad prosigue
corriendo en su demencia furibunda,
y ora sube, ora baja, ora se inunda
en las amargas ondas de la mar;
ora blasfema de su Dios impía,
ora menguados númenes inciensa,
ora lo arrasa todo, ora comienza
de nuevo, arrepentida, a edificar.



VI

En este valle mísero de llanto,
en este áspero, inmundo, estéril suelo,
las puras flores que te diera el cielo
las ves ¡ay! tristemente marchitar.
¡Ay! en tu pecho por tu mal encierras
un inmenso tesoro de ternura
que filtra, gota a gota, la amargura
hasta tu ardiente corazón ahogar.


Hizo Dios de tu alma un foco hirviente
de exquisito y grandioso sentimiento,
y el amor infinito por sustento
a tu existencia borrascosa dio.
Y para amar con férvido entusiasmo
la libertad, la gloria y la grandeza,
para adorar la púdica belleza,
tu generoso corazón formó.


Hermosas, puras, tímidas mujeres
con fascinantes atractivos viste,
y en ellas ver en tu ilusión creíste
los ministros seráficos de Dios.
Y las amaste con febril delirio,
con ciega fe, con entusiasmo santo,
e hirvió en tu pecho el inspirado canto,
y alborozado el mundo te escuchó.


Y arrebatado de placer y gloria,
en inefables goces inebriado,
hallar pensaste al mundo transportado
el celestial, inmarcesible Edén.
Y realizados tus ensueños de oro,
cuando pintó tu rica fantasía,
el ideal que formó tu poesía
en su ascensión hasta el Supremo Ser.


Mas ¡ay! que en vez de tu pasión sublime
el infame comercio hallaste solo;
tras la mentida candidez el dolo,
bajo el velo modesto del pudor...
¡Silencio!...¡sí! que allá el infierno diga
lo que resiste a proferir mi lengua,
que es honrar la verdad, si causa mengua,
hundirla en el silencio del dolor...


Genio divino desterrado al mundo,
tu alimento en la tierra es la amargura,
incesante buscando la luz pura
de tu perdida patria celestial.
Son tus gemidos vibraciones lúgubres
que al harpa eterna del pesar exhala;
ningún tormento tu tormento iguala,
no hay ansiedad igual a tu ansiedad.


Tus lágrimas destilan cuando lloras
la vivífica savia de tu vida,
y te deja una fibra consumida
cada histérico ¡ay! desgarrador.
Te devora tu misma inteligencia,
tu inspiración aumenta tus pesares,
y en tus más tiernos plácidos cantares
a pedazos se va tu corazón.


Mas, yergue altivo la soberbia frente
y el generoso corazón alienta,
que allá el grandioso porvenir ostenta
sus refulgentes senos para ti.
Y espíritu inmortal, siempre animando
los hombres que vendrán, tu pensamiento,
resonará tu poderoso acento
de la edad postrimera hasta el confín.




Quito, a 15 de octubre de 1855.