El pozo del Yocci: 03

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El pozo del Yocci de Juana Manuela Gorriti
Capítulo II - El vivac



Las sombras han sucedido al día, y a su bélico tumulto la plácida calma de la noche.

En el fondo de la quebrada, a la orilla izquierda del río de León, una línea de fogatas eleva sus rojas llamas bajo el ramaje florido de los duraznos. Es el campamento de los guerrilleros patriotas.

Allí, centenares de hombres de razas, costumbres y creencias diversas, unidos por el sentimiento nacional, guerrean juntos; partiendo la misma vida de azares y de peligros; y en aquel momento, sentados en torno de la misma lumbre, reunidas en pabellones sus heterogéneas armas, y mezclando sus dialectos, se abandonan a las turbulentas pláticas del vivac.

Allí se encuentran, al acicalado bonaerense; el rudo morador de la pampa; el cordobés de tez cobriza y dorados cabellos; y el huraño habitante de los yermos de Santiago, que se alimenta de algarrobas y miel silvestre; y el poético tucumano, que suspende su lecho a las ramas del limonero; y los pueblos que moran sobre las faldas andinas; y los que beben las azules aguas del Salado, y los tostados hijos del Bracho, que cabalgan sobre las alas veloces del avestruz; y el gancho fronterizo, que arranca su elegante coturno al jarrete de los potros.

-Qué flaco está el rancho, sargento Contreras -exclamó un mulato salteño, dirigiéndose a cierto hombrón de rostro bronceado y ondulosa cabellera, mientras revolvía un churrasco en las brasas del hogar. -Nadie diría que hoy hemos matado tanto gallego de mochila repleta.

-Y llevando un convoy de víveres frescos, que no había más que pedir.

-¡Al diablo el comandante Heredia y su fuego de flanco! Otra cosa habría sido, si mandara cargar por retaguardia: ni un sarraceno pasara el Abra para ir a contar el cuento. ¡Que no hubiese hecho cada uno como el capitán Teodoro: desobedecer y atacar!

-¡Pobre capitán Teodoro! ¡tan valiente y tan buen mozo!

-Hubiéralo yo seguido, si me encuentro cerca de él.

-Yo me hallaba entonces a la otra banda del río, encaramado en la copa de una ceiba vaciando sobre aquellos diablos la carga de mi fusil; y vi al capitán arrojarse, espada en mano, al centro de la columna. ¡Caramba! ¡Hubo un fiero remolino! Estocada por aquí, mandoble por allá... Luego sonaron casi a un tiempo cuatro tiros, y... todo se acabó... ya sólo vi un caballo que huía espantado río abajo.

-Yo hacía fuego, acurrucado en el hueco de un tronco, y vi al pobre capitán caer atravesado de balas. Por más señas que de una litera salió un grito que me partió el corazón. Fue una voz de mujer: de seguro era algo de él.

-O del oficial godo que mató del primer hachazo. ¡Pulsos tenía el capitán Teodoro!... y eso que no llegaba a veinte años.

-¡Teodoro! ¿Por qué no llevaba apellido?

-¡Quién sabe!

-Yo lo sé: porque su padre es un gallego ricacho y testarudo, que le achacaba a delito el servir en nuestras filas, y lo había desheredado, y hasta quitádole el nombre.

-¡No importa! así, Teodoro a secas, era un valiente soldado. ¡Malhaya la mano que le mató! No le pido más a Dios, sino el consuelo de ponerle a tiro de mi cuchillo.

-¿Dónde cayó el capitán?

En la angostura del río, más allá de los cinco alisos, al salir a la altura de los sauces. El mayor Peralta fue ya en busca de su cuerpo.

-¡Hum! ¡Quién sabe si podrá encontrarlo!

A esa hora, el sol no se había puesto; y una pandilla de cóndores revoloteaba en el aire. Esos diablos en un momento despabilaban el cadáver de un cristiano...

-¿Quién vive? -gritó a lo lejos la voz de un centinela.

-¡La Patria!

-¿Qué gente?

-Soldado.

Y un jinete, llevando en brazos un cadáver, entró en el recinto del campamento.

-Por aquí, Peralta -gritó un hombre, saliendo de la única tienda que había en el campamento.

-¿Logró usted encontrarlo?

-Sí, comandante -respondió, con voz sorda, el otro; ¡aquí está!

El comandante recibió en sus brazos el cadáver y lo condujo a la tienda, donde lo acostaron sobre una capa de grana bordada de oro, despojo que, al principio de la campaña, había el comandante Heredia tomado al enemigo.

-He ahí, a donde conduce un ardimiento imprudente -exclamó el jefe dando una mirada de dolor al rostro ensangrentado del muerto-. ¡Pobre Teodoro! Acometió una locura, que ni aun sus veinte años podían excusar: ¡arrojo inútil y temerario, que lo ha llevado a la muerte! ¡Se habría dicho que la buscaba!

-Sí -respondió aquel que había traído el cadáver-, fue a su encuentro; pero así lo exigía el deber. No se compare usted con él, comandante. El alma de usted es reflexiva, fría y reside en la cabeza: la suya moraba en el corazón.

-¡Locos! -murmuraba Heredia, abandonando la tienda, convertida en capilla ardiente-. ¡Locos! Traer a esta guerra sagrada el imprudente arrojo de un torneo, es robar a la patria la flor de sus campeones. ¡Cuántos valientes más contaran nuestras filas con algunas calaveradas menos!

-¡El cumplimiento de un deber! -repetía Peralta, solo ya con el cadáver de su amigo-, el cumplimiento de un deber: he ahí lo único que yo sé, noble amigo, del trágico desenlace de tu historia; pero tu fin ha sido grande y glorioso. ¡Duerme en paz!

Y sentándose en una piedra, ocultó el rostro entre las manos y se hundió en dolorosa meditación, en tanto que los rumores del campamento se extinguían, sucediéndoles el canto del búho y el aullido de los chacales, que no lejos de allí destrozaban los sangrientos miembros de los muertos.