El pozo del Yocci: 08

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En el mismo instante, como evocados por las palabras de Juana, veinte jinetes bien montados y armados de pistolas y espadas, salieron de repente de la hondonada que señalaba Peralta, y antes que éste y su compañero (exactamente como aconteció a los extremeños) pudieran reconocerse, los envolvieron, los desarmaron, ligaron a la espalda sus manos, a pesar de su rabia, y los ataron inmóviles sobre sus propios caballos.

Juana se adelantó resueltamente hacia el jefe del misterioso escuadrón.

-¿Con qué derecho os atrevéis a poner la mano sobre hombres libres que llevan su camino?

-¿Contáis por nada el derecho de represalias? -respondió éste con una voz que hizo estremecer a Aurelia, sin que pudiera acordarse donde la había oído otra vez; y por una extraña coincidencia, allá en el fondo de la silla de manos, una fuerte emoción sacudió el cuerpo desfallecido de la enferma, y un débil grito se exhaló de su pecho, y sus párpados cerrados se agitaron.

-Yo deploro, señora -continuó el jefe-, deploro profundamente la necesidad que me obliga a usar de descortesía y aun de rigor con seres por quienes mi respeto es un verdadero culto.

-¡Cobardes! -exclamaron a la vez Peralta y su joven compañero, haciendo esfuerzos para romper sus ligaduras.

-Una mordaza a esos hombres -dijo el jefe volviéndose a los suyos-. Y en cuanto a las señoras, ruégolas que nos sigan sin intentar resistencia.

-¡Dios mío!, ¿y mi madre? -gritó Aurelia, arrojándose del caballo y corriendo a colocarse delante de la enferma.

El jefe se conmovió a pesar suyo. Echó pie a tierra y se acercó a la joven.

Entonces por primera vez ambos se miraron.

Dios solo conoce el misterio de esas simpatías repentinas, atracción invencible que arrebata el alma en un acento, en una mirada, y obligó a la joven y al desconocido a llevar la mano al corazón para interrogarlo.

-¡Comandante Castro! -gritó uno de aquellos hombres-, ¡un desfile en la altura! -y señaló el barranco que se alzaba a pico sobre el cauce del torrente.

En efecto, al borde del precipicio desfilaba un destacamento equipado de armas mixtas que brillaban a la luz de la luna. Al centro iba un hombre desarmado y cabizbajo, seguido de una mujer. Reconocíasele en un vestido blanco y la larga cabellera que descendía flotante de su cabeza desnuda.

-¡Son ellos! -exclamó el comandante-, he ahí Lucía; he ahí su padre. Compañeros, diez hombres para guardar a los prisioneros, y el resto conmigo, a escalar esta muralla.

-¡Quién vive! -gritó de lo alto una voz sonora, que arrancó a Aurelia un grito de alegría.

-Bolivia y su gente, en busca de los incendiarios -respondió el comandante Castro. A esa voz, la mujer vestida de blanco intentó arrojarse al precipicio; pero la detuvo el hombre que iba detrás.

-¡Fuego! -gritó la voz que había dado el ¡quién vive!

-Deteneos en nombre del cielo -exclamó Aurelia-. Estoy prisionera con mi madre y...

-Y la esposa del general Heredia -dijo Juana acabando la frase-. Querido Aguilar, no añada usted una onza de plomo a nuestra pesante malaventura.

Cuando Juana decía estas palabras, oyose un ruido semejante al derrumbe de un peñasco; y entre una nube de polvo, cayó más bien que apareció, un jinete con espada en mano, montado en un fogoso corcel, vestido con un traje pintoresco, bello, majestuoso, terrible, que mirando en torno con ojos centellantes, se arrojó al centro del grupo, erizado de espadas desnudas, que lo amenazaban, procurando llegar al sitio donde se hallaban las prisioneras.

Castro le salió al encuentro. -Nadie ose tocar a ese hombre -dijo volviéndose a sus compañeros-, es mío.

-¡Ah! ¿eres tú el jefe de esos raptores? -interrogó el uno.

-¡Ah! ¿eres tú el jefe de esos bandoleros? -repuso el otro; y las espadas se cruzaron.

Aurelia se arrojó entre ellos y los separó.

-¡Qué vais a hacer! -exclamó-. ¿Mataros? ¡Qué locura! La muerte de Aguilar, señor -continuó volviendo hacia Castro su dulce mirada-, sería la sentencia de aquellos que viene usted a salvar. En cuanto a la del jefe de la fuerza que nos tiene en su poder, no te diré que sería seguida de la tuya, Aguilar; tú no temes la muerte, pero ¿querríais dejarme sola en este mundo donde nos espera la dicha en ese nido de flores que tú sabes?

Aguilar, subyugado por esas seductoras imágenes bajó su espada, y dijo con un acento tierno que contrastaba con su belicoso porte:

-Pues lo quieres, amada de mi corazón, sea. ¿Qué debo hacer?

Aurelia volvió hacia Castro una mirada suplicante. El joven ahogó un suspiro, bajó también ante ella su espada, y murmuró con una voz tan baja que sólo la oyó el corazón de Aurelia.

-Pues lo quieres, ángel del cielo, ¡cúmplase tu voluntad!

-Gracias, valientes caballeros -exclamó la joven, tendiéndoles las manos con una expresión tan afectuosa para ambos, que algo parecido a una sombra cruzó por las negras pupilas de Aguilar.

-¡Y bien! -continuó la joven-, las leyes de la guerra permiten a los prisioneros la esperanza de la libertad por medio del canje: cambiad, pues, los nuestros y separémonos amigos y felices.

Pocos momentos después los dos destacamentos se reunieron, y efectuando el canje, los unos subieron la cuesta de Oquia; los otros descendieron a lo largo del valle para tomar el hondo camino que conduce a Ornillos; no sin que los negros ojos del comandante Castro se volvieran con frecuencia para buscar unos ojos azules que le enviaban una sonrisa. Por eso, sin duda, los de la bella hija del gobernador de Moraya, se bajaron para no levantarse más...