El pozo del Yocci: 11
-Caballero de las aventuradas empresas -dijo un día Braun al comandante Castro-. ¡Vaya una misión de gusto del usted!
-Órdenes de ese género no los haga usted esperar, mi general -respondió Fernando con extraños latidos de corazón.
-Lea usted esa comunicación recibida hoy.
-Los descontentos nos llaman, ¡y en Salta se trama una conspiración! ¡Qué dicha! Mi general, ¿qué debo hacer?
-Marchar allá de incógnito, ponerse de acuerdo con los dos caudillos, y el día señalado, obrar de frente, encabezar el movimiento.
-Por Dios, general, ordéneme usted partir ahora mismo.
-¡Hum! ¡Comandante Castro! ¡Comandante Castro! O mucho me engaño, o los bellos ojos de aquellas prisioneras le están tocando llamada... En fin, es usted tan feliz que, en efecto, parece que es necesario que parta usted ahora mismo.
¡Partir! ¡Llegar! ¡Buscarla! ¡Hallarla! Corazón, ¿podrás resistir esa ola inmensa de felicidad?...
Volvamos una vez más a esa blanca ciudad que emboscada en perfumadas frondas se alza al pie del San Bernardo. Veinticuatro años han pasado y siempre es la misma; con sus casas magníficas pero vetustas, rodeada de jardines, sus atrios sombreados de vides cargadas de racimos y sus moriscas azoteas dibujándose en el azul del éter. La noche tiende sobre ella su velo salpicado de estrellas y le da un aspecto fantástico; pero a la apacible tranquilidad de su recinto han sucedido el fragor de las armas y el sonido marcial de los clarines.
Nuevos refuerzos de tropas enviadas por Rosas al ejército del Norte, habían entrado en Salta aquella tarde; y Heredia, trayendo consigo a Aguilar y a otros dos de los más valientes jefes, avisados por datos ciertos de una conspiración tramada en la ciudad en connivencia con Braun, y ramificada entre las tropas mismas que llegaban, había dejado el campamento para venir a recibirlos, con la esperanza de descubrirla y sofocarla a tiempo.
Deslizándose a favor de la sombra y del tumulto, un hombre que acaba de echar pie a tierra en una casa derruida donde era al parecer aguardado, el rostro oculto entre el embozo de la capa y el ala del sombrero, atravesó el puente del colegio, bajó la calle de Cebrián y se detuvo en la esquina de la plaza.
-Cuartel de la Merced -dijo, consultando un papel, que contenía, sin duda, señas de algunos puntos en una ciudad desconocida-. A las nueve los nuestros relevan la guardia. Cuartel de San Bernardo -prosiguió-. Nada hecho todavía en ese cuerpo que tiene a raya la severa vigilancia de Aguilar, su coronel...
El embozado ahogó un suspiro que era más bien una sorda imprecación, y continuó.
-Nuestro agente se compromete, sin embargo, a comprar sus clases, y ganarlo a las once de esta noche. Son las siete. Dos horas -añadió con una voz en que parecían vibrar las libras más íntimas del corazón-, dos horas para buscar los medios de verla y dar el alma en ese corto espacio, un mundo de felicidad. ¡Vamos!
Atravesó el frente meridional de la ciudad, siguió a lo largo aquella misma calle que en otro tiempo vino a buscar otro hombre, como él ahora, nocturno y furtivo.
Pero en vez de detenerse ante la puertecita oculta por la fronda, y que dio entrada al antiguo guerrillero, el incógnito dobló el ángulo de la calle, entró en otra, flanqueada de elevados edificios y se encontró ante la fachada de una casa de aspecto secular, pero ostentando por todas partes una bella arquitectura.
El embozado se detuvo ante el espectáculo extraño que se ofreció a sus ojos.
En el atrio de aquella casa dos hileras de hombres vestidos de ceremonia tenían en las manos cirios, y las puertas abiertas de los salones lujosamente iluminados dejaban oír de tiempo en tiempo, en el interior, el tañido de las campanillas del santuario.
Un sudor frío inundó las sienes del desconocido.
Abriose paso entre la multitud, y mezclándose a ella, penetró hasta las cámaras interiores de aquella suntuosa morada.
Un gemido de dolor y de rabia se escapó de su pecho.
¿Qué vio?
Al pie de un lecho donde yacía una mujer moribunda se hallaban arrodillados el general Heredia y su esposa, teniendo entre ellos y en la misma actitud al coronel Aguilar, y a aquella bellísima Aurelia que el entusiasta oficialito porteño llamó la estrella de Salta.
Sus azules ojos estaban bañados de lágrimas, y vestida de blanco y el largo velo prendido entre los rizos de su cabellera blonda, parecía una visión celestial.
A la cabecera del lecho, en un altar cubierto de flores, un sacerdote preparaba el óleo santo, para ungir a la enferma que con la mirada fija en la joven parecía absorta en un hondo pensamiento.
En el fondo de la cámara, los criados de la casa prosternados, oraban llorando.
-¡Ah! -decía uno de éstos, al que estaba a su lado- ¡qué hora para bendecir un matrimonio!
-El ama lo había retardado hasta ahora sin duda por la invencible repugnancia que le inspiró siempre este coronel Aguilar a quien la niña idolatra; pero el temor de dejarla sola ha podido más que la aversión.
-Por mí, nuestra ama tenía razón. Ese hombre, que de cierto es buen mozo, tiene a mis ojos un no sé qué en el semblante... Y sobre todo, jefe cruel con el soldado, malo debe ser. ¡Estas niñas que todo lo ven color de gloria!...
Concluida la lúgubre ceremonia de la extremaunción, el sacerdote cogió sobre el ara una corona de azucenas, púsola en la blonda cabeza de la novia, y juntó su mano a la de Aguilar, hizo las solemnes demandas y los unió para siempre.