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El pozo del Yocci: 16

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Un día, a la cabeza de su regimiento, Aguilar se encontró haciendo parte de un ejército formado en batalla sobre el llano que se extiende a la falda del Montenegro. Al frente en el extremo opuesto de la llanura, extendíase la línea del ejército boliviano.

Siempre sediento de sangre, Aguilar entretenía su impaciencia señalando con la vista el número de sus víctimas, en tanto que sonara la deseada señal del combate, que no se hizo esperar mucho tiempo.

Entonces, los antiguos hermanos de armas bajo el lábaro azul de la libertad, separados por el odio fratricida de partido, enarbolando los unos el negro estandarte de la confederación argentina, los otros el tricolor de la confederación perú-boliviana, enseñas de degeneración e ignominia, se arrojaron unos sobre otros como tigres hambrientos, haciendo luego de aquel campo un lago de sangre sembrado de cadáveres.

En lo más encarnizado del combate, Aguilar divisó un hombre que con la espada desnuda y destilando sangre, atravesaba como el rayo los batallones argentinos, dejando en pos la muerte y el espanto.

En el aspecto de aquel hombre había algo de fantástico propio a aumentar el terror que inspiraba su arrojo. Montaba un caballo negro como la noche, y su ancha capa del mismo color flotaba a su espalda al agrado del viento, como las alas de la fatalidad.

Aguilar vio cejar a los suyos ante aquel formidable guerrero; y arrojándose a él, alcanzole al momento en que retiraba la espada humeante del pecho de un enemigo, y lo atravesó con la suya.

El incógnito volvió sobre él como un tigre; pero las fuerzas le faltaron de repente; el acero se escapó de su mano, extendió los brazos y su cuerpo inanimado se deslizó del caballo, que siguió su rápido curso y desapareció.

Aguilar, fiel a su bárbara costumbre, se inclinó sobre el arzón para contemplar su víctima. Pero al fijarse en el rostro del cadáver, sus ojos se dilataron de horror y sus cabellos se erizaron.

-¡¡Fernando de Castro!! -exclamó inmóvil en medio a los torbellinos de humo que lo envolvían-. ¡Fernando de Castro! -repetía. Y una voz lúgubre se elevó desde el fondo de su alma, gritándole: -¡Asesino de la hermana! ¡Matador del hermano! ¡Maldito seas! ¡Maldito! ¡Maldito!

De súbito, una inmensa oleada de fugitivos chocó contra él y lo arrastró lejos del campo de batalla. En vano Aguilar ciego de rabia y deseando matar y morir, cerraba el paso a sus soldados y los hería sin misericordia; a pesar de sus esfuerzos unidos a los otros jefes, el ejército entero se desbandó, y los argentinos, por vez primera huyeron ante sus enemigos.