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El pozo del Yocci: 18

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El pozo del Yocci
de Juana Manuela Gorriti
Capítulo XVII - El juicio de Dios



Una noche que en alegre algazara y entre la multitud de sus ebrios amigos, salía de uno esos banquetes, Aguilar sintió una mano fría apoyarse en su brazo. Volviose, y vio a su lado una mujer vestida de blanco y el rostro oculto bajo un largo velo.

-Cuál de ellas eres, mi bella disfrazada -la dijo alegremente-. ¿Margarita?... ¿Julia?... ¿Tránsito?...¿Pepa?...

Silencio... Ninguna repuesta se hizo oír bajo el misterioso velo; y sólo las voces discordantes de las nombradas chillaron acá, allá y acullá: -¿Qué me quieres, hermoso Aguilar, me llamas? -Aquí estoy, Aguilar.

-¡Pues bien! -continuó él-, quienquiera que seas; juro que no te arrepentirás de haberme elegido por tu caballero; y aunque habitaras una cuadra más allá del otro mundo, yo te llevaré en mis brazos, si tus piececitos se cansan de caminar.

-¿Quién es el temerario que habla de esa tierra a las doce de la noche? -gritó una graciosa morena, ocultándose entre alegre y asustada, bajo la capa de su compañero.

-A las doce de la noche, y con el pampero encima -replicó otro.

-Es Aguilar, que va requebrando a su espada, cual si fuera una mujer -dijo riendo a carcajadas un comandante de alabarderos-. Señores, ¡hurra! el rey de los bebedores se emborrachó por fin. ¡Hurra!

Aguilar oyó a lo lejos las alegres voces de sus compañeros que se iban cantando con alegre bulla, mientras la misteriosa dama enlazado el brazo al suyo en un contacto impalpable, cruzaba la ciudad, dejaba atrás los campos y atravesaba los espinos con un paso rápido, que poco a poco fue convirtiéndose en un soplo impetuoso; y entre las ráfagas sombrías del huracán, Aguilar divisaba los llanos, los bosques y las montañas huyendo con celeridad vertiginosa.

De repente, las blancas cúpulas de una ciudad se alzan en el horizonte; se acercan, llegan... Aguilar y su guía atraviesan sus calles... Un puente está allí delante... un puente que él no había pasado desde una época de funesta memoria. Quiere detenerse; quiere retroceder, pero siente que su brazo está soldado al de la silenciosa dama, que cada vez más vaporosa lo arrastró consigo a un rápido torbellino, al borde mismo de un pozo que él veía sin cesar, así en el sueño como en el desvelo.

Y Aguilar vio con espanto que el largo ropaje de su compañera tomaba una forma transparente y vaga, ora semejante al blanco sendal de una desposada, ora al rayo de la luna sobre los vapores de un lago; y la brisa de la noche replegando el velo de niebla que la cubría, dejó ver la figura pálida de una mujer que sonrió tristemente a Aguilar, mostrándole su seno rasgado por una ancha herida; y una voz parecida al gemido del viento llevó a su oído estas palabras:

-¡Heme aquí, esposo mío! Heme aquí, no rozagante y bella como al pie del altar, sino pálida y fría cual me puso tu primer beso... Míralo: sangra todavía; pero tú amas la sangre y su vista te regocijará. ¡Oh! ¡Ven! Mis manos están heladas; yo quiero calentarlas en tu pecho. ¡Ven! ¡Cuánto tiempo me has dejado sola en el lecho nupcial! ¡Yo te echo de menos a mi lado, y quiero dormir en tus brazos el eterno sueño! ¡Ven!

Aguilar mudo de terror quiso huir; pero de repente se sintió envuelto en el velo azulado del fantasma. Unos labios yertos ahogaron en su boca un grito de espanto y un helado brazo estrechó su cuerpo, que rodó, precipitado en la negra profundidad del pozo.